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I. IMPACTO DE LAS EMPRESAS TRANSNACIONALES DEL SECTOR MINERO-PETROLERO EN LOS DERECHOS HUMANOS. UN LARGO CAMINO HACIA LA REGULACIÓN

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En la década de los noventa del siglo XX, las medidas promovidas por los Estados latinoamericanos de liberalización de los mercados, de la privatización de empresas públicas, de desregulación de la economía, etcétera, permitieron atraer inversión extranjera. Esta inversión exigió una serie de reformas estructurales normativas y económicas que limitaron la intervención estatal en la prestación de servicios y la producción de bienes en los territorios. A su vez, el fenómeno de la globalización económica permitió la expansión de las empresas transnacionales en diferentes sectores, entre ellos, el sector minero-petrolero, lo que generó efectos positivos en los territorios, pero también negativos, en especial en el tema de los derechos humanos, con participación directa o indirecta de estas empresas10. En palabras de Gómez Isa,

la globalización neoliberal ha tenido como objetivo esencial tratar de reducir el papel del Estado en el sistema económico y social, dejando en manos del mercado sectores que hasta entonces habían sido cubiertos fundamentalmente por el sector público. Lo cierto es que este proceso ha tenido como consecuencia el debilitamiento progresivo de la protección de los derechos humanos en muchos países, afectando básicamente a los derechos económicos, sociales y culturales11.

Ante este escenario, que demuestra la gran influencia de las empresas trasnacionales, se ha cuestionado la soberanía de los Estados receptores de la inversión (concepto westfaliano de “soberanía”), principalmente en países en vía de desarrollo, cuyo crecimiento o progreso económico depende de la inversión de fuera de fronteras en sus territorios12. Como lo expone Shamir,

tanto en los países ricos como en los pobres, aunque no de la misma manera, las empresas multinacionales gozan a menudo de poderes de decisión que les permiten configurar las políticas públicas, promocionar con fuerzas medidas legislativas, impulsar o desalentar reformas sociales e influenciar la acción gubernamental en áreas esenciales, entre las que se encuentran el empleo, el medio ambiente, y los derechos civiles y sociales13.

Esta situación es descrita por algún sector de la doctrina crítica como un “cambio de poder”, porque se cuestionaba el papel tradicional y la capacidad de los Estados en la defensa y protección de sus ciudadanos14. Empero, este panorama global en el que las empresas actuaban sin controles efectivos no pasó desapercibido por la sociedad civil ni por algunas organizaciones internacionales, lo que en diferentes foros o escenarios internacionales permitió poner sobre la mesa el debate acerca de la forma como los Estados podían mitigar los riesgos asociados con la actividad empresarial –incluida la actividad del sector minero-petrolero– para que su desarrollo fuera sostenible desde la idea de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE).

En este sentido, la Organización de los Estados Americanos (OEA) entiende que el cambio de la cultura empresarial es “una nueva manera de hacer negocios, en la cual las empresas tratan de encontrar un razonable equilibrio entre la necesidad de alcanzar sus objetivos económicos y financieros y lograr con sus actividades un impacto social y ambiental positivos”15.

Sin duda es un nuevo enfoque, que parte del deber de las empresas de implementar un sistema efectivo y eficaz, tanto para la producción y la distribución como para toda la cadena de suministro de sus productos o servicios, respetando las normas nacionales e internacionales ambientales, los derechos laborales, individuales y colectivos de las minorías étnicas, y cualquier otro derecho humano. Las empresas del sector minero-petrolero deben construir un proceso de debida diligencia en el desarrollo de sus actividades económicas, que exija el respeto de los entornos sociales y medio ambientales16.

Ahora bien, desde hace varias décadas el objetivo ha sido claro: una nueva cultura empresarial de derechos humanos. Sin embargo, el problema que aún hoy sigue sin resolverse es: ¿Cuál es el mecanismo idóneo para lograr esta nueva cultura empresarial? Las propuestas son complejas. Se propuso una “caja de herramientas” integrada por diferentes instrumentos de soft law y hard law que tratan de armonizar los intereses de tres actores: (i) los procesos económicos y su finalidad de ánimo de lucro de las empresas; (ii) el Estado social de derecho y sus cometidos frente a los mandatos constitucionales y la protección de la inversión extranjera, y (iii) los derechos humanos, la garantía a sus titulares.

Vale la pena detenerse en la historia que llevó a la elaboración de la “caja de herramientas” jurídica. Su recorrido inició en la década de los setenta del siglo pasado, caracterizada por el fenómeno de la descolonización africana y asiática que, según Arévalo y Carrillo, motivó a los Estados en desarrollo a proponer el llamado “Nuevo Orden Económico Internacional”17. Por primera vez se presentó la iniciativa de regular la responsabilidad de las empresas trasnacionales; claro está, como una obligación voluntaria. En la construcción de este “nuevo orden” jugó un papel importante la Resolución 1803 de la ONU de 1962, que habla de la soberanía permanente sobre los recursos naturales. Esta resolución abarcó varios principios relacionados con las empresas multinacionales, pues “más del 65% de las actividades que [se] llevaban a cabo en los países en desarrollo correspondían a la explotación de recursos naturales”18.

Casi al mismo tiempo surgió el debate en la Asamblea General de la ONU19, particularmente en el Consejo Económico y Social, que en 1974 creó el Centro de Empresas Transnacionales y la Comisión sobre las Empresas Transnacionales. Como resultado de estos esfuerzos se anunció el proyecto de Código de Conducta de las Naciones Unidas sobre Empresas Transnacionales, con el objetivo de regular de manera vinculante, y no voluntaria, las actividades de estas empresas y su relación con los derechos humanos. Sin embargo, los resultados no fueron los esperados: la iniciativa fracasó debido a la falta de apoyo por parte de los gobiernos y la presión ejercida por algunos sectores empresariales20. De acuerdo con Kaufmann y Schrijver, otro aspecto contribuyó al fracaso de esta iniciativa: la misma nunca logró incorporar un carácter “regulatorio” y por el contrario se trató de un “código minimalista” que incorporaba directrices en lugar de normas vinculantes21.

Debido a que los países industrializados se hallaban en situación minoritaria en las Naciones Unidas, resolvieron fijar su posición política sobre la relación de las empresas transnacionales con los derechos humanos en el marco de la OCDE, donde, en 1974, acordaron una iniciativa no vinculante denominada “Directrices para la inversión internacional y las empresas multinacionales”.

A pesar del fracaso de la iniciativa de Naciones Unidas, después de una década de discusión, el clima generado por el proyecto de Código de Conducta de 1983 sirvió como punto de partida para la creación de otras iniciativas importantes que continuaban en la línea del derecho blando, como la Declaración Tripartita de Principios sobre las Empresas Multinacionales y la Política Social de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 1976.

En definitiva, más que un fracaso, el Código de Conducta de las Naciones Unidas sobre Empresas Transnacionales fue, en palabras de Arévalo y Carrillo,

un primer intento necesario para emprender la tarea de regular las actividades de las transnacionales y su responsabilidad en las violaciones de derechos humanos, pues el inicio de esta labor fue una motivación tanto para los países en desarrollo como para los industrializados22.

Posteriormente, en la década de los noventa del siglo XX, con la reestructuración de las Naciones Unidas, se cerró en 1993 el Centro de Empresas Transnacionales, y luego la Comisión de Empresas Transnacionales pasó a hacer una Comisión del Consejo de Comercio y Desarrollo, llamada Comisión de Inversiones Internacionales y Empresas Transnacionales.

Así, casi finalizando el mileno, en 1999, en el Foro Económico Mundial de Davos, fue presentado por el Secretario General el Pacto Global de las Naciones Unidas23, una iniciativa que potenciaría la “caja de herramientas”, constituyendo un marco general para la cooperación entre las empresas trasnacionales y la organización internacional desde un enfoque de responsabilidad social empresarial basada en la rendición pública de cuentas, en la transparencia y la divulgación de información, apoyando con este actuar la implementación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de las Naciones Unidas, establecidos en la Resolución 55/2 de la Asamblea General.

Unos años después, el Consejo de Naciones Unidas instó al Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Annan (designado en su cargo en dos períodos entre 2005 y 2011), designar al profesor John Ruggie representante especial de la ONU para el tema de empresas y derechos humanos. Ruggie, finalmente, presentó junto con su grupo de trabajo el informe de los Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos24, el cual fue aprobado el 16 de junio de 2011 por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en la Resolución 17/4 (A/HRC/17/31)25. Una vez finalizó la representación del profesor Ruggie, se creó desde la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos un grupo de trabajo para la cuestión de los derechos humanos y las empresas transnacionales y otras empresas comerciales.

Son los Principios Rectores el instrumento que sirvió de marco para impulsar otras iniciativas como las Líneas Directrices para las Empresas Multinacionales y las Políticas de Desarrollo Basado en los Recursos Extractivos de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE)26. También surgieron otras iniciativas multi-actorales del sector privado, como la Norma ISO 26000 sobre responsabilidad social, creada por la Organización Internacional de Normalización (ISO) en 2010. Por igual, a nivel regional surgieron iniciativas del Banco Internacional de Desarrollo (BID)27 y del Marco de Políticas Mineras o “Mining Policy Framework” del Foro Intergubernamental sobre Minería, Minerales, Metales y Desarrollo Sostenible de 2010[28].

Más recientemente, se reabrió la discusión sobre la creación de un tratado vinculante sobre derechos humanos y empresas que, según Hernández Zubizarreta, se debe a los pocos avances de las iniciativas voluntarias de soft law, las cuales no han impedido ni disminuido las violaciones a los derechos humanos producidos por las actividades económicas empresariales29. Una de las primeras propuestas se generó en 2012 con la Campaña Global para Reivindicar la Soberanía de los Pueblos, Desmantelar el Poder de las Transnacionales y poner Fin a la Impunidad, que fue presentada en la Cumbre de los Pueblos para el control de las empresas transnacionales. Luego, el 26 de junio de 2014, durante la 26a sesión del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, fue aprobada la Resolución 26/9 que inició las discusiones en el Grupo de Trabajo Intergubernamental de composición abierta para formalizar un instrumento en el tema de los derechos humanos y las empresas30.

A lo largo de estas negociaciones, diversos Estados y grupos regionales se mostraron reticentes a este instrumento, argumentando la existencia de otros mecanismos como los Principios Rectores, y la supuesta amenaza a las actividades empresariales y al desarrollo. Para Carneiro-Roland y Oliveira Soares, los elementos más cuestionados para la eficacia del tratado son la extraterritorialidad y la responsabilidad directa de las empresas transnacionales, pero también el alcance del tratado y la creación de un tribunal. No obstante, consideran que, aún con la fuerte resistencia de los países que son sedes de las grandes empresas, la sociedad civil y otros Estados se han posicionado firmemente a favor del tratado, de manera que el proceso, por el momento, sigue fuerte31.

Por su parte, César Garavito se mantiene menos optimista, pues considera que, aunque la idea de un tratado vinculante es viable, enfocarse única y exclusivamente en lograr su aprobación supone un desgasto dispendioso de recursos humanos, tiempo y costos políticos. En sus palabras:

Se corre el riesgo de marginar las prioridades, las perspectivas y las estrategias políticas de las organizaciones más pequeñas o más regionales (como coordinar la comunidad local, trabajar en casos específicos o realizar campañas legislativas). Cuando el tratado se toma como objetivo único o primordial, en vez de como un elemento fundamental de un conjunto más amplio de alternativas de política pública o activista, este énfasis puede reproducir asimetrías de poder32.

Lo anterior no significa, necesariamente, que la comunidad internacional deba conformarse con obligaciones no vinculantes con el respeto de los derechos humanos, pues como señala Surya Devia, en algunos casos se permite que las empresas matrices desplacen los riesgos a sus subsidiarias como una práctica empresarial legítima, que confiere a los Estados el derecho casi exclusivo de crear y hacer cumplir normas internacionales. Esto no permite utilizar todo el potencial de las organizaciones de la sociedad civil para crear normas y hacerlas cumplir a través de vías informales, horizontales y no estadocéntricas33.

Derechos humanos y empresa en el sector minero-petroleo

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