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IV. LA LEGISLACIÓN DE EMERGENCIA: UNA REFLEXIÓN FINAL

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A lo largo de los meses tanto del primero como del segundo estado de alarma el Gobierno ha hecho abundante uso de la técnica del Decreto-Ley para adoptar medidas de muy diverso tipo. La cobertura constitucional de estas decisiones no es propiamente el estado de alarma aunque éste lo facilite. La cobertura es el art. 86 de la Constitución según el cual el Gobierno puede aprobar normas con rango de Ley en casos de “extraordinaria urgencia y necesidad”. Con o sin estado de alarma el Decreto-Ley es posible siempre que se justifique el presupuesto de la urgencia y la norma resultante no afecte a los ámbitos materiales que tiene prohibidos en el citado precepto constitucional.

A partir de marzo de 2020 y hasta mayo de 2021, fecha en la que cierro la relación, el Gobierno ha aprobado 41 Decretos-Leyes, todos ellos (salvo quizá uno) relacionados con la pandemia y abordando los más variados temas. Y todos ellos, menos uno, convalidados por el Congreso tal y como exige la Constitución. Por lo demás, todos los Decretos-leyes tenían como característica común una larguísima explicación justificativa y todos ellos regularon aspectos relacionados con varias ramas del Derecho, no sólo del Derecho Público (temas tributarios, subvenciones y otras medidas) sino también en relación con el Derecho Privado (en especial cuestiones mercantiles y laborales) previendo medidas de protección social, ayudas económicas, líneas de crédito, moratorias de deudas, suspensión de plazos y otras semejantes.

En total, esos Decretos-Leyes han modificado, en mayor o menor medida, un centenar de leyes. En algunos casos las modificaciones son de mucha entidad; en otros cambios aislados. Pero en todo caso es una muestra de la diversidad de ámbitos a los que ha llegado el Derecho de excepción, reiterando una vez más que ese Derecho excepcional que supone el Decreto-Ley no trae causa directa de la declaración del estado de alarma sino de la existencia o no del supuesto de hecho que contempla el art. 86 CE, aunque, sin duda, el estado de alarma es una circunstancia que en la mayoría de los casos justifica la urgencia.

Otro dato a destacar es que de los 41 Decretos-Leyes aprobados desde el inicio de la pandemia la mitad (16) han sido modificados y algunos de ellos en más de una ocasión destacando quizá el RD-Ley 8/2020 que ha sido modificado o afectado en 14 ocasiones o el RD-Ley 11/2020 que ha sido modificado 12 veces.

Por lo demás, de una docena de esos Decretos-Leyes, una vez convalidados, han sido o están siendo tramitados como Leyes.

Una última observación me gustaría añadir. Y es que la sola lectura, aun superficial, de ese amplio abanico de normas dictadas en tan corto espacio de tiempo da una idea de la complejidad del propio Ordenamiento, pero también de su inestabilidad y de la facilidad con la que una decisión política puede tener y tiene incidencia en sectores muy diferentes de ese Ordenamiento que hay que conocer, identificar y, en su caso, cambiar para tartar de hacer coherente al conjunto. Y ahí creo yo que hay que destacar la encomiable labor de los servicios técnicos de los Ministerios y de los funcionarios que han identificado, encontrado, propuesto y redactado las modificaciones oportunas para encajar normativamente las decisiones genéricas que en cada caso han tomado quienes tenían la competencia para hacerlo pero que han plasmado los juristas y técnicos no del Gobierno sino de la Administración. Asomarse, aunque sea de manera superficial, a todos o a alguno de los Decretos-Leyes que menciono da buena prueba de ello. Al margen, por supuesto, de la eventual crítica acerca de la oportunidad o conveniencia de algunos cambios y modificaciones o incluso de su urgencia o necesidad; que es cuestión bien diferente. Y también del abuso, a veces, del lenguaje utilizado en los largos Preámbulos donde no siempre se evita la tentación de las palabras hueras.

En todo caso, y con esto termino, la crisis generada por la COVID-19 plantea la necesidad de repensar el Derecho de excepción y sus límites. Y que cuestiones como la suspensión del cómputo de plazos y la forma de reanudarlos, las condiciones de la limitación de la libertad de movimientos, el tipo de reacción sancionatoria ante el incumplimiento, las reformas legales por Decretos-Leyes de largo recorrido, la temporalidad no precisada, el régimen de la contratación urgente, la tensión y el equilibrio entre centralización y descentralización, la optimización de recursos, la política de comunicación y transparencia, el papel de las instituciones científicas y otros muchos temas que la casuística ha alumbrado rompiendo los moldes de algunos dogmas abstractos y caducos están sobre la mesa del debate jurídico cuando se logre un poco de sosiego y de quietud. Pero, como digo, en el fondo late siempre el dilema de optar entre valores a veces contrapuestos y sin reglas seguras.

El Derecho Administrativo afronta esos dilemas y proporciona algunas pautas para optar en cada caso. Y digo en cada caso porque no suele haber recetas generales e inmutables sino algunos criterios –los principios– en función de las circunstancias del momento. El Derecho Administrativo se ha movido y se mueve en un siempre inestable equilibrio, hijo como es del Estado constitucional de corte liberal. La libertad como lema, pero el Estado como garante último de esa libertad y que, por ello mismo, a veces, necesita restringirla mediante regulaciones, limitaciones, prohibiciones o sanciones... Los límites de esas potestades exorbitantes del Derecho común forman parte natural de la esencia del Derecho Público y esos límites pasan primero por el legislador y, después, sobre todo, por el tamiz del juez que se convierte así en el centro de referencia de ese Estado.

El Derecho Administrativo trata de regular esos equilibrios mediante técnicas cada vez más sutiles, buscando inestables equilibrios entre la libertad y los derechos y ese componente limitador del Estado que también es necesario. Y es que no hay que olvidar que un Estado fuerte, bien pertrechado y mejor controlado, es, con frecuencia, la mejor garantía de la libertad de todos. Porque con haber sido casi todos solidarios en la crisis –personal sanitario, de seguridad, de asistencia, de servicios esenciales– no hay que olvidar que también ha habido ciudadanos con menos sensibilidad o con más egoísmo. Y aunque las técnicas jurídicas en aplicación de la ley, esto es, el Derecho, deben proteger a todos, no es menos cierto que –aun con todas sus carencias e incluso insuficiencias– de no haber habido un Estado detrás y frente a los insolidarios puede que hubiera sido más difícil atender las urgencias y defender la vida.

Hemos vuelto así, de golpe, casi sin darnos cuenta, a poner en valor los aspectos básicos del Derecho, sus elementos esenciales, sus equilibrios permanentemente buscados. Es decir, hemos vuelto a pensar en su papel configurador de la vida colectiva. El arte de lo bueno y de lo igual, pero también de lo equilibrado y de lo prudencial, de lo proporcionado y de lo justo. El viejo ars boni et aequi romano que sigue siendo válido como a veces la historia dramáticamente nos recuerda y nos incita a conocerlo y también, en lo posible, a mejorarlo por encima de dogmas y ortodoxias asumidos sin crítica.

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