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V. EL DERECHO COMO LENGUAJE
ОглавлениеEl Derecho, finalmente, surgido del fragor de la historia, nacido para articular intereses contrapuestos, articulado para solventar las relaciones humanas en términos de razón y no de violencia, se ha convertido en una técnica compleja porque cada vez es más compleja la realidad a la que sirve.
Aparece así la versión actual de lo jurídico con un lenguaje específico y un haz de conceptos rigurosos.
El Derecho es lenguaje. Se monta sobre palabras y esas palabras incorporan conceptos. Y a veces prejuicios en el sentido de lo que Alejandro Nieto ha llamado “precomprensiones”, es decir, ideas previas, preconcebidas, adquiridas en función de la propia biografía y de muchas influencias (experiencia vital, lecturas, entorno escolar, ámbito familiar y de relación) que haya recibido el intérprete.
El lenguaje –siempre esencial en las relaciones humanas– adquiere aquí una importancia fundamental. Unas veces las normas utilizan palabras específicas y conceptos propios que condensan construcciones y plasman un régimen jurídico concreto: usufructo, concesión, tipo, tasa, ius variandi, reversión, lesividad, acto separable, revocación y cientos de palabras que sugieren ideas y bloques normativos al jurista. Pero otras veces utilizan palabras del lenguaje común que una persona medianamente culta puede sin esfuerzo comprender. Son palabras, expresiones, conceptos que la norma presupone y no puede explicar. Unas veces son conceptos que están en la realidad de cada día, interiorizados en la generalidad de los ciudadanos y respecto de los que basta una simple lectura para comprenderlos. Pero otras veces la cuestión se complica porque las palabras apelan a ideas o conceptos culturales, científicos, técnicos, históricos o de la propia experiencia. Conceptos que hay que interpretar o traer de otras ciencias; conceptos a veces abstractos o imprecisos que hay que precisar al aplicarlos. Conceptos todos ellos que hay que conocer para aplicar la norma y cuya concreción tiene importancia porque de ello se derivan consecuencias importantes. Nada menos que la aplicación o no de un régimen jurídico determinado, de unas consecuencias precisas. Hay, pues, con frecuencia, que traducir conceptos, concretar principios, definir palabras. Lo que significa también, en consecuencia, que la realidad normativa depende en gran medida de esa operación y, por eso, a veces, de conceptos, ideas y palabras nacidas en el ámbito de otras ciencias u otras técnicas.
Hay, por tanto, palabras inconcretas o indeterminadas de la ley que en su aplicación hay que concretar. Así, por ejemplo, tomando casos simples: nocturnidad (para agravar o no agravar la pena si aquélla existió o no), urgencia (para posibilitar un procedimiento o impedirlo), precio justo (para valorar una expropiación), mérito (para priorizar a un opositor frente a otro), mejor oferta (para seleccionar a un contratista), fuerza mayor (para exculpar un daño), calamidad (para tener derecho a una subvención), ruina (para aplicar un régimen)... Y así sucesivamente. Pero lo que sea o se entienda en cada momento qué es urgencia, noche, capacidad, justiprecio, ruina o fuerza mayor tiene que interpretarse. No digamos ya si se trata de conceptos más complejos. Y en esa interpretación no entran conceptos o ideas jurídicas que estén en las leyes o en los manuales sino en la experiencia de cada uno, en la cultura general, en el tiempo vivido de cada país. El jurista tiene que ser entonces aquel hombre culto que querían los romanos, entendida ahora la palabra cultura en el sentido que le daba el filósofo Ortega y Gasset, esto es, el conjunto de ideas vivas desde las que un tiempo existe.
El Derecho, pues, se manifiesta y plasma mediante palabras, mediante el lenguaje. Las palabras acercan o alejan, presuponen una precomprensión de las mismas, es decir, presuponen que los interlocutores se expresan más o menos en la misma longitud de onda cultural. Las palabras enriquecen el discurso, pero sobre todo traducen pensamientos y evocan sentimientos. Son el medio de comunicación que nos une. Por eso, el Derecho actual es complejo porque es más técnico que el de las sociedades primitivas. Porque incorpora palabras de muy distintas procedencias. Palabras de la ciencia, de la técnica, de la vida común y de la propia conceptualización dogmática de los juristas que, como todo gremio, construye y crea un lenguaje propio que aspira a ser preciso y riguroso.
Y esa necesidad o simple constatación tiene a veces una consecuencia negativa. A medida que la realidad a la que sirve la norma se hace más compleja y la norma más técnica se genera inevitablemente un lenguaje específico. Es el precio del rigor, que exige e impone ese lenguaje propio, especializado y preciso. La precisión exige ese rigor conceptual, pero a veces tiene un precio importante: aleja la norma de sus destinatarios. He ahí la contradicción y el precio del progreso. Se gana en seguridad y exactitud, que es un valor esencial en el Derecho, pero con el inconveniente no pequeño de que la norma se distancia de quienes no poseen el lenguaje apropiado que se exige para su comprensión.
El lenguaje común acerca y es claro cuando la realidad es elemental, pero se muestra insuficiente cuando la realidad y el Derecho que la regula se hacen, como digo, más complejos y técnicos. De ahí se deduce una conclusión que no por obvia debe dejar de mencionarse: que manejar el lenguaje se convierte en una tarea esencial de los juristas. Una tarea esencial que permite dar entrada en ese gran teatro de la vida social, efectivamente, al mismo personaje que, con distintas formas, pervive desde la época romana: el jurista en su manifestación más noble, el jurista en sus distintas manifestaciones profesionales; un jurista que, como profesional, como poseedor del lenguaje, tiene entre sus tareas principales la de hacer de intermediario entre la norma y sus destinatarios, entre la norma y la sociedad a la que sirve.
Desde el punto de vista de la formación de los juristas conocer el lenguaje –los lenguajes– es una tarea efectivamente apasionante. Exige, para empezar, desterrar los prejuicios (los inevitables juicios apriorísticos generados en el entorno vital de las personas e incorporados a su experiencia previa), asumir los nuevos conceptos, abrirse a la cultura, empaparse de ella y construir lentamente un sistema coherente y preciso con vocación aplicativa. Es decir la conversión de la palabra y los conceptos en oficio y en técnica.
Enfrentarse al fenómeno jurídico a partir de todos estos planteamientos está muy lejos, como se comprenderá, del simplismo con que a veces se enfoca el Derecho. Pero, al mismo tiempo, si se acrecienta de algún modo la dificultad del empeño, de otro lado se hace más apasionante la tarea de intentar entender, en toda su compleja dimensión, el sentido del Derecho como realidad cultural, política y social, según he subtitulado los epígrafes anteriores.
No quiero terminar este epígrafe sin mencionar un libro que abre perspectivas novedosas –y polémicas– a la hora de enfrentarse y entender la realidad jurídica. Es un diálogo epistolar entre dos grandes Catedráticos de Derecho Administrativo de Madrid, ambos jubilados, Alejandro Nieto y Tomás Ramón Fernández. El libro se titula gráficamente, El Derecho y el revés (Diálogo epistolar sobre leyes, abogados y jueces) y se publicó en 1998. En él el lector interesado podrá hallar un vivísimo cuadro de actitudes, reflexiones e ideas sobre las distintas formas de entender y utilizar el Derecho, que, sin duda, podrán ilustrarle y ayudarle a adoptar una posición personal.