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VIII. SOBRE LA FORMACIÓN DE LOS JURISTAS. LO QUE SE “PUEDE” Y LO QUE SE “DEBE” APRENDER

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Y llegamos así al papel de la Universidad. Al lugar donde se inicia la formación de los juristas.

Cuando aludo a la formación de los juristas no me refiero a los medios y técnicas propios de esa formación: la clase teórica, la clase práctica, el seminario, el trabajo dirigido y las lecturas varias (preferiblemente de libros mucho mejor que de apuntes). No me refiero al imprescindible estudio pausado, lento, individual, solitario, y a la no menos necesaria manera de estudiar y aprender colectiva, esto es, compartiendo dudas y conocimientos con otros compañeros, donde se fragua también ese preciado bien que es la amistad.

Cuando hablo de la formación de los juristas me refiero a una actitud. A una actitud docente, pero también discente. Del alumno y del profesor. Me refiero a la actitud de aquel que, tras estudiar y entender la norma, aprende a aplicarla y a operar con ella, se cuestiona problemas y, sobre todo, se hace las preguntas esenciales del porqué, de su origen o del para qué sirve.

Cuando hablo de la formación de los juristas me refiero también a una actitud, a un criterio, a una metodología y, más que nada, a lo que se puede y no se puede conseguir en la Facultad.

El estudio en la Universidad, al menos en Derecho, sirve –debe servir– para entender la norma y, como digo, su contexto. Para comprender. No sirve normalmente para el ejercicio práctico, inmediato y directo, de una concreta profesión. Por ejemplo, no sirve, creo yo, para aprender a ser abogado. O, si se quiere matizar este extremo, no sirve suficientemente. Ahora bien, el tipo de conocimientos y experiencias que se debe adquirir en la Facultad –fundamentalmente, aprender a pensar– es requisito previo para el posterior aprendizaje y práctica de una concreta profesión. Lo demás es experiencia, que ni se enseña, ni se aprende; se adquiere.

El conocimiento del Derecho que se puede enseñar en la Facultad está en directa relación con lo que se puede aprender. Y no se pueden aprender muchas cosas. No se puede adquirir mucha información en el escaso tiempo de que se dispone. Y aunque se pudiera por razones de tiempo tampoco sería bueno porque lo que sólo se aprende de memoria se olvida de inmediato en cuanto ésta deja de ser directamente útil.

Alguien ha dicho que se olvida lo que se oye, se recuerda lo que se ve, pero sólo se aprende lo que se hace. No sé si es del todo verdad, pero en cualquier caso lo que se hace, aquí, en gran medida es una actividad personal: leer, comentar, preguntar, contrastar, salir de la pasividad, no dejar nada sin comprender. Escribir, resumir, anotar, cuestionar. Pensar que, si la clase es necesaria, no es en la clase donde se “aprende”, sino en el estudio posterior, en el contraste de los compañeros y, finalmente, en las preguntas a un profesor disponible y cercano.

Y aprender, ¿qué? En mi opinión, se trata de adquirir una formación básica. Esa formación básica, en nuestro caso, se concentra en unas cuantas cosas, no muy numerosas, pero sí muy importantes.

a) En primer lugar, hay que aprender a moverse por el Ordenamiento. Una parte importante del trabajo de cualquier jurista, hoy, es aprender el sistema de fuentes del Derecho. Un sistema constituido por normas de origen plural y diferente –la Unión Europea, el Estado, las Comunidades Autónomas– que hay que aprender a buscar, sistematizar y articular para reducir ese complejo conjunto normativo a una cierta unidad coherente. Aprender a moverse por el Ordenamiento presupone saber buscar ese Ordenamiento desde un punto de vista estrictamente mecánico –dónde, cómo–, esto es, saber utilizar los medios instrumentales, la información, las bases de datos. En uno de los Capítulos finales de este libro dedicaré a ello algunas indicaciones elementales. Pero aprender a moverse por el Ordenamiento es también, como digo, saber sistematizar las normas, conocer la forma en que se relacionan entre sí, cohonestar los principios de jerarquía y competencia. Identificar el bloque normativo aplicable constituye, pues, la primera tarea y en muchos casos la más importante.

b) En segundo lugar, hay que aprender a asumir un conjunto de valores o principios que son los que iluminan las normas, las orientan y les sirven de apoyo. Esos valores subyacentes derivan hoy, en muy buena medida, de la Constitución y son como la argamasa que aglutina y mantiene al entramado de las normas, la que le da sentido al conjunto cuando se producen las inevitables antinomias, la que sirve de guía interpretativa, la que permite hablar del Derecho con un criterio finalista.

c) En formación del jurista es fundamental también aprender a razonar, aprender a argumentar. Aprender a utilizar la perspectiva lógica o técnica cuando se dispone del material normativo y se poseen criterios valorativos. Porque aprender a razonar es ya aprender a aplicar. Es operar con las normas y con sus conceptos. A fuer de simplificar un tanto, podría decirse que, a estos efectos, son tres los criterios que hay que tener en cuenta como guías de partida:

• Primero el criterio deductivo, que es el más frecuente y habitual. Se parte de un concepto determinado (propiedad, autorización, sanción, concesión, cualquier otro) al que se sabe le corresponde un determinado régimen jurídico, el de la norma que le es aplicable a ese concepto. Y hay una realidad que se compara. El criterio deductivo supone subsumir esa realidad en un determinado concepto para aplicar a la realidad dada el régimen jurídico que sabemos del concepto. Al final es un simple silogismo: si la realidad, los hechos, son subsumibles en un concepto, como sabemos el régimen jurídico del concepto podemos aplicarle ese régimen a los hechos de que se trate.

• Pero a veces las cosas no son tan sencillas. Falta información o, por el contrario, tenemos exceso de información. Si falta información, si no está claro en qué concepto ubicar la realidad será más difícil aplicarle a esa realidad un determinado conjunto normativo. Es entonces cuando se suele acudir a la analogía como tabla salvífica. No conocemos qué son los hechos y por tanto tampoco qué régimen jurídico les es aplicable. No hay información, no hay norma clara y reconocible. Pero sí sabemos el régimen jurídico de otra realidad que se parece a la que ignoramos qué sea. ¿Por qué no, entonces, intentar aplicar el régimen que conocemos a la realidad que nos ocupa respecto de la que no hay norma clara? La analogía funciona también como un silogismo: si no conozco qué es A) o no hay regulación clara para A), pero sí sé qué es B) y cuál es su régimen, y B) es una realidad parecida a A), cabe aplicar a A), por analogía, el régimen jurídico de B). Los principios antes mencionados pueden servir de ayuda en esa operación.

• En el otro extremo tenemos el exceso de información. Algo que cada vez será más frecuente porque el jurista cada día se va a encontrar con normas no derogadas de muy distinta procedencia y de muy distintas épocas. Encontrará, quizá, normas real o aparentemente contradictorias, pero debe dar una opinión, debe pronunciarse. En tales casos puede ser de gran utilidad el criterio de la reducción al absurdo; llevar uno de los posibles regímenes jurídicos aplicables a sus últimas consecuencias lógicas y descartar las conclusiones que conduzcan a una solución absurda. Ahí de nuevo aparecerá el carácter, el buen sentido, la madurez del operador. Ahí también influirán decisivamente los valores subyacentes, lo que se quiere conseguir, el criterio finalista apuntado.

La argumentación sirve a los objetivos en cada caso pretendidos. En todo caso, sean cuales sean esos objetivos, en su proceso aplicativo la norma pasa por diferentes filtros: por su análisis lingüístico y sintáctico, pero también por el tamiz de su ubicación en el contexto histórico en que nació, que puede hacerle cambiar de sentido en el presente. Y aún entonces debe decantarse finalmente con los valores y principios que le den su verdadero sentido a las palabras.

d) Finalmente, hay que aprender a expresarse con precisión tanto de forma oral como de forma escrita. Y eso no es algo que se aprenda sin más en las Facultades de Derecho. Es más, se aprende fuera de ellas. Se aprende leyendo novelas, escribiendo historias, contando y resumiendo hechos. El simple ejercicio de contar la película que se ha visto a quien aún no la ha visto puede servir para relatar lo esencial y que el otro comprenda la trama argumental. Se sorprenderían muchos hasta qué punto una experiencia así es, en el fondo, tan formativa como algunas horas de estudio porque el otro nos dirá si lo ha entendido, si hemos sabido contar lo esencial despreciando lo accesorio, si hemos relatado lo que interesa en términos breves y comprensibles. En el fondo una demanda es eso: contar bien una historia de manera sucinta, exponer los problemas, destacar lo que en cada momento interese destacar sin que haya saltos lógicos y dejar caer entonces, como fruta madura, el régimen jurídico que interese aplicar, la solución que importe defender como consecuencia de ese relato fáctico. Porque no hay que olvidar que muchos pleitos se ganan por los hechos, por saberlos contar. Y eso no es cosa que se aprenda memorizando textos. Es el resultado final de una experiencia ajena al estudio propiamente dicho. Es la conclusión que deriva de las lecturas hechas, la mayoría de las cuales poco o nada tendrán que ver con el Derecho.

El manejo adecuado de las técnicas y actitudes que he citado (aprender a buscar, a argumentar, a razonar...) conforman ya a un jurista, un intérprete, aunque no tenga todavía la experiencia profesional, que se adquiere con el propio ejercicio. Mientras tanto, bueno será insistir en este tipo de planteamientos. Y cuando se trata de estudiantes, puesto que nadie nace sabiendo, hay, ante todo, que aprender a aprender. Precisamente ese es el título de un libro de Juan Ramón Capella (Catedrático de Filosofía del Derecho), que resulta sumamente recomendable y que cito en la bibliografía general.

No siempre es fácil aprender. Porque no se trata de tomar apuntes, sino, como he dicho, de entender y, después, retener y más tarde aprender a expresarse. Esta es una cuestión fundamental. Aprender a redactar, a ejercitar la palabra escrita o la exposición oral. Aprender a contar hechos de manera precisa y clara, para facilitar la aplicación subsiguiente de la norma, para poder ubicar conceptos o regímenes. Y hacerlo poco a poco. Es una tarea que casi nunca se puede enseñar, que se adquiere, como he dicho, con la práctica, pero en la que las habilidades adquiridas antes de la Facultad resultan, con frecuencia, determinantes. Porque nadie aprende la primera vez y la primera vez es, en más ocasiones de las debidas, el día del inevitable examen. ¿Podría alguien pensar que la primera vez que salta o corre el atleta es el día de la competición?, ¿apostaría alguien por un resultado positivo en tales circunstancias? Y sin embargo es lo que con más frecuencia de la que sería deseable muchos hacen en un día, el del examen, en el que, a mi juicio, no se trata de tanto de verificar los conocimientos concretos aprendidos o, peor aún, memorizados, cuanto de comprobar la madurez de personas adultas en el estadio superior del proceso educativo.

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