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III. SOBRE EL DERECHO COMO REALIDAD CULTURAL
Оглавление1. El Derecho regula relaciones sociales, ya lo he dicho. Regula relaciones y eventuales conflictos entre personas. Entre padres e hijos, entre cónyuges, entre compradores y vendedores, clientes y establecimientos, patronos y empleados. Y por lo que ahora interesa, sobre todo, entre las Administraciones Públicas y los ciudadanos; entre el Poder y el individuo.
Partiendo de ese dato hay que decir que el Derecho es una norma, pero no cualquier norma. Es una regla de conducta pero no cualquier regla, sino, precisamente, una muy específica. Es aquella regla sancionada por el Poder público que conlleva o tiene detrás el poder coactivo del Estado. El Derecho es Poder, se ha dicho. Poder del Estado. Y es verdad. Tiene tras sí la fuerza coactiva del Estado de cuyas estructuras emana. Y en un Estado democrático la fuente del Derecho es el propio pueblo a través de sus representantes. De ahí que la norma suprema después de la Constitución sea siempre la norma emanada del Parlamento, esto es, la ley.
Por consiguiente, desde este punto de vista, el Derecho se puede definir o conceptualizar como una regla de conducta cuya inobservancia conlleva unas consecuencias que pueden ser impuestas coactivamente desde el Estado. Regla jurídica, pues, es igual a regla coactiva y con posibilidad de imponerse así por medio de los mecanismos que el Estado, que la ha generado, posee. Básicamente el poder judicial que actúa al servicio del Derecho, que interpreta, que aplica, que “dice ” el Derecho. De ahí que se utilice la expresión jurisdicción, juris-dictio, decir el Derecho para el caso concreto con independencia y con posibilidad, normalmente, de que otro juez controle, mediante un sistema de recursos, cualquier posible error.
2. Pero si esto es así, conviene hacer, en este punto dos tipos de consideraciones aclaratorias.
En primer lugar, que hay reglas de conducta que no son reglas jurídicas, porque no tienen esa nota coactiva del Estado que sostiene al Derecho. En efecto, la sociedad genera muchas reglas. Hay reglas sociales, morales, de costumbres, como hay también –ya se ha dicho– reglas jurídicas propiamente dichas.
La estructura de la norma jurídica es, en el fondo, idéntica a la de cualquier otra norma, sea ésta una norma social, religiosa o de uso. Unas y otras suponen una proposición, un imperativo, que si se desconoce acarrea alguna consecuencia. Una consecuencia en forma de condena o castigo, aunque ese correctivo se mantiene restringido al ámbito propio en el que norma se produce: el castigo paterno, la sanción religiosa, el alejamiento de los amigos o la exclusión social en el caso de las normas sociales.
Tenemos, por ejemplo, el caso de las reglas morales. Su incumplimiento supone, desde la propia, personal y subjetiva consideración ética o moral de cada cual, un desvalor, un reproche ético o religioso en el área o ámbito en el que personalmente se mueva el individuo. Pero no una sanción jurídica. O no necesariamente una sanción jurídica. Por eso, conviene separar los planos porque en una sociedad laica y plural –y el pluralismo es un valor constitucional y la laicidad un principio también constitucional a partir de la aconfesionalidad proclamada del Estado: art. 16.3 de la Constitución–pueden coexistir diversas sensibilidades morales o éticas que no se pueden jurídicamente imponer. Son reglas que apelan a las convicciones individuales y, como tales, en principio y salvo lo que luego se dirá, permanecen en el ámbito de lo individual.
Lo mismo sucede con las reglas o los usos sociales cuyo incumplimiento conlleva también un cierto reproche social, pero no una sanción jurídica. Pensemos en la moda o en ciertos comportamientos impuestos por las costumbres culturales. No ir a la moda o no vestir de una determinada manera o no comportarse de acuerdo con los usos sociales convencionales del momento puede implicar ser tachado de ridículo, de grosero, de raro. Puede implicar el vacío social, el rechazo del grupo... pero ello no necesariamente supone una sanción jurídica.
La norma jurídica también es un imperativo, pero se diferencia de las demás normas sociales, como ya se ha dicho, en que sólo ella tiene detrás el poder coactivo del Estado, esto es, que su incumplimiento o desconocimiento conlleva consecuencias impuestas por el Estado, que tiene a su servicio la coacción y el conjunto de aparatos estatales, entre los que destaca, como también se ha dicho, el aparato judicial.
Sucede, sin embargo, que estos tres planos –regla jurídica, regla moral, regla social-han sido con frecuencia intercambiables y no pocas veces se han mezclado. El Estado ha sido históricamente confesional y ha asumido como regla jurídica una determinada regla moral de carácter religioso. No sólo eso, sino que, además, junto a la asunción de una determinada regla moral o religiosa como norma jurídica, el Estado ha regulado también en otros tiempos como normas jurídicas –con sanción, por lo tanto– muchos ámbitos privados que hoy consideramos meras reglas sociales, de uso o de costumbre. Así, en algún momento histórico se ha regulado la moda, el luto y hasta la exteriorización de los sentimientos.
Frente a estos planteamientos, definitivamente superados en los Estados democráticos, hay que afirmar y recordar que el Derecho no es hoy más que la regla impuesta por el Estado, democráticamente elaborada, coactiva, diferente y separada, en principio, de la regla moral o la regla de uso. Pero separada sólo “en principio”. ¿Por qué? Porque la afirmación anterior de la independencia de la regla jurídica no quiere decir que el Derecho sea ajeno a consideraciones de tipo ético y moral, al orden de valores que llamamos justicia. Lo que sucede es que ese orden de valores se ha sustantivado de acuerdo con el común denominador de las gentes y el Derecho –que surge de la mayoría social de cada momento– asume por ello necesariamente los valores colectivos mayoritarios de una sociedad dada en un momento dado. Valores cambiantes que nacen en el seno de la propia sociedad y que se llevan al Derecho porque éste en una sociedad democrática nace justamente de la mayoría social que lo sustenta y se plasma en la mayoría parlamentaria.
Eso sí, como muchos de esos valores éticos y morales –culturales, en suma–, se plasman en las Constituciones y se convierten así también en límite y medida de las leyes que están subordinadas a ellas. Tal sucede con la Constitución española de 1978, cuyo Título I se refiere al orden de derechos y principios que podrían sintetizar muy bien los art. 1.1 y 10, y, en general, todo el Título dedicado a los derechos fundamentales. Así, el art. 1.1 establece:
“España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Y, por su parte, el art. 10 dispone:
“La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son el fundamento del orden político y de la paz social”.
3. La segunda observación que quería hacer en este punto tiene que ver otra vez con el carácter instrumental del Derecho al servicio de una idea de convivencia colectiva.
El Derecho es –decía– un conjunto de reglas de conducta cuya inobservancia implica una reacción, una sanción, unas consecuencias. Ahora bien, no se puede pensar que toda regla jurídica se cumple porque haya detrás un policía que vigila su observancia. Hay todo un ámbito de reglas jurídicas que suponen no ya la tolerancia, sino la vinculación de esas reglas a su cumplimiento voluntario y, por tanto, como ya ejemplificaba más atrás, a que sean socialmente asumidas.
A veces las normas jurídicas juegan un papel simbólico y acaso pedagógico, pero tardan en penetrar en el tejido social y es inútil –y a veces hasta contraproducente– intentar acelerar su efectiva aplicación. Pongamos un ejemplo. Hace más de treinta años, en 1988, se aprobó una norma estableciendo la prohibición de fumar en determinados lugares públicos. Era y es evidente que tal regla se podía imponer fácilmente en ciertos lugares cerrados como en el interior de algunos medios de transporte público; en un avión, por ejemplo. Pero, ¿de qué ha dependido que, poco a poco, se cumpliera de verdad en un Instituto, en una Universidad, en una oficina pública, en un sitio donde hay una gran aglomeración? ¿Hubo que poner decenas policías para vigilar su cumplimiento? No. Al final, la observancia de esa norma estuvo en su lenta asunción social, en su interiorización colectiva. Y, al final, aquel RD 192/1988, de 4 de marzo, acabó ratificándose con más solemnidad en forma de una Ley prohibitiva (la Ley 28/2005, de 26 de diciembre, de medidas sanitarias frente al tabaquismo) cuando lo que se regula y prohíbe ha sido ya culturalmente asumido, si no por todos, sí por muchos. En el legislador está mantener cierto equilibrio, proteger también a las minorías sin renunciar a la idea de fondo pretendida. Es decir, hay normas cuyo efectivo cumplimiento depende finalmente de que la regla jurídica sea también una regla de uso, una norma social. En el ejemplo de antes, cuando hay ya más no fumadores que fumadores, cuando está “mal visto” incumplirla, cuando ello conlleva, en algunos ámbitos, cierto reproche social. La norma era ciertamente una norma jurídica desde el principio, pero sólo excepcionalmente llegaba una sanción por su incumplimiento. Y sin dejar de ser Derecho ha acabado siendo también una norma social.
Hay, pues, todo un ámbito por debajo del cual, si no hay una asunción social, la norma jurídica está llamada al fracaso. Es todo el mundo de la reglamentación menor, pero a la postre la más cotidiana: la que regula los criterios de higiene en los establecimientos públicos, parte de la circulación vial, las ordenanzas de tipo estético, algunas normas de protección de los consumidores, las novedosas reglas de protección ambiental, las referidas a la protección de datos personales, etc., etc. La denuncia ciudadana puede ayudar a su exigencia, desde luego. La voluntad política de aplicarlas es condición necesaria. A veces serán los tribunales quienes fuercen la efectividad de la Ley como está pasando ya, poco a poco, con la normativa sobre el ruido. Pero será, sobre todo, la consideración de la norma jurídica como norma de conducta la que la interiorizará en el cuerpo social. A este respecto no me resisto a recordar una Orden Ministerial española de 10 de abril de 1924, nunca derogada expresamente, cuyo artículo único, con una gran ingenuidad, prohibía expresamente nada menos que... las recomendaciones. Ni que decir tiene cuál fue su destino por más que se tratara de una bienintencionada reglamentación. Y los ejemplos podrían multiplicarse hasta la actualidad.
Quiero decir entonces que el Derecho tiene que entroncar con la sensibilidad social. En ese margen de lo no destacado, de lo no sobresaliente, la eficacia del Derecho depende de la sociedad a la que se dirige. Depende de la propia cultura social y ciudadana. De la educación también. Por eso se dice que el Derecho es relativamente conservador. Porque normalmente va por detrás de los fenómenos sociales. A veces puede imponerse poco a poco a la realidad social, puede tirar de ella. Pero si el Derecho se separa mucho de la sensibilidad mayoritaria, de la cultura del momento, si es, en definitiva, irreal respecto del tejido social, por muy bienintencionado que sea, está llamado a incumplirse y entonces, al incumplirse en lo pequeño, aparece el peligro de que se incumpla también en lo más grave e importante y que la sociedad piense que es inútil y caiga con facilidad en la idea de que el Derecho no sirve para nada.
4. He dicho que, aun siendo eso así, como acabo de decir, el Derecho a veces puede tirar de la realidad, adelantarse a ella, encauzarla, orientarla. Y, al final, consolidarla. Es lo que pasó con normas que tuvieron una gran trascendencia social en los inicios de la transición democrática y que, miradas con recelo por una parte minoritaria de la población, acabaron por consolidarse no ya como normas de obligado cumplimiento sino como cotidianidad social al haber conseguido traspasar su contenido a la sensibilidad y a la práctica habitual de cada día. La norma sobre el uso del cinturón de seguridad en los vehículos podría ser un ejemplo. La del reciclaje de los residuos urbanos también. Y en otras ocasiones la norma por sí sola, sin una sanción detrás, juega un papel simbólico y pedagógico que en ocasiones se adelanta a su tiempo y se consolida. Sucede un poco lo mismo que con el lenguaje, que se consolida con su uso. Pero no puede imponerse desconectado demasiado de la sensibilidad del momento.
Voy a poner un ejemplo de norma no del todo asumida, en parte por no bien conocida. Me refiero a la ley de trasplantes de órganos de 1979 (la Ley 30/1979, de 27 octubre), según la cual “las personas presumiblemente sanas que falleciesen en accidente o como consecuencia ulterior de éste se considerarán, asimismo, como donantes, si no consta oposición expresa del fallecido” (art. 5.3). Sólo será necesaria la autorización del Juez al que corresponda el conocimiento de la causa, “el cual deberá concederla en aquellos casos en que la obtención de los órganos no obstaculizare la instrucción del sumario por aparecer debidamente justificadas las causas de la muerte”. Pero no es necesaria la autorización familiar porque según esa Ley todos los españoles, en caso de fallecimiento por accidente, somos donantes si no hemos hecho antes una manifestación en contrario. De modo que, según esa norma, no se precisa autorización de la familia para extraer a un fallecido en accidente órganos útiles para otra persona. Una ley, pues, muy avanzada para su época. Pero una Ley que a pesar de sus más de cuarenta años de vigencia no se aplica en su literalidad. Porque no hay cirujano que asuma la iniciativa de extraer un órgano sin permiso, en principio, innecesario, de la familia del fallecido. ¿Por qué? Sobre todo, porque los familiares, si están en desacuerdo, pueden ir a la prensa y la noticia puede salir en los periódicos en términos escandalosos. Y como no es conocido el contenido de la norma, el resultado seguramente sería un retroceso en la sensibilidad social acerca de la donación de órganos y quizá unas consecuencias en sentido diametralmente opuesto a las queridas por la ley.
A veces, como digo, el Derecho juega un papel simbólico y pedagógico importante. Como ejemplo de ese papel podría citar ahora una de las primeras y menos conocidas leyes de la democracia española. La de 3 de noviembre de 1978, que ordenaba tirar las tapias interiores de los cementerios municipales; tapias que hasta entonces separaban a los españoles aun después de muertos según sus creencias en vida. De un lado el cementerio católico; más allá el de los demás. Pero en un espacio que era de propiedad pública, municipal. El derribo de las tapias supuso igualar a todos en la muerte, más allá de las creencias en la vida.
En resumen, el Derecho como regla distinta de la moral o de las convenciones sociales. Pero regla sólo relativamente distinta porque es una regla nacida en, vinculada por y conectada a la sociedad a la que sirve. A la que sirve, digo, no a la que se le impone, porque en una sociedad democrática es la sociedad la que se da el Derecho a sí misma a través del instrumento de la representación parlamentaria. Los ciudadanos eligen parlamentarios una de cuyas funciones principales es, precisamente, elaborar las normas del máximo rango, esto es, las leyes. La Ley, la norma, el Derecho es así, como ya he dicho, una realidad cultural.