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VII. EL DERECHO PÚBLICO COMO INSTRUMENTO DE CONTROL DEL PODER

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1. En el caso del Derecho Público se trata también de un instrumento de control del poder. En particular, en el caso del Derecho Administrativo esa finalidad está en su misma esencia y es el relato de una parte importante de su propia historia.

El Derecho Administrativo, de un lado, proporciona ciertamente instrumentos de acción a la Administración para permitirle cumplir sus tareas de interés general. Las potestades que la Ley atribuye a las Administraciones Públicas y que no tenemos, desde luego, los ciudadanos normales obedecen a esa idea de remoción de obstáculos que se plasma en el art. 9.2 de la Constitución. Así, la potestad reglamentaria, la potestad sancionatoria, la recaudatoria, la expropiatoria o la presunción de validez de los actos administrativos hasta que la propia Administración o un juez no los anule... son, todos ellos, instrumentos nacidos de la historia y plasmados en las leyes que proporcionan a la Administración un conjunto de poderes concretos que se imponen coactivamente a los ciudadanos y que se justifican en las finalidades públicas que la Administración encarna.

Pero ese mismo Derecho es, sobre todo y al mismo tiempo, un conjunto de técnicas de control y garantía (el procedimiento administrativo con el que deben adoptarse las decisiones, los recursos, la jurisdicción contencioso-administrativa, la responsabilidad patrimonial...); técnicas a las que se somete toda la acción pública, de manera que dicha acción pueda ser controlada para garantizar los derechos de los ciudadanos y la adecuación de la actividad pública a los postulados de la Ley.

Puede concluirse, por tanto, diciendo que el Derecho en general y el Derecho Administrativo, en particular, constituye el más importante instrumento de control del Poder y de garantía de los ciudadanos. Porque ese Derecho es, a la vez, límite y medida del Poder.

Ahí aparece entonces la idea de equilibrio. Porque se trata, en efecto, de regular las relaciones con los Poderes públicos en términos de equilibrio de manera que los intereses públicos que la Administración representa se compaginen y cohonesten con los derechos e intereses de los particulares. Eso supone que la regulación de la actividad pública se lleve a cabo desde unos postulados básicos que se concitan en torno a una expresión clásica: el Estado de Derecho.

2. El presupuesto actual del Derecho Administrativo como Derecho Público del Estado por excelencia es el Estado de Derecho; expresión que no se refiere, como a veces se entiende, a un Estado donde hay Derecho porque en todos los Estados y aun en todas las sociedades lo hay (ubi societas, ibi ius, donde hay sociedad, hay Derecho) y, sin embargo, no todos los Estados son Estados de Derecho. Esta expresión es una condensación histórica que genéricamente se identifica con la democracia y supone algo mucho más preciso. Sin perjuicio de que desarrolle algo más estas ideas en el Capítulo siguiente importa recordar ahora sucintamente las notas más destacadas de la idea de Estado de Derecho. Dichas notas son:

a) El imperio de la Ley, esto es, un Estado en el que rige el principio de legalidad; en el que la ley es la norma suprema, pero en el que esa ley emana de la voluntad popular a través de un Parlamento elegido por medio de elecciones periódicas en las que el voto sea universal, libre, igual, directo y secreto.

b) El principio de separación de poderes, de manera cada uno de ellos (Poder legislativo, el Gobierno o Poder Ejecutivo y el Poder judicial) tengan su propio ámbito de actuación.

c) La garantía procesal de los derechos fundamentales, esto es, un Estado en cuya Constitución se proclama una lista de derechos fundamentales, que pueden ser defendidos ante órganos jurisdiccionales independientes.

d) Y, finalmente, un Estado donde es posible el control judicial de toda la actividad de las Administraciones Públicas, como quiere y proclama expresamente el art. 106.1 de la Constitución.

En definitiva, algo muy cercano a lo que el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789 decía para significar cuándo no hay Constitución: “Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada y la separación de poderes determinada, no tiene en absoluto Constitución”; n’a point de Constitution, afirmaba en términos enfáticos.

Es el mismo concepto de democracia que se diluye, como he dicho, en la propia idea del Estado de Derecho y que plasma muy bien una frase, de hace más de medio siglo, del gran administrativista francés Jean Rivero cuando afirma: se tiene la costumbre de considerar a la democracia como un modo de designación del poder que se satisface cuando la fuente de la autoridad, directa o indirectamente, se vincula a la soberanía del pueblo manifestada en la elección. Pero esto sería poco –añadía– si la democracia no fuera también un modo de ejercicio del poder y si el que decide “en nombre del pueblo” lo hiciera del mismo modo y con los mismos esquemas que el servidor de un monarca absoluto.

En ese tipo de Estado es en el que viven las sociedades modernas. Un Estado que no es perfecto nunca porque siempre hay disfunciones, corruptelas y abusos. Un Estado con todas las insuficiencias de las obras humanas y todas sus disfunciones, pero un Estado en el que los hombres son dueños de su propio destino plasmado en un conjunto de pautas y normas jurídicas que ellos mismos pueden modificar, cambiar o derogar.

Ese tipo de Estado, nunca completado y perfecto, empezó a gestarse en el momento en que se produjo uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad; un momento que hay que ubicar en la época de la Ilustración y en el origen del constitucionalismo. El hombre, que hasta ese momento se consideraba objeto del Derecho, se convierte en sujeto del mismo, autor del Derecho, su constructor y artífice. Precisamente por ello el Derecho es cambiante. Se modifica, se sustituye y se deroga. Lo cambian, modifican y derogan los hombres. Esto es, el legislador. Es decir, los Parlamentos, donde se plasma la representación más o menos fiel del conjunto de la sociedad.

Así, pues, el Derecho, la solución de los conflictos, la articulación de la convivencia entre particulares, las relaciones con los entes públicos, es cosa de los hombres. Ellos son los dueños de ese destino que les hace superar la condición de súbditos y objetos. Y como no es posible decidirlo todo en común convienen entregar por un tiempo su representación para que otros –que pueden cambiar cada cuatro años mediante elecciones– decidan por ellos, reservándose, no obstante, algo que no delegan, ni abandonan, ni ceden: el núcleo esencial de los derechos fundamentales que lucen hoy en el texto de muchas Constituciones y desde luego, por fortuna, en el de la española de 1978.

Se logra así, en teoría, la doble finalidad del Derecho: la finalidad de articular las relaciones sociales y la de controlar al poder.

Llegamos así al final de este gran apartado preliminar sobre el Derecho antes de hablar del Derecho Administrativo. ¿Para qué sirve el Derecho?, nos preguntábamos al principio. Decir que para nada es probablemente fruto de la ignorancia. Decir que lo arregla todo es un espejismo de la inmadurez. Porque el Derecho por sí mismo no hace carreteras, ni mejora el correo, ni facilita milagrosamente la calidad de la sanidad pública. Pero puede evitar que se dilapide el dinero público y controla al Poder, establece mecanismos de organización social y atribuye facultades de gestión que posibiliten esa misma eficacia.

El Derecho es sólo un marco, un instrumento, que, como todo instrumento, sirve para un fin, en este caso para un fin colectivo. Pero como a todo instrumento se le debe ser cuidar, conocer, afinar, reformar, aprender a utilizarlo, preocuparse por él y, después, si es preciso, criticarlo, decir que ya no sirve y si es así, hacer lo posible por cambiarlo. La crítica global y generalizada, sin más, por su epidermis, por sus disfunciones, sin tener en cuenta otros datos, es pura y simplemente demagogia. El conocimiento aséptico, sin preguntarse para qué sirve, de dónde trae causa, cuál es su funcionalidad, su eficacia, su operatividad es una actitud pedestre y leguleya. Una vez más se impone el equilibrio. Primero conocer para después juzgar.

Al servicio del Derecho están muchas instituciones que a veces decepcionan. Empezando por la Universidad, el Parlamento, los tribunales, los jueces y abogados. Pero el hecho de que a veces algunas de estas instituciones decepcionen no limita un ápice el valor del Derecho, como no limita el valor de la medicina, por volver a uno de los símiles iniciales, alguna mala praxis, la incorrecta prestación o la ocasional deficiente organización.

Como todas las demás obras humanas es en el día a día donde se hacen verdad, con sus desfallecimientos y sus derrotas, las grandes palabras. Las grandes y hermosas palabras de las Constituciones pasan luego por el tamiz de la norma y la sentencia, del informe o la demanda, es decir, de la técnica para hacerse reales. Pasan por la interpretación lógica, por la contextualización, por la idea del fin, por el procedimiento, esto es, por los instrumentos tradicionales del jurista. Y es que la técnica, el procedimiento y las formas resultan imprescindibles y son necesarias porque son las que proporcionan fijeza y dan seguridad. Pero el Derecho no es sólo técnica, como tampoco pleitos, conflictos y Sentencias. La norma no se agota en el pleito. Es más bien su fracaso, aunque la propia norma se nutre de la experiencia de ese mismo fracaso e incorpora nuevos datos a su vida futura...

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