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IV. EL DERECHO COMO REALIDAD POLÍTICA

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1. Lo que acabo de señalar puede hacer comprender mejor la segunda idea que señalaba al comienzo. El Derecho no se explica a sí mismo. Hay que explicarlo y comprenderlo en función de la historia y de la realidad. Es necesario también interpretarlo en función de esa historia y de la realidad política, social y económica a la que sirve y en la que se desenvuelve. A ello se refiere entre nosotros el Código Civil cuando afirma en su art. 3 que las normas “se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas”.

Por eso son tan difíciles las importaciones acríticas de instituciones jurídicas de un país a otro. Porque se puede trasplantar el texto, pero no tanto la realidad, las circunstancias y la sociedad en que surgió. Por eso también una misma norma puede interpretarse de manera diferente en cada tiempo, aunque la norma no haya cambiado. Y en cada sociedad, aunque la norma diga aparentemente lo mismo.

Por ejemplo, el Código Civil español, cuya primera versión es de 1889, alude muchas veces a la “diligencia de un buen padre de familia” para referirse al comportamiento que deben tener los diferentes operadores sociales. Así, entre otros, los arts. 270, 497, 1094, 1104, 1719, 1788, 1801 o 1867. Pero cabe preguntarse, ¿qué es ser un buen padre de familia?, ¿acaso el comportamiento o la diligencia que se presume a un “buen padre” es la misma en la época del Código, esto es, a finales del siglo XIX que a principios del siglo XXI?, ¿será acaso lo mismo?, ¿no habrá distintas percepciones?, ¿Es que acaso es lo mismo una sociedad agraria y rural, como era mayoritariamente la española en el momento en que se dicta el Código, que la sociedad industrial y predominantemente urbana de nuestros días?

Lo mismo se puede decir de muchos otros ámbitos. Por ejemplo, ante el hoy ya desaparecido delito de escándalo público, cabía preguntarse, ¿qué era escándalo público?, ¿lo relacionado con la moral pública o individual?, ¿sólo lo vinculado a la moral sexual? Y si era así, ¿escandalizaban igual las mismas cosas en 1930 que cincuenta años después, cuando se suprime el tipo?

He ahí ya un componente histórico de las diferencias de percepción que implica necesariamente el tiempo.

Lo podemos ver en múltiples ejemplos. Cuando la vieja ley de aguas española de 1879 –ya derogada– establecía, supuesta la escasez, una prioridad de los riegos sobre la industria, se estaba pensando en una realidad agraria. La que había. En términos parecidos, nada hay que oponer al hecho de que, si hay escasez, entre el agua para el consumo humano y el agua para la industria debe priorizarse el consumo humano. Aunque, a veces, surge la pregunta, ¿cómo lograrlo si el agua para muchas industrias no deriva de una concesión propia, sino que se integra, como aprovechamiento múltiple, en el agua que llega por los grifos del abastecimiento municipal?

Preguntas y cuestiones parecidas cabe plantear, por ejemplo, en relación con el Derecho minero. Hasta un determinado momento sólo podían ser concesionarios de minas los españoles, pero en 1958 se aprueba una ley de hidrocarburos pensando en la posibilidad de que hubiera petróleo en nuestro suelo. Y aparecen las sociedades extranjeras como posibles concesionarios. ¿Por qué se cambia la norma? Puede que hubiera otras razones, pero una de gran peso era que no había tecnología suficiente en el país para la exploración y explotación de estas específicas sustancias y se imponía por eso la liberalización.

La historia es también la explicación de muchos fenómenos o instituciones jurídicas. El plazo de cuatro años que tiene la Administración para revocar ciertos actos anulables procede de las Partidas de Alfonso X el Sabio y es el mismo que se otorgaba a los menores de edad para reclamar la restitución de lo perdido con engaño, como mecanismo de defensa de sus intereses. El límite de los 99 años de ciertas concesiones se vincula al Derecho canónico porque se pensaba que más allá la concesión podía devenir propiedad ya que esos años son, simbólicamente, la memoria viva de los hombres, esto es, la memoria de tres generaciones cifradas cada una en 33 años, los años de Cristo. Más allá de esa fecha está ya lo “inmemorial”, lo que está más lejos de la memoria viva, una historia ya no vivida sino transmitida por terceros. Y no constatable tan fácilmente...

Sólo desde la historia comprendemos también situaciones asumidas con normalidad en nuestros días: los montes “del común de los vecinos”, el régimen del concejo abierto, el origen de algunos latifundios, la funcionalidad de la letra de cambio, la ficción de la personalidad jurídica, numerosas instituciones del derecho privado...

Otras veces se trata de reglas que han estado vigentes y calaron socialmente pero que ya no lo están, aunque sigan erróneamente presentes de generación en generación como si estuvieran vivas. Así, en muchos pueblos la gente piensa todavía que se puede construir una altura que suponga el doble de la anchura de la calle, pocos piensan que las sepulturas o los puestos de los mercados no sean “suyos” y en muchos lugares los propietarios se preocupan más de que sus fincas consten en el Catastro (que es un registro de carácter fiscal) que en el Registro de la propiedad (que tiene una destacadísima función defensiva y garantizadora del propietario inscrito) porque siguen creyendo erróneamente que aquél (más cercano) “vale” más que éste...

Así, pues, el Derecho no se explica a sí mismo. No es un algo dado lógico y frío, al margen de la realidad. Es ella, la realidad, la que lo condiciona.

2. Si el Derecho no se explica a sí mismo; si hay que tener en cuenta la historia y la realidad, inmediatamente hay que apuntar otra idea que señalaba también al principio. El Derecho es político porque el Derecho es Poder. Solventa conflictos de intereses donde se entremezclan, con frecuencia, tendencias y finalidades ideológicas que son también, claro está, objetivos políticos que la norma pretende conseguir. Esto es, la norma prima o grava una alternativa sobre otra, hace prevalecer unos intereses sobre otros; tiene siempre un criterio finalista, una guía que conecta, al final, con los principios y valores constitucionales que unas veces son límite y otra finalidad.

Ahora bien, esos valores y principios constitucionales no suelen ser rígidos, sino que, por lo general, constituyen un amplio paraguas dentro del cual caben políticas legislativas de muy distinto signo, con contenidos dispares, con énfasis diferentes y prioridades distintas que, al final, dependen siempre de las mayorías parlamentarias que proporcionan los resultados electorales.

3. La norma, junto con los principios que la sustentan, es lo que llamamos Ordenamiento Jurídico, una expresión que apunta a algo más que a la estricta suma acumulativa de las leyes y textos normativos. Se refiere también a los principios. Cuando hablamos del Derecho hablamos, pues, del Ordenamiento Jurídico. A ello se refiere la Constitución cuando alude a los valores del Ordenamiento jurídico (art. 1.1), cuando afirma que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución “y al resto del ordenamiento jurídico” (art. 9.1) o cuando proclama que la Administración actúa sometida “a la Ley y al Derecho” (art. 103.1). Un Derecho que, en su concreción legislativa busca, como he dicho, conseguir objetivos y finalidades políticas. Es en ese sentido en el que se afirma que el Derecho es político porque tiende a primar unos fines sobre otros con el límite o tope de la propia Constitución.

Conviene, con todo, hacer una precisión porque en un momento en que tan devaluada está entre nosotros la expresión de lo “político” lo que acabo de decir puede malentenderse o entenderse en términos miopes. Y es que no me refiero a la utilización partidista de lo jurídico. Tampoco me refiero al uso del Derecho como poder desnudo, porque eso es la negación misma del Derecho. Lo que quiero decir es que la norma jurídica, coactiva, legitimada por su origen democrático, cumple finalidades; finalidades que no son neutrales, ni asépticas, ni caídas del cielo, sino que tienden a conseguir objetivos y, en ese sentido, al tratarse de objetivos colectivos, se trata de objetivos políticos. No hay ninguna regla jurídica que no responda a ello, aunque a veces no se observe en su epidermis, en su superficialidad. Toda norma jurídica obedece a una razón, a un fin. No es casual. Tiende a un resultado con arreglo al cual el Poder se legitima y pretende conectar también con las mayorías sociales.

Pongamos un ejemplo alejado de lo que normalmente se considera en la calle una cuestión “política” para ver que, también ahí, existe siempre un objetivo político concreto.

Hay en el mundo tres sistemas de atribución de la propiedad de las minas. En unos países las minas son del descubridor. En otros del dueño del suelo bajo el que están. En otros, finalmente, son propiedad del Estado y, antes, regalías del Rey. En nuestro país este último es el régimen de las minas y así lo fue siempre, quizá porque se trata de un país viejo en el que desde la época de los romanos se conocía ya la existencia de muchas de esas minas y no hacía falta fomentar y propiciar la aventura de descubrirlas. Pero en otros países sucede lo contrario. Había que fomentar el descubrimiento, la iniciativa. Conocemos así por el cine la historia del Far-West donde la mina y la tierra se atribuían al descubridor como mecanismo de una política de asentamientos y de emigración hacia las nuevas tierras del Oeste americano. Las minas son entonces del descubridor y el Derecho sanciona esa decisión. Es más o menos la misma razón de fondo que se halla en la política de repoblación que se activó en España al menos en dos momentos de su historia. En los siglos IX al XIII (en el momento de la llamada Reconquista cuando las tropas cristianas bajaban hacia el sur ocupando un terreno que inmediatamente había que consolidar repoblándolo) y luego, mucho más tarde, en la época del rey Carlos III, a finales ya del siglo XVIII, para luchar contra el bandidaje en los caminos y repoblar la tierra. Repoblación, por cierto, hecha en parte con gentes de origen alemán, lo que explica que haya todavía tantas personas rubias en esa zona del norte andaluz, en la llamada Sierra Morena.

Esa misma idea de incentivación está en el origen de las modernas normas de defensa del medio ambiente, de localización industrial o de reconversión de actividades económicas.

Toda norma tiende, pues, a lograr objetivos, sea en el ámbito de la política agrícola, comercial, industrial, urbanística o, en un ámbito todavía más concreto, en la política de arrendamientos. Este es, por cierto, un excelente ejemplo gráfico de lo que antes decía: el conflicto de intereses. En este caso el conflicto potencial entre propietarios e inquilinos cuyo equilibrio no es nada fácil de hallar como lo demuestra la alternativa dificultad de las sucesivas reformas, a lo que se une el dato ya no infrecuente de que haya personas que tengan en sí mismas intereses contrapuestos: son propietarios en un sitio, pero acaso arrendatarios en otro lugar...

4. Pero el Derecho así concebido, como poder, como técnica para lograr objetivos sociales e implantar soluciones a conflictos e intereses concretos, pretende ser justo y ponderado, es decir, pretende incorporar valores de justicia material que traen causa normalmente de postulados constitucionales como los que lucen en el Preámbulo de nuestra Constitución. Y para ello, como ha destacado E. García de Enterría, se monta en gran medida sobre la base de lo que denominamos instituciones.

Se llama institución a un conjunto de relaciones sociales y al bloque normativo unitario que las regula. He ahí las verdaderas unidades de la vida jurídica. El contrato, el matrimonio, el testamento, la expropiación, el servicio público, el acto administrativo, la concesión, la responsabilidad son instituciones cuya regulación se construye a partir de un conjunto de principios. Pero no de principios anteriores al Derecho, no de principios que estarían ahí desde la noche de los tiempos sino de principios que emanan de las propias instituciones, que son inmanentes a ellas, que plasman su profundo sentido. Principios que organizan las normas, que les dan vida propia y que proporcionan a las reglas concretas que las regulan (es decir, al Código Civil, a la ley de contratos, a la ley de expropiación, a la norma que sea) líneas de solución a los variados problemas y situaciones que aquéllas no pueden contemplar en todo su casuismo. Esos principios trascienden a las normas y son, como ha señalado el propio García de Enterría, los auténticos nódulos de condensación de valores ético-sociales, esto es, el lugar donde se juntan y anudan el mundo formal de las normas jurídicas y el de los valores de la justicia material.

Son los principios los que evitan que una norma se agote, los que explican su razón de ser, los que le sirven de sustento, los que permiten que no haya que modificarla a las primeras de cambio. La idea del equilibrio en el contrato, la del justiprecio en la expropiación, la del funcionamiento regular y continuo en el servicio público, la de la interpretación sistemática, la de las finalidades de la responsabilidad...

Es así, bajo este prisma y punto de vista, como hay que matizar lo que se dijo al principio de la separación entre la regla jurídica y la regla moral. Porque a la postre la regla jurídica obedece a los valores éticos, morales y culturales de una sociedad dada; valores que, como ya he dicho, muchas veces son explícitos y constan con frecuencia en los textos de las modernas Constituciones e incluso en las grandes declaraciones internacionales como la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, de 1948, la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, del Consejo de Europa, de 1950 o, bien recientemente, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, de 2001...

Ahora es cuando aparece el jurista como algo distinto al leguleyo al uso. Y es desde este punto de vista desde el que se pueden rechazar las conocidas y muy citadas palabras del fiscal Julius H. von Kirchmann (“Tres palabras rectificadoras del legislador convierten en basura bibliotecas enteras...”). Se trata de una frase contundente y aparentemente poderosa, pero que, sin embargo, encubre una cierta falacia desde una concepción institucional del Derecho. Porque la norma puede cambiar en su singularidad sin que cambien los principios. Porque la norma puede cambiar en sus detalles sin que se modifiquen sus fundamentos valorativos. Cuando cambia verdaderamente el Derecho es cuando cambian los principios que sostienen el Derecho puesto, el Derecho positivo. Entonces sí, entonces, cuando se producen grandes cambios sociales puede muy bien suceder lo contrario: que una vieja norma sea leída, interpretada y aplicada a la luz de los nuevos valores y en la práctica acabe o pueda acabar diciendo lo contrario que antes. De ahí la importancia de legislar bien, lo que nos introduce en un tema que ahora no es posible desarrollar.

5. Volvamos al hilo principal del discurso. Desde esta concepción institucional del Derecho que sirve a los valores éticos de una sociedad dada es desde la que quisiera hacer una observación adicional acerca de la tan generalizada idea de la separación entre lo que se supone que es la “teoría” y lo que se supone que es “la práctica”.

Hay empezar por eso recordando que el Derecho no puede despegarse de la realidad convertido en un saber abstracto, desprovisto de finalidades concretas y desgajado de las necesidades sociales, aunque la conceptualización sea necesaria, por lo que luego diré. La “lucha por el Derecho”, por emplear una clásica expresión del gran romanista von Ihering, tiene diversos aspectos y perspectivas. El círculo formado por el legislador que aprueba la ley, el Ejecutivo que dicta el reglamento y lo aplica, el abogado que defiende y postula, el juez que resuelve y la doctrina que crea conceptos, comenta o crítica, es un círculo que propicia interacciones mutuas y que recibe influencias recíprocas haciendo avanzar la interpretación en consonancia con el tiempo, consolidando lo hecho (es decir, siendo un factor de conservación y de fijeza) pero a la vez, por su propia dinámica, convirtiéndose en un elemento dialéctico de cambio y de progreso.

Ese ha sido y en cierto modo es justamente el papel del Derecho, por ejemplo, en la construcción de Europa, en la consolidación de las instituciones de la Unión Europea. Las decisiones iniciales las toman los políticos, los Jefes de Estado y de Gobierno, pero esas decisiones se formalizan después en normas jurídicas y a su servicio existe un Tribunal “ad hoc”, el Tribunal de Justicia de la Unión sin cuya encomiable labor seguramente no se hubieran consolidado los avances. De ahí que pueda decirse ya hoy que Europa, además de una realidad económica (con una política monetaria única plasmada físicamente en una moneda, el euro), es también un fenómeno cultural, una creación del Derecho, que debe lograr lo que las armas, la sangre y las guerras que jalonan su historia no consiguieron nunca.

Pues bien, por ese papel interdependiente de todos los operadores jurídicos, no cabe una visión unilateral del Derecho como teoría o como práctica. Porque todo trabajo jurídico que pueda ser clasificado exclusivamente como teórico o exclusivamente como práctico es un mal trabajo jurídico. Toda práctica, conscientemente o no, se basa en una teoría y toda teoría digna de tal nombre conduce a alguna consecuencia práctica. Lo demás no es práctica, es practicismo, es decir, técnica susceptible de repetición mecánica. ¿Por qué –se preguntaba el hacendista italiano Einaudi– el capataz no contrapone su práctica a la teoría del ingeniero, excepto cuando resulta evidente la inexperiencia de éste? Pues casi lo mismo cabe decir de las distintas profesiones jurídicas.

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