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Pero este se habia trasformado; la palmera se inclinaba bajo el peso de los dátiles, la fuente brotaba de su pié, y la laguna estaba henchida de peces. Allah habia retirado de él su maldicion.

Abu-Kalek creyó que habia sido un sueño cuanto habia visto en el alcázar encantado; hizo la ablucion en la fuente, oró, cogió algunos dátiles, y se sentó á comerlos al pié de la palmera; á poco se le presentó un viejo acompañado de algunos árabes.

—¿Eres tú el morabhita Abu-Kalek el de Granada? le preguntaron.

—Sí, ¿qué quereis de mí? contestó el morabhita mirando á aquellos que le parecieron hombres y no eran otra cosa que genios.

—Sabemos, dijo el que le habia preguntado, que necesitas un alcázar.

Abu-Kalek miró estupefacto al genio y dejó de comer los dátiles.

—Sí, un alcázar y un mirab, para que more ahora y hable á Dios cuando conozca la ley, el príncipe que te han entregado.

Un débil vaguido salió de la gruta, donde al escucharlo entró presuroso el morabhita.

Su asombro fué inexplicable al ver sobre el césped, y en su cunita de aloe, el mismo niño que habia creido ver en sueños, sonriéndole y tendiendo hácia él sus bracitos.

En el fondo de la gruta, inmóvil, con el cuello erguido y la mirada centelleante, el corcel de batalla de Boabdil, mostraba sobre su espalda el cíngulo de Rhadhyah, la corona, el caftan y las armas del rey.

—¡No era sueño! exclamó Abu-Kalek en el colmo de la admiracion.

—Elige el sitio donde hemos de edificar el alcázar, exclamaron los genios que se habian agrupado á su alrededor.

Abu-Kalek se entristeció.

—No poseo más que mi alquicel, mi arco, dijo, y no tengo con qué pagar vuestro trabajo.

—Pagados estamos, repuso un genio, y tanto, que una vez concluido el palacio, pondrémos en él un tesoro, ricos divanes, alfombras de Persia y hermosos esclavos.

—Sea así, puesto que Allah lo quiere, dijo Abu-Kalek, saliendo de la gruta.

Atravesó el valle y subió á la montaña más cercana; volaban allí auras fresquísimas; despeñábanse claros arroyos, y desde la cima la vista se deleitaba contemplando los verdes campos, los montes rojizos, los horizontes azules de una tierra alumbrada por un sol brillante, girando en un espacio diáfano sin nubes ni neblinas; desde allí se veian, perdidas en la profunda garganta, la altísima palmera, la tersa laguna y la oscura gruta del valle.

—Aquí, dijo Abu-Kalek, clavando su arco en lo más alto de la cima.

Historia de los siete murciélagos, leyenda árabe

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