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XII.

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Entre tanto habia llegado á una sala más extensa que las otras; el pavimento era de riquísimo mosáico; los muros abiertos por alhamís con ajimeces en el fondo, eran altísimos y adornados de labor persa y caprichosos trasparentes por los cuales penetraba una ténue luz; la puerta arqueada con más gracia que las cejas de una hurí, dejaba ver un ancho patio y en él un dilatado estanque de mármol donde flotaban blancos cisnes y nadaban peces brillantes como el oro, rojos como la púrpura, y blancos como el velo de una vírgen esclava.

—No, no es la Alhambra de mis padres, exclamó Abu-Kalek mirando al campo desde uno de los ajimeces; si fuera ella, veria desde aquí el barrio de las gentes de Baeza[14], y el alegre Generalife dominando los cármenes de Aynadamar, y el Darro arrastrando entre ellos sus arenas de oro, Granada apoyando sus muros en la vega, y más allá Sierra Elvira y los montes de Loja por junto á los cuales se desliza el Genil. ¡No! ¡Esta es la Alhambra de los genios! ¡La Alhambra del Hadjaz! ¡Qué poderoso eres Allah, que con una mirada de tus ojos puedes reproducir la más hermosa de tus maravillas!

El morabhita se alejó suspirando del ajimez, atravesó retretes y galerías, y salió del alcázar; dirigióse á la gruta, tomó entre sus brazos la cunita que contenia al infante, y desandando el mismo camino, la depositó en el retrete de los ajimeces; el caballo de batalla de Boabdil le habia seguido, y se detuvo quedando otra vez inmóvil como una estátua junto al estanque donde flotaban los cisnes y nadaban los peces de colores.

—Aquí morarás, Aben-al-Malek (Hijo del rey), exclamó el anciano dirigiéndose al niño; el morabhita en la gruta del valle; pero subirá cada vez que el sol aparezca, para enseñarte la palabra de Dios y hacerte buen muslim y buen caballero.

Y así sucedió: los genios guardaban el alcázar, y servian al príncipe Aben-al-Malek, como jamás ha sido servido príncipe alguno; ofrecíanle los más exquisitos manjares, los perfumes más suaves, los lechos más frescos y regalados, donde velaban su sueño halagándole con sus alas invisibles: Abu-Kalek pasaba todo el dia á su lado, desarrollando en él las dotes que debe poseer todo buen muslim: temor de Dios, generosidad y valentía. Cuando el príncipe llegó á la edad de doce años, descifraba como un faquí los misterios del libro de Dios; cabalgaba sobre caballos salvajes; esgrimia la lanza como un Almorabhid; manejaba el alfanje como un Abencerraje; cogia una sortija á la carrera como un Zenete, y ponia una saeta á larga distancia en el blanco como un Scita; componia elegantes versos, tañia maravillosamente todo género de instrumentos y cantaba á la perfeccion: era hermoso como Rhadhyah y valiente y fiero como Boabdil.

Abu-Kalek, que observaba la vida más austera en la gruta, durmiendo sobre la yerba y comiendo los peces que pescaba con gran paciencia en la laguna, se contristó al ver que habia llegado la época de separarse de Aben-al-Malek, á quien amaba con toda la ternura de un padre: á pesar de esto, el dia que señaló nueve años despues del en que el príncipe fué confiado á su fidelidad, fué á una oscura estancia del alcázar, donde se guardaba en dos jarrones de porcelana un innumerable tesoro, le cargó sobre dos camellos, montó en un asno y llevando á su lado á Aben-al-Malek, ginete en un poderoso caballo, abandonó el alcázar y se dirigió lentamente á la Meca.

Historia de los siete murciélagos, leyenda árabe

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