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IV.

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Una tarde el rey Al-Hhamar descendia solo y fatigado de la caza por las vertientes del cerro del Sol: los lejanos montes estaban iluminados por la roja lumbre que acompaña al ocaso; las errantes estrellas aparecian lentamente y las alondras volaban á su nido.

El rey descendió aún hasta la distancia de un tiro de saeta, y se sentó al pié de un sauce, en la cumbre de una colina.

Las distantes montañas, la vega y la ciudad se presentaron á su vista: un vapor blanco y trasparente se levantaba de los campos: un silencio profundo acompañaba al crepúsculo y derramaba una dulce melancolía en el alma del rey.

«Allí está mi pueblo, dijo mirando la ciudad; allí mi campo de batalla, añadió señalando las lejanas fronteras; allí mi alcázar, y volvió los ojos á la Casa del Gallo, situada en lo más alto del Albaicin; mis guerreros son innumerables como las hojas que arrastra el viento del invierno, y los cristianos caen bajo el filo de mi espada como las mieses bajo la hoz del segador, porque Dios ha fortalecido mi brazo; la fama de mi nombre llena los hemisferios y no hay vida tan larga que baste á poder contar mis tesoros; para mí son las perlas del mar; los perfumes de Alejandría, el oro de la India, y la hermosura de las mujeres de Oriente; si tanto me ha dado Allah, ¿por qué su paz no es conmigo y siento en mi alma una tristeza profunda que hace mis dias sombríos y mis noches sin sueño?»

En el momento en que el rey se abismaba, no encontrando una explicacion al misterio de su tristeza, una gacela blanca y gentil, apareció trotando por el recuesto de la colina, se detuvo al ver al rey, elevó la esbelta cabeza en ademan de la mayor atencion, é instantáneamente se lanzó á la carrera, pasando por delante del rey con la velocidad del Borac[20].

Aunque profundamente distraido Al-Hhamar, se apercibió de la huida de la gacela y corrió tras ella; la bestiecilla descendió por la parte opuesta á la ciudad, entró en un barranco y penetró en una cueva; tras ella entró el rey que era uno de los cazadores más incansables y valientes de su tiempo; reinaba una oscuridad profunda y un silencio pavoroso; no se oia otra cosa que el seco y rápido ruido de la carrera de la gacela y de la potente carrera de Al-Hhamar, y así corrieron el hombre tras la bestia, bajando siempre y siempre en las tinieblas, sobre un pavimento duro y liso como una roca abrillantada.

Parecia aquel un camino sin fin cubierto por tinieblas eternas, y era necesario poseer un corazon tan firme como el de Al-Hhamar, para no estremecerse de terror en aquella resbaladiza pendiente siguiendo siempre á la gacela fugitiva.

Un relámpago azulado iluminó por un instante aquel oscuro camino; Al-Hhamar vió delante de sí, sobre una superficie negra y pendiente, á la gacela que corria, y tendió su arco que llevaba armado; la saeta produjo un silbido seco y agudo al atravesar aquel ambiente sin luz, y la gacela lanzó un balido de dolor, dejando tras sí un rastro de fuego que iluminó hasta los más recónditos senos de la gruta; aquel fuego brotaba del costado de la gacela, donde se veia clavada la saeta del rey. Y sin embargo, corria siempre y su carrera era cada vez más veloz, cada vez más radiante el fuego que á manera de sangre, emanaba de su costado.

Y la pendiente se hacia cada vez más rápida; el rey no corria; resbalaba sin poder contener su descenso sobre el mármol, bruñido como el pavimento de un alcázar; su vista no encontraba muros ni bóvedas; sólo alcanzaba delante de sí á la gacela despeñándose por un abismo, y en torno y sobre su cabeza una atmósfera de fuego. Y Al-Hhamar no temblaba; seguia resbalando con una rapidez espantosa tras la gacela herida de muerte.

—¡Allah Akbar! gritó el rey armando otra saeta y tendiendo su fuerte arco fabricado con tendones de leon, ¡Allah Akbar! Si los espíritus invisibles quieren poner á prueba mi valor, dispuesto está Al-Hhamar. ¡Oh Señor Allah! ¿Será tu siervo tan justo que pueda pasar el puente Sirat sin precipitarse en el fuego eterno?

Acababa el rey de dirigir esta pregunta al Señor fuerte, al invencible sobre los invencibles, cuando la gacela salvó con un inmenso salto del un borde al otro de una anchísima sima, en cuyo fondo se despeñaba bramando atronador un negro torrente; el rey llegó al borde al mismo tiempo que su saeta disparada, cortando la distancia, heria la cabeza de la gacela, y puso sus piés en la otra ribera, sin que su corazon se estremeciese, sin que la palidez del terror cubriese el color de sus mejillas.

Cesó la pendiente del camino, y el rey se encontró en un campo iluminado por una luz semejante á la que produce la luna llena en una noche sin nubes; el ambiente era fresco y perfumado, y en las oscuras alamedas de aquella tierra desconocida, gorjeaban multitud de ruiseñores.

Y la gacela seguia con más rapidez su carrera á través de aquel campo misterioso, y Al-Hhamar se esforzaba cada vez más por darla alcance; parecia que el semoum le habia prestado sus alas y se iba acortando sensiblemente la distancia que le separaba de la bestia corredora.

Esta trasmontó una colina, bajó á un valle y se precipitó á la carrera en una torre gigantesca, en la cual penetró Al-Hhamar tras su presa.

Historia de los siete murciélagos, leyenda árabe

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