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Andrés fue un verano en Mar del Plata. Unas vacaciones pequeñas y burguesas que nos tomamos con mi madre, allá lejos, hace tiempo, cuando usábamos jeans nevados y remeras con hombreras, el flequillo hecho un jopo de limón y jabón de tocador, y la piel se bronceaba con gaseosa y jugo de zanahoria. Mi padre no fue con nosotras. Se quedó en sus vacaciones en la casa, libre también él de sus mujeres. De la mirada de mi madre, de sus prohibiciones. No fumes adentro, no comas antes del almuerzo, no tomes agua del pico, limpiá lo que ensuciás, guardá lo que sacás. Días que para él también deben haber sido un paraíso.

El viaje era emoción y risa, estrenaba a los catorce años un cuerpo que se había despertado, unas caderas que no reconocía y una emoción que jamás había sentido por debajo de la piel.

Nuestra madre, sociable como siempre, ya hizo amigas en el colectivo, con lo que dejó de estar pendiente de nosotras. El sol nos recibió, un hotel pequeño, cuadras bulliciosas de gente bronceada y sonriente. A los catorce, yo estaba predispuesta a la alegría. Liviana y contenta, como mi madre de vacaciones. El primer día de playa, de arena, de agua salada y fría estremeciéndonos la espalda, queriendo que el cuerpo se dorase, y estar igual a los demás. Qué cosa la adolescencia y las ganas de no desentonar. Ser del montón, bronceadas, con ropa parecida, con la parafernalia que llevan esos años, las tobilleras de colores, un labial blanco que estaba de moda, el pelo suelto, largo, ondulado, al viento.

A Andrés lo vi de lejos. En un grupo apartado, de los que no se metían al mar. Los que se divertían viéndonos a las mediterráneas revolcarnos con las olas, caer enarenadas y desprolijas, unas sobre otras, riéndonos a carcajadas. No recuerdo en qué momento su grupo y el mío se transformaron en uno solo grande. Sí sé que lo vi y se me paralizó el alma. Como se paraliza a los catorce años y el bautismo de un fuego temblando detrás de la garganta. Me fui acercando, avasallante, insegura, con el ruido del mar adentro de la boca. Bella, como bellas somos todas en el principio de la adolescencia, con la redondez de las frutas en los contornos. Él clavó en mí sus ojos amarillos y a partir de ahí el destino, el azar, la fuerza de gravedad, todo confluyó para que nos encontráramos. Diez días tuvimos para recorrernos con las yemas de los dedos la epidermis del alma. Todo era bello y azul, salado y premonitorio.

Escapar de la mirada de mi madre, convencer la cautela de mi hermana, complicarla en la complicidad de escabullirme de las salidas, perderme en la multitud, aislarnos y asilarnos en esa ciudad mágica que fue para mí Mar del Plata de aquellos años.

Y los días que se acortaban, el almanaque incorruptible que se deshojaba, y no pensar, asir la arena y su cabello, enlazar su mano y escribir en el agua la historia de un amor que sentíamos eterno, como eternos son los amores de verano.

Desnuda entre sus manos era gota de mar yo también, con la locura del amor eterno y el desafío del deseo frente a la inmensidad del agua, no pensábamos en el tiempo y la distancia era una cinta gris y larga que no se nos cruzaba en el pensamiento. Sonaba la música en los parlantes y la playa se movía preñada de presagios que nunca se cumplieron. El mar no volvió a ser igual desde ese verano, ni el sol, ni las estrellas, ni yo misma.


Mal de muchas

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