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Yo andaba con los ojos preocupados y los pies tropezadores, con la tristeza apoderándose de todos mis pedazos y me crucé con un tipo. Un tipo, así, sin nombre. Uno que en otro momento de mi vida ni hubiese mirado. Uno morocho, de ojos atrevidos y la voz grave que salía de su boca que sonreía de lado.

Trabajaba en la empresa de informática de la escuela en la que yo daba clases. Me miró. Lo vi. Me reí fuerte. Le festejé dos chistes, coincidimos en la cantina y tomamos un café negro y dulcísimo. Cambiamos teléfonos y me quedé a la espera de que él tomara la iniciativa. Así de esperadora me habían criado. Date tu lugar, la voz de mi madre. No llames, no atosigues, no abrumes porque huyen.

Por supuesto, tantas ataduras me criaron suelta. Y lo llamé. Lo invité a tomar algo. Nos reímos, me gustó, le gusté. Jugamos a bordear los abismos por unos días. Le dije que estaba casada. No le importó. Eso me dio la pauta de que no iba en serio, que solo quería un poco de risa. A mí sí me molestó que no le importara. Pura histeria, sí, porque yo tampoco planeaba huir con él. Pero hubiese fingido, pensé. Una pequeña escena. Algo como, Uh, qué pena. Nada más. Lo dejé pasar. Ya estaba calle abajo, en pendiente y de tacos altos.

Me citó en su casa. Fui de noche, inventando un cumpleaños de alguna compañera. Llevé un vino y el alma, temblando. Me recibió con un beso y el abrazo más cálido que me abarcó en mucho tiempo. Tomamos unas copas y sin preámbulo casi, solo el prólogo de los días anteriores, me tomó la mano y entramos a su cuarto. Había música y era una cursilería de bachatas sonando en un equipo negro y enorme. Los vidrios estaban empañados. Miré a lo lejos y vi las luces de los autos allá abajo, pequeñas estrellas titilando en una noche helada. No había amor ahí, no. Pero había. El amor naranja de los desesperados. El deseo que es también una forma de amor cuando es mutuo, cuando enciende una hoguera que entibia el alma de los náufragos. Nos reímos, nos contamos algunos recuerdos de la infancia. Me besó apasionadamente y yo dejé, a un costado de la cama, junto a los jeans y el saco rojo de pana, algunas de las inhibiciones que se me cruzan cuando desnudo mi cuerpo.

Esa fue la primera de varias noches que pasamos juntos. Apesadumbrada yo, culpable, infiel. Y sin embargo. Sin remordimientos, puro presente ardiendo venas adentro, sintiendo que la única traición era a mí misma. Que en nada podría afectar a Nacho que yo estuviese con otro. Que la peor infidelidad era la diaria, de vivir solo de cuerpo presente y el alma en otro lugar, en cualquier parte y no en esa casa pequeña que alguna vez fue testigo de un amor que ya se había muerto.


Mal de muchas

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