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ASPECTOS SOCIALES Y CULTURALES DE LA ALIMENTACIÓN

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¿Qué alimentos son los más saludables? ¿Cuál sería la dieta más idónea?

Ninguna de estas cuestiones tienen fácil respuesta, ya que en las cuestiones de alimentación y dietas intervienen factores metabólicos, evolutivos, biológicos y, posiblemente, condicionantes socioculturales e incluso religiosos. Sin embargo, algunas cosas sí sabemos.

Como ya hemos visto, algo que las investigaciones y las observaciones clínicas están constatando en las últimas décadas es que resultan mucho más saludables las dietas con predominio de los alimentos crudos y poco procesados que las que abusan de los alimentos cocinados y excesivamente refinados o procesados con aditivos químicos, así como las carnes, las grasas trans y los hidratos de carbono simples, como el azúcar refinado y sus derivados.

Ahora, quizá convenga exponer las grandes diferencias en la base de la alimentación que resultan de los diversos hábitos sociales, culturales o religiosos en que estemos inmersos.

Las formas habituales de alimentarnos y el predominio de ciertos alimentos sobre otros están estrechamente vinculados a cuestiones relacionadas con la evolución humana, en las que influyen tanto aspectos biológicos simples (como la disponibilidad, abundancia o escasez de ciertos alimentos) como aspectos sociales o de estatus, por ejemplo, al otorgar prestigio al consumo de ciertos alimentos escasos (recordemos la carne como comida de ricos), y también aspectos religiosos, que pueden restringir y hasta prohibir el consumo de ciertos alimentos por considerarlos impuros.

Factores culturales y religiosos conforman también los hábitos alimentarios, como ocurre con la prohibición del consumo de carne en el periodo de Cuaresma del cristianismo católico, así como con los alimentos permitidos (halal) y prohibidos (haram) en el ámbito musulmán, o los alimentos khoser (permitidos) de los judíos, frente a los que son tabú.

El factor de adaptación biológica también es innegable, y la prueba de ello es que los esquimales metabolizan las carnes y grasas animales de una manera mucho más eficaz que las personas de zonas más templadas y cálidas, a las que un consumo similar nos produciría serios trastornos digestivos, circulatorios o degenerativos (pese a que no podemos obviar el hecho de que los esquimales comen mucha carne y grasa cruda y, aun así, presentan elevados índices de osteoporosis y su esperanza de vida media es más bien corta).

Algo parecido pasa con la leche, otro de los alimentos socialmente bien valorados, aunque cada vez esté más en cuestión. En los países nórdicos, aproximadamente el 85 % de la población tolera la ingesta de alimentos lácteos ya que históricamente han recurrido a la leche como base de su alimentación, y su genética y su sistema digestivo se han adaptado a ella desde un punto de vista evolutivo. En cambio, casi la totalidad (el 95 %) de los asiáticos, los negros y la mayor parte de los pueblos mediterráneos y latinoamericanos no toleran bien la leche, o desarrollan serios trastornos digestivos o alérgicos cuando la introducen en su dieta cotidiana.

LOS PELIGROS QUE ACECHAN A LA DIETA MEDITERRÁNEA

Cada día salen a la luz nuevas investigaciones que evidencian o redescubren las virtudes de la dieta mediterránea. Esta se basa en el predominio de verduras y frutas frescas, junto a cereales y legumbres, un consumo esporádico de carnes y grasas saturadas, el consumo regular y abundante de aceite de oliva virgen y algo de pescado azul, como las sardinas, ricas en ácidos grasos poliinsaturados (omega 3).

En el polo opuesto hallamos, por ejemplo, la dieta estándar occidental, que es una de las menos saludables, ya que en ella escasea el consumo de alimentos frescos, como las frutas y verduras crudas, pero predomina el de carne, azúcar, lácteos, harinas refinadas (sin fibra), alimentos excesivamente procesados, frituras, repostería industrial, hamburguesas y todo el elenco de carnes procesadas de la denominada «comida basura». Además, esta y otras dietas poco saludables suelen ir asociadas con estilos de vida estresantes o muy sedentarios, con escaso o nulo ejercicio físico.

Por desgracia, la sociedad en general, y en especial la población infantil y los jóvenes, se han estado decantando mayoritariamente por estos hábitos estándar de alimentación occidental, en detrimento de la saludable dieta mediterránea, de la que aparte del glorificado aceite de oliva virgen, tan solo se suele valorar el consumo de jamón ibérico o alguna tímida ensalada de tomate, lechuga y aceitunas industrializadas. Resulta más que paradójico ver en los estantes de los supermercados y en los restaurantes de comida rápida que la mayor parte de las ensaladas, platos combinados o bocadillos «vegetales» comercializados bajo la etiqueta de «dieta mediterránea» contienen jamón de york o atún de lata. Y también es descorazonador observar cómo las únicas frutas que suelen consumir los jóvenes están envasadas en tetrabrik (eso sí, con abundante vitamina C sintética añadida).

Algunos incluso intentan convencernos de que en una dieta mediterránea correcta, aparte del jamón ibérico y serrano no pueden faltar unos vasos de leche al día o unos yogures, cuando, hasta hace unas cuantas décadas, los únicos lácteos que se consumían en el Mediterráneo eran los quesos de cabra u oveja, y, además, con moderación.

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