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Gobernabilidad y Gobernanza en la democracia del siglo XXI

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En los últimos años asistimos al uso frecuente del término “Gobernabilidad” para caracterizar las tensiones que experimentan los regímenes democráticos, sometidos a crecientes y novedosos desafíos del contexto social. Sin embargo, no escapa cierta diversidad de acepciones que se le atribuyen desde los foros políticos, hasta el punto de volverlo demasiado equívoco y hasta ambiguo, en virtud de lo cual algunos autores han caracterizado a este concepto como un “cajón de sastre”, respecto del cual se puede decir de todo y al mismo tiempo tener la sensación de un vacío de significado.

Desde una perspectiva histórica podemos ubicar el surgimiento de dicho concepto a mediados de la década de los años setenta, más precisamente, en el texto del I Informe de la “Trilateral Commission” en 1975; en este documento, el término “gobernabilidad” es utilizado para caracterizar la crisis de las democracias industriales, debido a los cambios ocasionados por la combinación de las crisis financiera y energética que tienen lugar durante la primera mitad de la década.

En aquel contexto, la preocupación de los gobiernos occidentales y Japón está enfocada en los impactos socioeconómicos y las amenazas que constituyen los procesos inflacionarios y sus efectos, en términos de recesión económica, crecimiento del desempleo y la necesidad de imponer restricciones fiscales, todo lo cual habría de afectar a los niveles de bienestar alcanzados en esos países desde la II posguerra. Sonaba el final para los “felices 25” y la emergencia de una problemática novedosa, de carácter estructural, que iba a comprometer el desarrollo futuro del capitalismo industrial al tiempo que se esperaban cambios drásticos en los procesos de producción y de distribución de la riqueza en el mundo desarrollado.

El nuevo escenario determinaba la necesidad de repensar y más aun, de sustituir las categorías de análisis con las cuales se había pensado el modelo democrático, asociado al crecimiento de las economías y a niveles de bienestar que parecían no tener fin y constituían un modelo eficiente de desarrollo e integración social, contrastando con las limitaciones que presentaban los regímenes del “Socialismo Real”. El desencadenamiento de la crisis financiera en 1971 con motivo de la devaluación intempestiva del dólar, asociada a la crisis energética, derivada del aumento del precio del crudo por decisión unánime de la OPEP, ponía de relieve la volatilidad de los mercados de capital y la dependencia de las economías industriales respecto de los productores de materias primas.

El equilibrio económico y social que hizo posible el desarrollo democrático en los países centrales experimentaba tensiones y conflictos que amenazaban con manifestarse en los sistemas políticos. Se percibía que la crisis no era transitoria y que los desequilibrios habían llegado para quedarse como una característica indisociable de la evolución del sistema capitalista. En esta situación, el Informe de la Comisión Trilateral intentaba una análisis comprensivo destacando los principales aspectos del nuevo escenario internacional.

El término gobernabilidad aparece asociado al fenómeno de la crisis y, por tanto, cumple la función de advertir sobre el riesgo de la “ingobernabilidad” a que puede conducir la exacerbación de los conflictos sociales en un escenario de alta inflación y pérdida de competitividad de las economías industriales. El concepto de “crisis de gobernabilidad” se atribuye a las dificultades de los estados y de los gobiernos para responder al crecimiento vertiginoso de las demandas sociales de una manera oportuna y eficaz.

Se trata del efecto de “sobrecarga” de demandas formuladas al sistema político. Samuel Huntington atribuye este fenómeno al crecimiento desmesurado de las expectativas de bienestar y los niveles de consumo de la población, factores determinantes en la desestabilización del sistema ante las dificultades para continuar con el ritmo sostenido de crecimiento económico. Se trata de un enfoque sistémico excesivamente simple y estático, en la medida que no toma en consideración que la gobernabilidad o ingobernabilidad son procesos complejos que comprometen a todos los componentes del sistema político. Esta concepción sistémica que caracteriza el Informe de la Trilateral tiene dos deficiencias, por una parte, responde a una visión estática del funcionamiento de los sistemas, apelando únicamente a la estabilidad, donde la emergencia de los cambios es considerada como distorsiones que amenazan romper el sistema, y por otra parte, no considera los factores estructurales que están en la base del desencadenamiento de los cambios. Se agota en una visión funcionalista que resulta insuficiente para comprender la calidad de los procesos sociopolíticos, sobre todo en nuestros países.

Desde una perspectiva teórica se pueden distinguir diferentes hipótesis. En primer lugar, la referida a la ingobernabilidad por “sobrecarga” de demandas formuladas al sistema político, situación que culmina con la “crisis fiscal” del Estado que se ve imposibilitado para extraer recursos de la población, al tiempo que no puede limitar la expansión de los servicios sociales en un marco de recesión económica. “Cuando el producto nacional aumenta más lentamente que los costos de los programas públicos y de las demandas salariales, la economía está sobrecargada”. En segundo lugar, la que sostiene que la ingobernabilidad no se debe a un problema de asignación y distribución de recursos, sino a la construcción de equilibrios en el sistema político entre el gobierno y los actores de la oposición. En tercer lugar, la ingobernabilidad no se puede atribuir a las situaciones mencionadas, sino a la crisis de la gestión administrativa del gobierno que determina una crisis de confianza del electorado en el gobierno; en consecuencia, asistimos a una crisis de legitimidad –lealtad para con los gobernantes– y de racionalidad, porque la administración no puede aplicar los mecanismos de control que le impone la crisis económica.

El Informe de la Comisión Trilateral establece entre sus principales postulados que caracterizan a la crisis de gobernabilidad de mediados de los años setenta, los siguientes aspectos:

 La búsqueda de las virtudes democráticas de igualdad e individualismo han llevado a la ilegitimación de la autoridad y a la pérdida de confianza en los liderazgos.

 La expansión democrática ha creado una sobrecarga en el gobierno, una expansión de las actividades del gobierno y tendencias inflacionarias en la economía.

 La competencia política ha llevado a una disgregación de los intereses y a la declinación y fragmentación de los partidos políticos.

 Las respuestas de los gobiernos democráticos han llevado a un provincialismo en el terreno internacional.

 Gobernable y Democracia son conceptos en conflicto. Un exceso de democracia significa un déficit de Gobernabilidad.

Entre las visiones teóricas y analíticas sobre este fenómeno, cabe destacar el aporte del investigador Antonio Camou, por el intento de sistematización que emprende para situar la problemática de la gobernabilidad a través de las diferentes etapas históricas hasta nuestros días.

En primer lugar, se refiere al momento caracterizado por la Comisión Trilateral y referido al riesgo de la “ingobernabilidad” por sobrecarga de demandas al sistema político. Esta circunstancia es particularmente aplicable a las “democracias de bienestar” en la década del setenta que viven una situación caracterizada por una disparidad aguda entre la capacidad de tomar decisiones por parte de los gobiernos y el exceso de demandas que produce un efecto de sobrecarga al sistema generando graves disfuncionalidades.

En segundo lugar, la fase de la transición democrática en América Latina, caracterizada por el surgimiento de las democracias post-autoritarias y que pugnan por restablecer los derechos civiles y políticos en un contexto de fuertes restricciones económicas por el peso de la “deuda externa”. Está referida a la problemática de la estabilidad y el orden político en las sociedades en cambio, en especial, durante la década de los años ochenta. Estos procesos configuran la tercera ola de la democratización, donde las expectativas por alcanzar niveles crecientes de libertades públicas están asociadas a demandas de bienestar que reclaman los colectivos sociales. Al respecto, señala O’Donnell, la concurrencia de la necesidad de afianzar las instituciones representativas para impedir las regresiones autoritarias, y de otra parte, expandir las condiciones de bienestar y justicia social que exigen superar las restricciones impuestas por el endeudamiento externo para alcanzar mayores grados de autonomía en el desarrollo con democracia.

La problemática de la gobernabilidad, vinculada a la noción de “buen gobierno”. El desarrollo de los procesos democráticos, asociado a la expansión de la participación social y el surgimiento de nuevas demandas y actores sociales, plantea situaciones de impugnación a los modos de ejercicio del poder político. El creciente protagonismo de la sociedad civil y las demandas de acceso a la información, descentralización del poder y transparencia, chocan con los fenómenos de corrupción y de avasallamiento de derechos de las minorías. Las expectativas democráticas superan los aspectos procedimentales y exigen mayor responsabilidad por los actos de gobierno.

Las funciones de coordinación en las democracias que requieren de instituciones sólidas y especializadas para canalizar de modo más equitativo los procesos de transacción entre los diferentes actores que sustentan cuotas de poder. Se trata del fenómeno de la gobernanza democrática, entendida como la red de instituciones que posibilita a los gobiernos el ejercicio de la capacidad de responder a las demandas de la sociedad con eficacia y oportunidad. La creciente complejidad de los procesos democráticos está requiriendo una nueva institucionalidad que tome en cuenta las demandas de descentralización del poder, a través de conjugar diferentes niveles jurisdiccionales en los ámbitos nacionales y de integración regional.

En este marco de ideas cabe transcribir algunas definiciones que dan cuenta del fenómeno que estamos describiendo. Para Angel Flisfisch, la gobernabilidad se entiende como aquello que está referido “a la calidad del desempeño gubernamental a través del tiempo y considerando las dimensiones de ‘oportunidad’, ‘efectividad’, ‘aceptación social’, ‘eficiencia’ y la ‘coherencia’ de las decisiones. Mientras, para Xabier Arbós y Salvador Giner, la Gobernabilidad es la “cualidad propia de una comunidad política según la cual sus instituciones de gobierno actúan eficazmente dentro de su espacio de un modo considerado legítimo por la ciudadanía” (49).

De esta manera, la gobernabilidad puede ser analizada a través de tres dimensiones principales. En principio, es una cualidad de la acción de gobernar y de los efectos causados por dicha acción, por lo que podrá ser evaluada en función de sus beneficios o perjuicios para la ciudadanía que la considerará legítima o ilegítima; una cualidad de los sistemas políticos que está dada fundamentalmente por la capacidad de los mismos para formular decisiones consistentes con las demandas que se les presentan.. Por otra parte, la gobernabilidad también está referida a la mayor o menor estabilidad que caracteriza al sistema político y a las interacciones con el sistema social. Finalmente, la gobernabilidad ha sido definida como la capacidad del sistema político para responder a las demandas de la sociedad; esta capacidad sistémica puede ser evaluada en función de la eficacia para producir los resultados demandados.

Aceptando que la gobernabilidad está asociada a la existencia de discrepancias entre demandas de la ciudadanía y decisiones del poder político, cabe distinguir diferentes niveles o grados de discrepancia y, por tanto, de gobernabilidad. Camou señala la existencia de cinco grados que cubren desde un tipo ideal de gobernabilidad total hasta alcanzar la situación de ingobernabilidad. A lo largo de ese continuo, distinguimos la “gobernabilidad normal” que manifiesta discrepancias en “equilibrio dinámico”, situación que asegura una estabilidad no estática. Por otra parte, se encuentran situaciones caracterizadas por “déficit de gobernabilidad”, donde las discrepancias son percibidas en un grado de incompatibilidad que dificulta construir los consensos básicos para la toma de decisiones, esta circunstancia pone en riesgo el equilibrio del sistema. También, la “crisis de gobernabilidad”, definida como “proliferación de anomalías” que reproducen la inestabilidad general del sistema. Finalmente, la “ingobernabilidad” caracterizada por la disolución de la relación de gobierno.

Es importante recordar que en el marco la crisis de gobernabilidad, contextualizada en la década de los años setenta, se avanzaron propuestas de solución en el marco del neoliberalismo. En principio, se implementaron distintas políticas y estrategias para reducir la actividad de los gobiernos y los recursos invertidos en servicios públicos con el propósito de alcanzar el equilibrio fiscal, receta necesaria ante las dificultades para ampliar la presión tributaria. La segunda receta estuvo dirigida a reducir las expectativas sociales y las demandas, presentando a la sociedad un horizonte de bajas perspectivas en la continuidad del Estado de Bienestar; era un fin de ciclo y, por tanto, debían ajustarse las esperanzas de bienestar a las nuevas condiciones impuestas por los equilibrios del mercado. Finalmente, la receta de reconvertir al Estado para tornarlo más eficiente, simplificando sus procedimientos burocráticos y volviendo más ágiles los procesos de toma de decisiones; esta propuesta finalizó en ensayos tecnocráticos que no lograron establecer un nuevo paradigma para reducir las discrepancias entre las demandas crecientes y de mayor complejidad que plantea la sociedad y la escasez de recursos que caracteriza a la crisis fiscal del Estado capitalista.

Sobre la crisis del Estado se ha escrito mucho, sobre todo a partir de los desajustes irreversibles que se produjeron a mediados de los setenta y que siguen marcando las dificultades para conciliar crecimiento económico con democracia y bienestar de las sociedades. Como vimos precedentemente, la tesis de la “sobrecarga” plantea la crisis necesaria del Estado como consecuencia del proceso inflacionario impulsado por lo que Huntington denomina como “excesos democráticos”. Sin embargo, es precisa otra mirada de naturaleza estructural sobre la crisis del Estado.

Tanto Habermas como C. Offe plantean que la crisis del Estado no puede plantearse de un modo coyuntural; por el contrario, se trata de una crisis estructural que afecta a una clase particular de Estado: el Estado capitalista en su fase tardía. Esta crisis pone de relieve los límites a las capacidades políticas de los gobiernos para resolverla, ante la articulación de las estrategias sociopolíticas que mantienen el sistema de intercambios económicos hegemónicos.

Habermas plantea una crisis de racionalidad como producto de cuatro tendencias (50):

- El sistema económico no crea en la medida necesaria valores consumibles.

- El sistema administrativo no genera en la medida necesaria opciones racionales.

- El sistema de legitimación no aporta en la medida necesaria motivaciones generalizadas.

- El sistema sociocultural no aporta en la medida necesaria una motivación para la acción.

En otras palabras, la dinámica de la crisis que opera en el sistema económico está determinada por la contradicción básica entre las aspiraciones de bienestar y expansión del consumo social, contrapuestas al hecho de la apropiación privada del beneficio capitalista. Esta situación presiona por un desplazamiento hacia la intervención del poder político que resulta insuficiente para restablecer el equilibrio socioeconómico, sobreviniendo la crisis de legitimidad y los efectos desestabilizadores a nivel del sistema político.

Claus Offe (51) complementa esta perspectiva, afirmando que las crisis son procesos que violan la “gramática” de los procesos sociales, siendo sus resultados bastante impredecibles e indeterminados. En este marco, la evolución del capitalismo implica crisis de integración de las demandas sociales, de capacidad de procesamiento de las mismas para darles respuesta y, por otra parte, la incapacidad de las sociedades para integrarse a las nuevas condiciones que exige la expansión del mercado global.

Por tanto, la crisis del Estado no es crisis del Estado como forma de organización, sino de una de sus formas de organizarse. Se trata de una “crisis de contenido”, de cómo se distribuyen los recursos, de cómo se ejerce el poder y de cómo logra legitimarse. Asistimos al desarrollo de un sistema capitalista a escala global que, a través de su dinámica de flujos e intangibles, está generando una desterritorialización de la riqueza y el consecuente desplazamiento del Estado, que pierde control sobre la economía, la soberanía monetaria y crediticia, agregado al drenaje de recursos que supone la evasión fiscal y la volatilidad de los flujos de divisas.

Valorando este pensamiento, es oportuna, sin embargo, la observación del académico italiano G. Pasquino: “Los que sostienen la tesis de la crisis fiscal del Estado no proponen deliberadamente ninguna solución a un problema que consideran positivo porque revela las bases y socava los fundamentos del Estado capitalista, adelantando su caída” (52).

Aun no existe una respuesta alternativa para la observación precedente, no obstante, no podemos ignorar que la globalización implica una compleja serie de transformaciones estructurales que afectan a la economía, las sociedades, la política y la cultura. La globalización no se limita al funcionamiento del mercado en el contexto de una dinámica económica “ingrávida”, también implica la presencia de una lógica informacional que multiplica la concentración del conocimiento, la riqueza y el poder, en una dialéctica totalizadora que reproduce la exclusión social y los efectos disociadores en los espacios locales y nacionales.

En este orden de ideas, importa sobremanera la naturaleza y el comportamiento de los actores políticos. La democracia de nuestros días tiene un problema funcional en la medida que los partidos políticos tienen sobradas dificultades para aglutinar las preferencias de los ciudadanos; la práctica política circula por coaliciones electorales o parlamentarias crecientemente inestables, dificultando a los gobiernos la formación de los consensos, al tiempo que aparece la tentación de imponer decisiones y de ejercer el poder de veto en forma más o menos generalizada.

En efecto, la debilidad de los partidos conduce a un debilitamiento en la práctica de la negociación y los actores suelen tender a una dinámica de confrontación suma cero. Sin embargo, en estos procesos, el que gana no se queda con todo, en la medida que los recursos para mantener la disciplina política se vuelven escasos o las expectativas crecen más rápido que las posibilidades de satisfacerlas. La “democracia delegativa” caracterizada por las investigaciones de Guillermo O’Donnell tiende a la concentración del poder y también a la aparición del “clientelismo”, el “oportunismo” e incluso el “transfuguismo”, como prácticas de acumulación de poder político.

Como afirma Sartori, por mucho tiempo, el liberalismo y la democracia formaron parte de una simbiosis, pero hoy asistimos a algo más que a un mero achicamiento del Estado o al desprendimiento de funciones públicas para su gestión por empresas privadas: nos enfrentamos a una fuerte despolitización, a un achicamiento de la “res publicae”, lo cual implicará una menor calidad de la democracia y menos participación autónoma de los sujetos sociales.

Los nuevos modos de expansión de la participación social, canalizando expectativas y demandas de alta complejidad para su abordaje por los gobiernos democráticos, está poniendo de relieve la necesidad de pensar el desarrollo de las democracias en contextos de profundas transformaciones. La diversidad de estructuras representativas y de nuevos actores colectivos está requiriendo otra calidad para el funcionamiento democrático.

Referirse a lo político y no a la política es hablar del poder y de la ley, del Estado y de la Nación, de la igualdad y de la justicia, de la identidad y de la diferencia, de la ciudadanía y de la civilidad, en suma, de todo aquello que constituye a la polis más allá del campo inmediato de la competencia partidaria por el ejercicio del poder, de la acción gubernamental del día a día y de la vida ordinaria de las instituciones (53).

La democracia del siglo XXI no puede limitarse a la perspectiva de un modelo procedimental que solo garantice las libertades públicas, elecciones competitivas y renovación de los mandatos de gobierno. La democracia tiende, cada vez más, a constituirse en una práctica de la sociedad que demanda mayor democratización del poder político, a través de formas de representación y participación de la ciudadanía, expansivas de los derechos individuales y colectivos.

La democracia ampliada, participativa, deliberativa requiere del compromiso ciudadano para transformar las instituciones republicanas, en el sentido de mayor inclusión y protagonismo de los sujetos sociales. Algunos autores, entre los que se destaca Leonardo Morlino (54), plantean la necesidad de enfocarse en la “calidad” de funcionamiento de los regímenes democráticos. Un nuevo concepto aplicado al mundo de la política que reconoce, al menos, tres dimensiones principales: la calidad referida al funcionamiento de los procesos institucionales que garantizan transparencia a los mecanismos de elección y control del poder político; en segundo lugar, la calidad de los contenidos que configuran a los nuevos derechos y habilitan a las nuevas prácticas ciudadanas por mayor inclusión y participación en las decisiones de los poderes públicos; finalmente, la calidad que debe caracterizar a los resultados de las políticas públicas, en términos de capacidad de transformar las condiciones estructurales del subdesarrollo para abrir nuevas oportunidades a la práctica democrática con mayor justicia social.

La cuestión puede plantearse en términos de una nueva lectura para la nueva realidad que opera bajo un paradigma en transición hacia la creación de las condiciones que determinarán los nuevos modos de la acción política en los próximos años. Experimentamos una transición pos-neoliberal, hacia una realidad que se anuncia con mayores y más complejas tensiones y conflictos entre la concentración del poder y las fuerzas por democratizar el concepto y la práctica de la política y lo público.

En ese camino, todo parece indicar la necesidad de transitar desde un Estado fortalecido por el ejercicio de sus funciones regulatorias hacia un Estado competente, capaz de planificar la producción y asignación de los bienes públicos, superando el paradigma gerencial, basada en el principio de costo-eficiencia y promover el desarrollo de una gestión de lo público que esté orientada a conseguir resultados de transformación en la sociedad, operando con un criterio de eficacia-equidad.

Ese Estado requiere de una dirección política con voluntad de persuadir para fortalecer los acuerdos entre los actores políticos y sociales, abordar la problemática de la gestión de las políticas públicas apuntando a dos cuestiones fundamentales:

- Capacidad de los gobiernos para mantener la iniciativa en la administración de las agendas de corto y mediano plazo.

- Capacidad de visión, en el sentido estratégico, reconociendo escenarios de alta complejidad, volatilidad e incertidumbre y las dificultades políticas para intervenir en ellos.

- Planificación para hacer consistentes las acciones y los programas de gobierno con las políticas públicas definidas.

- Creciente profesionalización de los cuadros de gestión y administración, sensibilizados con la visión estratégica del gobierno.

En este contexto de complejidad creciente, aparece la necesidad de más y mejor política, más y mejor democracia y, sobretodo, más y mejor gobierno para intentar responder el dilema de la gobernabilidad democrática, en el sentido de cuán gobernable puede ser la democracia en nuestros días y en países que exhiben condiciones estructurales y de procesos históricos críticos recientes; y también, cuán democrática debería ser la gobernabilidad, para garantizar la realización de los derechos ciudadanos y la calidad de una convivencia democrática orientada hacia la equidad, que además de las libertades individuales mire por la efectiva realización de los derechos y expectativas de futuro de los sujetos colectivos.

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