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El Post-Consenso de Washington

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El Post-Consenso de Washington ha abogado, en términos generales, por la defensa del carácter complementario (y no excluyente) del mercado y del Estado, por el reforzamiento de las capacidades institucionales del Estado y por la aplicación de reformas de segunda generación, esto es, nuevas reformas centradas en cuestiones sociales y en la recuperación de las actuaciones públicas como factor de desarrollo. Sin embargo, se han registrado dos grandes propuestas de Post-Consenso, que es conveniente distinguir.

La primera propuesta es la que busca completar lo faltante y corregir los desvíos del Consenso de Washington. También se la conoce como reformas de segunda generación. Desarrollada principalmente por los economistas del departamento de América Latina del Banco Mundial como Burki y Perry, en 1988, fue apoyada por el propio Williamson en 1999.

En ese planteamiento, el argumento era que en América Latina las reformas de primera generación habían permitido recuperar el crecimiento y acabar con la hiperinflación, pero que no habían tenido la misma eficacia en la reducción de la pobreza y de la desigualdad. Era necesario, a juicio de Burki y Perry, completar el Consenso con cuatro aspectos adicionales, encargados al Estado: (1) mejorar la calidad de las inversiones en capital humano; (2) promover el desarrollo de sistemas financieros sólidos y eficientes; (3) fortalecer el entorno legal y regulatorio (desregulación del mercado de trabajo y mejora de las regulaciones respecto de la inversión privada en infraestructuras y servicios sociales); y (4) mejorar la calidad del sector público. Buscaban completar el decálogo de Williamson añadiendo estos cuatro aspectos no siempre consistentes entre sí.

Williamson, ya en el 2002, ha matizado lo que realmente quiso decir –y defender– con la expresión Consenso de Washington. En particular, señaló que pretendía referirse no sólo a la liberalización de los tipos de interés, sino la liberalización financiera más en general (aunque reconociendo que había controversias respecto de los medios para alcanzarla); a un régimen cambiario intermedio, y no al enfoque de las dos esquinas (tipo de cambio totalmente fijo o totalmente flotante) que hoy está tan de moda; sólo a la apertura a la inversión directa extranjera y en ningún caso a la liberalización total de la cuenta de capital; y a una desregulación que no afectase de ningún modo a las reglas de seguridad laboral o de protección del medio ambiente.

Más recientemente, en 2003, la recopilación de Kuczynski y Williamson aboga no tanto por un Post-Consenso de Washington sino por completar (por ejemplo, en el mercado de trabajo, que sigue estando segmentado), complementar y, en los casos que sea necesario, incluso corregir las políticas del Consenso. Los autores de esa compilación y singularmente el propio Williamson, siguen defendiendo la disciplina macroeconómica, las privatizaciones, la desregulación y la apertura comercial, pero señalan que en particular América Latina necesita complementar las reformas de los primeros años noventa con medidas que permitan poner más énfasis en la lucha contra pobreza y en la distribución así como en prevenir y combatir las crisis financieras. También señalan que las reformas del Consenso deben ser corregidas en algunos casos: la apertura de la cuenta de capital puede y debe ser contenida con controles de capital sobre las entradas de fondos a corto plazo al estilo del encaje chileno; y las privatizaciones deben producirse en un contexto de adecuada regulación y supervisión de las actividades de las empresas privatizadas.

La segunda propuesta puede ser adjudicada a Stiglitz quien en la conferencia anual del Banco Mundial sobre Economía del Desarrollo de 1996 señalaba que el Estado debía sobre todo promover la educación, fomentar el desarrollo técnico, apoyar al sector financiero, invertir en infraestructuras, prevenir la degradación del medio ambiente y crear una red sostenible de protección social. A de principios de 1998, Joseph Stiglitz, por entonces economista-jefe del Banco Mundial, completa la exposición de sus ideas. En una conferencia en el Instituto Mundial de Investigaciones en Economía del Desarrollo (World Institute for Development Economics Research, WIDER, con sede en Helsinki), perteneciente a la Universidad de Naciones Unidas, Stiglitz señaló que el Consenso de Washington defendía políticas incompletas y en ocasiones contraproducentes y que su objetivo de mero crecimiento económico era estrecho. Las políticas del Consenso eran incompletas, decía Stiglitz, porque debían tenerse muy en cuenta medidas no contempladas por la ortodoxia, como la necesaria regulación y supervisión del sector financiero para prevenir las crisis, la defensa de la competencia para evitar prácticas restrictivas de la misma y el fomento decidido de la transferencia de técnicas foráneas, con miras a favorecer el catching-up. La insistencia del Consenso en la estabilización macroeconómica y en la liberalización (tanto interna como externa) era, en opinión de Stiglitz, contraproducente. La estabilidad macroeconómica no debería plantearse como un objetivo con contornos similares para todos los países. La inflación no tenía necesariamente que ser inferior al 15%, puesto que los trabajos empíricos no habían encontrado correlación alguna entre una inflación inferior a ese límite y un crecimiento más elevado. Un déficit presupuestario relativamente alto podía ser sostenible en un marco de alta tasa de ahorro privado, de baja deuda pública o de fuerte asistencia extranjera. El déficit por cuenta corriente podía ser también relativamente elevado si los beneficios resultantes de la entrada de capital extranjero superaban a los tipos de interés internos y si la financiación de tal déficit se hacía con capital extranjero estable, como la inversión directa o la ayuda oficial al desarrollo, en lugar de con inversión en cartera o préstamos bancarios a corto plazo, intrínsecamente volátiles. El medio para alcanzar la estabilidad (la estabilización) debería llevarse a cabo con cautela, para evitar que fuera recesiva. En cuanto a la liberalización (desregulación y privatización, así como apertura comercial y financiera), no debería aplicarse de manera indiscriminada sino de forma parcial y gradual. En lo que atañe al objetivo de las políticas y estrategias de desarrollo, no debía ser el simple crecimiento económico sino un desarrollo equitativo, sostenible y democrático. En particular, la estabilización no debía entenderse en su sentido convencional sino como estabilización de la producción y del empleo.

Las conclusiones de la conferencia de Stiglitz en Helsinki eran principalmente dos: (1) la necesidad de crear un enfoque no basado en Washington sino descentralizado y muy respetuoso con la soberanía y con el ownership, esto es, con el “sentido de pertenencia” o las preferencias nacionales, de los países afectados y (2) la importancia de que los economistas (incluidos los pertenecientes a las instituciones financieras internacionales) fueran más humildes, porque, afirmaba, “no tenemos todas las respuestas”.

Las aportaciones posteriores de Stiglitz (63), tras su retiro: identifica al Consenso de Washington con el neoliberalismo o fundamentalismo de mercado. Stiglitz defiende la tesis de que las políticas del Consenso han sido incompletas por no tener en cuenta aspectos importantes como la regulación del sector financiero y la reforma agraria. También, como contraproducentes a los siguientes aspectos:

 La austeridad fiscal, como dogma, ha generado paro y ruptura del contrato social; el énfasis excesivo en la lucha contra la inflación ha elevado mucho los tipos de interés y se ha sustentado a menudo en monedas apreciadas, lo que ha provocado desempleo en lugar de crecimiento;

 La privatización de empresas públicas, la que sin romper los monopolios u oligopolios y sin regulación, ha desembocado en precios más altos de sus bienes y servicios y no siempre en mejor servicio;

 La liberalización comercial, con de altos tipos de interés, ha destruido empleo y aumentado la pobreza;

 La liberalización de los mercados financieros, sin regulación, ha provocado un fuerte aumento de los tipos de interés y ha generado inestabilidad y crisis financiera.

Los tres pilares del Consenso I, la austeridad fiscal, las privatizaciones y la liberalización de los mercados, no parecen haber sido las mejores recetas para América latina. Los detractores de Williamson, como Stiglitz, argumentan que en algunos países las privatizaciones alentadas por el FMI no constituyeron una palanca para el crecimiento, y sostienen que los programas de austeridad de ese organismo de crédito desembocaron en tasas de interés tan altas (“a veces superiores al 20%, 50% y hasta 100%”, dice Stiglitz) que la creación de empleos y empresas hubiera sido imposible, aún en un contexto económico propicio.

Williamson contraataca: “No acepto el argumento que dice que la mayoría de las privatizaciones no funcionaron en América Latina. Al contrario, las evaluaciones más serias han concluido en que la mayoría fue benéfica para la gente y sus bolsillos. Desafortunadamente, hubo casos en los que el proceso de privatización fue corrupto, y a las empresas privatizadas se les permitió mantener una posición monopólica, sin regulaciones. Por estos casos, los programas de privatización se vieron desacreditados a la vista de algunas personas”.

En 2012, Stiglitz retoma estos temas en su libro sobre el precio de la desigualdad (64), donde ya no sólo critica el sistema económico, si no también el político, donde constata que ambos sistemas han fracasado en incluir, señalando la desigualdad entre el 1% de la población mundial que tiene lo que necesita y el 99% con carencias y necesidades básicas insatisfechas y donde la disconformidad erosiona las instituciones. Señala el fracaso de los mercados, se demostró que no eran eficientes (65), que provocaban las crisis y que no generaban empleos. “La tesis es que estamos pagando un precio muy alto por la desigualdad, el sistema económico es menos estable y menos eficiente, hay menos crecimiento y se está poniendo en peligro nuestra democracia” (66), y continúa más adelante señalando que “es necesario domesticar y moderar a los mercados para garantizar que funcionen en beneficio de la mayoría de los ciudadanos” (67). Ejemplifica luego el fracaso de los sistemas políticos, en las protestas de los jóvenes entre los que hay un mayor desempleo en el mundo. También señala otras consecuencias de la desigualdad, como los altos índices de criminalidad, problemas sanitarios, menores niveles de educación, de cohesión social y de esperanza de vida. Afirma que el mercado, por sí solo, tiende acumular riqueza en unos pocos, genera ineficiencia e inestabilidad, no promueve la competencia (sino la concentración). Afirma que gobiernos e instituciones son propensos a acentuar esta tendencia influyendo sobre los mercados de modo que acentúan las ventajas de los más ricos frente al resto (véase la discusión de impuestos en EE.UU., donde los republicanos desean rebajárselos a los ricos y no atender los programas médicos y sociales de los pobres). Concluye Stiglitz que la democracia y el imperio de la ley se ven debilitados por la cada vez mayor concentración de poder en manos de los más privilegiados.

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