Читать книгу Tagherot - Mateo Fernández Pacheco Martín - Страница 17

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En la oficina todo se va en gestiones, problemas, compromisos, resoluciones y ordenador; a las doce salgo un rato al jardín, bebo agua y voy a tocar el árbol majestuoso que siempre da sombra, no sé cómo se llama. Máximo me dice con su boca de dientes torcidos que es un flamboyán, y que en Mayo o en Junio ya veré qué flores rojas tan hermosas; es un hombre muy viejo, muy negro, muy delgado. Siempre me pone un dedo, solo uno, sobre el hombro, y se coloca a mi lado para mirar las ramas, así que formamos una pareja que mira en la misma dirección, pero sin estar enamorados. Vuelvo adentro y él se lleva la carretilla, el machete y el escobón al cobertizo, donde hay una bicicleta con una sola rueda. Patricia me mira y se ríe. Creo que tengo hambre; esta tarde haré cenas para dos o tres días. Me parece que los cubanos nunca salen fuera de sí mismos, yo sé lo que quiero decir, una parte de mí también es así, como algo bueno o algo malo.

He estado pintando mi casa, la dueña me dio permiso y me rebajará un poco la renta este mes, y como solo he encontrado pintura de color crema, la cocina comedor y el dormitorio están de ese color. El fin de semana me entretuve con el cubo y la brocha. Patricia me trajo dos cuadros en los que se transparentan hombres y mujeres desnudos muy elegantes, y los colgamos sobre el sofá y quitamos dos de paisajes con volcanes y canoas.

Creo que hasta Mudín tiene manchas de pintura, pero me ha quedado muy bien, la casa parece más grande y más acogedora. Riego las plantas del jardín constantemente, y ahora ya puedo ver el televisor sin niebla, tuve que comprar un aparato después de hacer una cola de más de una hora. Hay que tener paciencia, todo el mundo quería colarse, y hacía mucho calor. Patricia y otros amigos quieren ir de viaje a algunas playas lejanas del oeste, y estamos buscando algún lugar al que se pueda llegar el viernes por la tarde, a última hora.

El embajador de la casa de al lado hizo amistad con nosotros, quiero decir con Máximo y conmigo. Después de comer nos llevaba café recién hecho en un termo metálico. Es un hombre mayor, yo creo que tiene más de setenta años. Nos dijo que en la embajada había poco que hacer, y que lo poco lo hacía una secretaria, que en su país las cosas iban de mal en peor, que querían sustituirlo y puede que meterlo en la cárcel, que él era feliz a su manera; también nos dijo que había estado casado, pero ya casi no recordaba a su mujer, que sí, que creía que la había querido, pero ahora ya no quedaba nada, que se encontraba mucho mejor solo. Para este hombre que fuma unos habanos muy delgados, solo el arte y la belleza y también la sabiduría hacen que la vida valga la pena. Vive en la parte de atrás de la embajada y allí tiene una piscina y un huerto con árboles tropicales; en La Habana lleva cinco años y antes había estado en al menos siete países diferentes, en Costa Rica, en España. Máximo, que es aún más viejo, lo mira a veces como se mira a un hijo descarriado, sin soltar el escobón.

El embajador se dedica durante el día a leer y a escribir, a escuchar música y a resolver algunos asuntos importantes; a partir de las seis se sienta en un sillón de mimbre oscuro que tiene en el jardín umbrío y bebe ron y fuma mientras atardece y aumenta el ruido de los pájaros. Más tarde, Máximo, que tiene una pequeña vivienda dentro de la empresa, abre una puerta metálica interior que comunica las dos mansiones y se sienta a su lado y le cuenta sus aventuras en la Sierra Maestra y cómo fue que llegó a La Habana.

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