Читать книгу Tagherot - Mateo Fernández Pacheco Martín - Страница 19
ОглавлениеDurante algunos días no me encontré muy bien; me parecía que el trabajo era bastante repetitivo y que no mejoraría mucho. Desplazarse por la ciudad requería mucho esfuerzo, y estaba empezando a hacer calor. En mi casa alquilada surgían diariamente problemas de menor importancia que me desanimaban: grifos que goteaban, puertas y ventanas que no cerraban, y la corriente eléctrica que se iba durante bastantes horas.
El trato con los cubanos no mejoraba gran cosa; existían algunas barreras difíciles de saltar, llegué a pensar que nadie era sincero conmigo. Me desesperaban los infinitos prolegómenos hasta para servir una cerveza caliente, las excusas, la actitud siempre negativa: «no», «nunca», «no lo sé», «no se puede», «aquí no es», «antes sí», «depende». Cualquier demanda, por sencilla que fuera, era un camino lleno de obstáculos. En las tiendas se palpaba una actitud por parte de los empleados que claramente esperaban que el cliente desapareciera cuanto antes. El acoso masculino, vulgar, grosero y estúpido me ponía de los nervios. Estaba cansada, algo confusa. El simple hecho de tener que acarrear agua embotellada, pues en La Habana no se puede beber agua corriente si no es hervida, me suponía un contratiempo; eso, cuando la encontraba. No quería depender de nadie, lo peor es que estaba llena de picaduras de mosquitos y no dormía muy bien.
Menos mal que con Patricia y unos amigos nos fuimos a buscar playas vírgenes y alojamientos remotos; el campo cubano resultó ser para mí completamente diferente a la capital: la primavera era lluviosa y había inmensas oleadas de laderas verdes llenas de palmas reales en el horizonte. Los pueblos parecían desordenados, pobres, y las carreteras estaban llenas de gente en carro tirado por un caballo, en bicicleta, andando por las cunetas con niños en brazos. Otros muchos dormitaban en los porches desvencijados mientras corrían las gallinas, los pavos y los perros y merodeaban en el cielo las tiñosas. El conjunto era una mezcla de chaparrones, frenazos, campesinos con machete y sombrero, mujeres muy gordas despeinadas, niños tirando del ramal de un potro junto a la escuela, camiones con la caja descubierta llena de muchachos y muchachas gritando. Me gustó.
Encontramos una playa solitaria, inmensa, lejana, con caminos de flores rosáceas que llegaban hasta el agua verde; no había mucho oleaje, pero sí una corriente continua, rizada y con un ruido permanente. Vimos rocas extrañas, con dibujos, de formas caprichosas, y maderos negros enterrados. Allí se acababa el mundo.
La dueña de la casa en la que dormimos nos habló de cocodrilos, de ciénagas, de avenidas y ciclones sucios, de pájaros; la humedad era como una camisa remojada. Luego llovió sobre la playa mientras nadábamos y por encima de los árboles desparramados, sobre el manglar. Me di cuenta de que tenía mucha sed, mucha hambre y de que tenía todo el cuerpo muy moreno, tal vez quemado.
Otros días fuimos a Sábalo y a San Luis y a Pinar del Río y a Viñales y al cayo Jutías y a varios lugares más entre las montañas. Me hubiera gustado que Patricia hubiera seguido conduciendo mucho más tiempo, pero regresamos a La Habana en un atardecer eterno; las mismas personas que esperaban la guagua el día que llegué a Cuba estaban en las mismas paradas, con cara de sueño, pero también de dulzura.