Читать книгу Tagherot - Mateo Fernández Pacheco Martín - Страница 21
ОглавлениеSe llevaron al jefe a España, con lo que Patricia y yo quedamos como encargadas de la delegación; claro que eso es lo que hacíamos antes, pero el sueldo subió un poco. Cambiamos algunas cosas, y los cubanos se removieron en los asientos. Incluso tuvimos que despedir a uno, discretamente. A Máximo le compramos una podadera nueva, un cubo de plástico bastante grande y una escalera metálica, además de subirle un poco el sueldo: siempre dice que me quiere mucho.
Se hablaba de una crisis inminente del turismo en la isla, la verdad es que algunas cosas no iban muy bien, pero la empresa seguía teniendo beneficios, nosotras hacíamos todo lo posible. Una nueva ilusión se apropió de mí por conocer gente nueva, por visitar otros lugares, por hacer cosas que antes no me hubiera planteado. La soledad relativa me entristecía en algunos momentos, pero también me daba satisfacciones. Además, en muy poco tiempo vinieron a verme dos amigas y un amigo, y también vino mi hermana, con lo que siempre había gente en la casa. Marisol me dijo que me encontraba muy bien, que me veía contenta, que qué tal los cubanos, que si era cierto que el trópico era realmente caliente.
Les enseñé a todos La Habana Vieja, Centro Habana, Casablanca, las bodegas donde aún se compran los huevos con cartilla, las panaderías, los agros, las farmacias y la calle Amargura, las iglesias, algunos museos.
Mi hermana todo lo registraba, lo preguntaba, intentaba comprenderlo, no es una mujer con prejuicios: hablaba mucho más con la gente que yo, pero me dijo que no, que nada de nada, pero que había algunas cosas que en otros países, en España, se habían perdido, pero que no había que ponerle nombre, que a ella no le gustaría vivir aquí, pero que entendía que a otras personas sí. Yo le contesté que claro, pero que era muy raro creer que siempre se estaba de vacaciones, aun en los días de mucho trabajo, que pensaba que era el mar, que el mar todo lo cambiaba y que también casi todo era nuevo.
Y al poco tiempo llegó el mes de Mayo que fue muy suave, muy dulce.
Cuando quise darme cuenta llevaba cinco meses en La Habana. Cortaron el tráfico del Malecón porque las olas del temporal del norte saltaban por encima de la calzada y llegaban a la acera carcomida de enfrente; todo estaba oxidado, las rejas se deshacían y se quebraban, como se deshacían las columnas y los capiteles y los balcones. Pinté la terraza de otro color y Mudín y yo subíamos todas las noches después de cenar viendo el noticiero del televisor. Logré empalmar dos cables largos y coloqué una pequeña lámpara junto a la barandilla para poder hacerle competencia a las luces de otras terrazas en las que cubanos y cubanas medio desnudos tomaban cervezas y ron.
Mirábamos las estrellas, y la luna aparecía cuando le daba la gana. Algunas noches leía Cumbres Borrascosas, leía a Borges y a Chéjov, que es el mejor, y a Raymond Carver y también historias de piratas y bucaneros y El guardián entre el centeno y a Alejo Carpentier, que me producía mucho sueño. Leí de nuevo Historia de dos ciudades y Guerra y paz, saltando páginas muy a menudo.
Luego me iba a la cama, sola, desamparada; Mudín me miraba con sus grandes ojos avellana hasta que me veía adormecida y después suspiraba. No sé si los perros piensan, y este además ni ladraba, pero ya estaba disfrutando por adelantado el momento en que yo despertara. En mis sueños habaneros hablaba con mi abuela, que era mucho más alta de lo que recordaba, o bien me veía de pronto con un niño pequeño recién nacido en brazos; creo que yo no era su madre. También tenía sueños excitantes, muy sensuales, y sueños de viajes en coches descubiertos, más bien camiones, como los que había visto por las carreteras de la isla, alegre, plena, eufórica, insensata, entre las montañas azuladas llenas de palmas reales y de ceibas, por los puentes y los pedraplenes en el mar hacia los Cayos, en el atardecer púrpura y brillante, sobre las rocas verdinegras y la arena embarrada.
Esta noche ha llovido y el embajador y Máximo están en la puerta del palacete de Quinta muy temprano. Me miran llegar y un poco antes de acercarme a ellos se ríen, pero siguen mirándome, y después el jardinero me pone su negro dedo sobre el hombro, muy dulcemente:
—¿Qué bolá, compañera? ¿Todo bien?