Читать книгу Tagherot - Mateo Fernández Pacheco Martín - Страница 9

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Salí de nuevo a las calles de La Habana; logré enviar un mensaje a Patricia, que será mi compañera de trabajo en la empresa; quedamos para el día siguiente, por la tarde, en el vestíbulo del Habana Libre. Me dijo que ella era una chica alta, morena y con un bolso grande, amarillo; me resultó simpática.

El martes por la mañana estuve dando vueltas y empecé a hacerme una idea de la ciudad, que es muy extensa, muy llana. Los carros son muy antiguos, van llenos y arrojan un humo negro cancerígeno, la gente cruza por donde quiere, y las aceras están llenas de agujeros y de charcos. La parte llamada Centro Habana parece haber sufrido un bombardeo; de casas que están en ruinas sale gente, niños con sus mochilas; hay colegios de primaria con las ventanas abiertas de par en par, y los niños hacen sus tareas, muy serios. Llovió mucho de pronto y las calzadas se llenaron de agua tibia. Algunos se quitaron los zapatos y se metieron en los charcos, luego salió el sol enseguida.

Los cubanos y las cubanas gritan, escupen, arrojan cosas al suelo, comen de unas cajitas de cartón, parecen tener sueño o cansancio; otros están muy contentos; hay algunos viejos decrépitos, quemados por el sol, con el color de las maderas oscuras.

Fui andando por el Malecón hasta la calle Rampa y luego subí por ella hasta el hotel. El mar estaba algo revuelto y saltaban algunas olas sobre el muro. Este mar parece diferente al que yo he visto en otras ciudades, en Santander, en San Sebastián, en Barcelona; no hay barcos, es muy abierto, no tiene fin. El arco que forma la bahía es simplemente maravilloso, único. La calle Rampa no es muy bonita, está sucia, tiene mucho tráfico, hay algunos edificios que parecen cerrados.

A las seis me encontré con Patricia. Tal y como me había dicho era alta, al menos como yo, morena, y estaba sentada en el poco acogedor vestíbulo; me dijo que no sabía que fuera tan joven, que estaba contenta de tener una compañera española, que el trabajo bien, que algunas veces mucho y casi siempre muy poco, que era muy relajado y no había jefes. Ella llevaba en La Habana dos años.

—Ya verás —dijo—, pronto te acostumbras, al principio todo es un poco raro, pero luego nada.

Patricia era guapa. Cruzamos el semáforo de la calle L y nos fuimos andando por 23; era una chica nerviosa, habladora, ocurrente, lo pasaríamos bien; me preguntó qué había visto de la ciudad, me habló de las guaguas, de los almendrones (taxis compartidos), de las tiendas, de la gente y del calor. La verdad es que también yo tenía gana de hablar con alguien. Me aseguró que dentro de muy poco me gustaría y odiaría la ciudad al mismo tiempo, que en ocasiones era un desastre y al mismo tiempo era mágica, eso dijo, mágica, que las playas no estaban lejos. Tenía un carro viejo que iba como un tiro, vivía en la calle D, junto a Cáritas, en una casa que le gustaba mucho. Me resultó muy simpática desde el primer momento, como si fuera una persona conocida de hace tiempo.

Volvimos desde la puerta del cementerio de Colón callejeando por el Vedado que al atardecer me sorprendió: larguísimas calles rectas, muy arboladas, con muchas zonas umbrías, tranquilas, y casas de dos o tres plantas muy hermosas con terrazas, porches y columnas y jardines delanteros, y un silencio acogedor, sin apenas tráfico, salvo dos o tres avenidas. La verdad es que había también muchas casas destrozadas, ruinosas, pintadas de tres colores diferentes, con escaleras llenas de herrumbre y ventanas arrancadas, no es fácil explicarlo. En algunas esquinas se amontonaban los escombros y la basura, y malvivían los gatos minúsculos y de todos los colores.

Anocheció de repente y fuimos a cenar a una paladar, como aquí llaman a algunos restaurantes; tardaron mucho, pero luego trajeron ropa vieja, arroz moro, viandas, malanga frita, tostones y boniato; Patricia comió pescado y arroz pilaf, luego un helado de chocolate. Pagamos a medias. Me acompañó hasta la calle Línea, llamó en la casi oscuridad un Chevrolet verde que venía con dos chicas y el chófer; nos despedimos y volví a La Habana Vieja, papito, con Adelita.

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