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Junior

Enmarco su cara con mis manos, ya vendadas, y fijo mis ojos en ella. Tiene los ojos tan brillantes que creo que va a llorar. Que no lo haga, joder, que no lo haga. Sé que para ella es difícil estar aquí. Muy difícil. No le gusta que pelee, no le gusta que boxee y tampoco le gusta que me dedique a esto de manera profesional Y yo, a pesar de ello, sigo haciéndolo. Pero, el combate de hoy, prometo que será el último. Lo prometo, porque sin duda puedo renunciar a la adrenalina que siento cuando me subo al cuadrilátero y todo lo que me produce la competición, pero a ella, a Vicky no puedo perderla.

—¡Cásate conmigo, Vicky! ¡Cásate conmigo! —le digo en un arrebato. Acerco mis labios hasta los de ella y la beso varias veces seguida y de manera suave.

Sus enormes ojos azules se abren y su boca intenta decir algo, pero es incapaz de articular ni una sola palabra. Le ha cogido tan de sorpresa lo que acabo de decir que parece que incluso se ha quedado sin habla. Si es que hasta yo mismo estoy sorprendido con lo que acabo de hacer, por lo que no me extraña que ella lo esté tanto o más que yo.

Los segundos se me hacen minutos y los minutos se me hacen horas mientras espero su respuesta con mis manos sujetando aún su cara. Pero el silencio es lo único que ahora mismo existe entre nosotros. Vicky no dice nada, ha cerrado los ojos y está dejando rodar por sus mejillas las lágrimas que hasta hace un rato ha estado aguantando mientras apretaba los labios. Ahora no sé si llora por miedo, por preocupación o si lo hace de emoción por mi petición de matrimonio.

¿Por qué llora joder, por qué? Me pregunto, mientras sigo esperando la respuesta que tanto deseo antes de que suene la campana. Esa maldita campana que me avisará de que tengo que subir al cuadrilátero.

No tenía pensado pedirle que se casara conmigo antes de subir a un ring. Bueno, en realidad, debo admitir que no tenía pensado pedirle que se casara conmigo. A ver, sí que lo tenía pensado, pero no ahora, no en este momento. Joder, qué lío todo.

Tenía pensado hacerlo un poco más adelante cuando tuviera algo más para ofrecerle. Y el modo de hacerlo…, pues, sinceramente, me hubiera gustado que fuera un poco más tradicional, más romántico, más como ella hubiera querido, con cena, flores, velas y todas esas ideas románticas que siempre están rondando por su cabeza. También habría sido un buen detalle tener un anillo que ponerle en el dedo, que solo me ha faltado colocarle otra anilla de refresco en su dedo. «Joder, Junior», me regaño mentalmente. Qué desastre.

Pero es que a veces me dejo llevar por mis impulsos y soy incapaz de pararlos, en eso me parezco mucho a Elena, mi madre. Soy muy de arrebatos y esta vez me he dejado llevar por el más grande de todos. Pedirle a Vicky que se case conmigo es algo serio. Muy serio.

Ha sido al verla ahí, frente a mí, tan llena de miedo, tan llena de inseguridad y de amor, mirándome fijamente antes de enfrentarme a este combate, cuando me he dado cuenta de que no quiero estar separado de esta mujer ni un minuto más.

Y esta ha sido la única manera que se me ha ocurrido de hacerle ver que la quiero a mi lado. Que siempre he querido que lo esté.

Es la única manera de hacerle entender que no quiero que se marche a Londres de nuevo. Es la única manera de que sepa que, si ella se va, yo me voy con ella.

Eso es.

Punto.

Vicky lleva un año allí por temas de trabajo y esa distancia me está matando. A mí todo este tiempo se me está haciendo tan largo como si se tratara de una vida entera. No quiero pasar ni un minuto separado de ella. No. No quiero. No quiero tenerla en mi vida solo los fines de semana, quiero tenerla junto a mí los siete días de la semana y, a ser posible, las veinticuatro horas del día.

Si es que la quiero, joder. La quiero.

La quiero desde la primera vez que la vi cuando ella era tan solo un bebé y yo apenas levantaba tres palmos del suelo.

La quiero desde la primera vez que nuestras miradas se cruzaron, cuando la vi dormida en su cuna.

La quiero desde la primera vez que ella se aferró a mi dedo índice, con su diminuta mano y, entonces, ya sentí esa especie de corriente eléctrica que me recorre todo el cuerpo cuando entrelazamos nuestros dedos.

La quiero desde la primera vez que besé su mejilla, cuando ella tan solo tenía unos días de vida.

La quiero desde que simulamos nuestra boda cuando apenas éramos unos niños y nos dimos nuestro primer beso en los labios con sabor a gominolas.

La quiero desde siempre. Eso es, desde siempre.

Ella es mi chica, siempre lo ha sido y siempre lo será.

Me acabo de dar cuenta de que la he querido desde que nació y que es con ella con quiero compartir mis penas, mis alegrías, mis victorias, mis derrotas y que ella lo haga conmigo. Quiero que compartamos todo lo que la vida nos depare, pero juntos, nunca más separados. Juntos, siempre juntos.

—Dime que sí Vicky. Dime que sí. Por favor —le pido con un tono de voz que suena a súplica. Pero ella sigue frente a mí en silencio con sus ojos clavados en los míos.

Me acerco un poco más para besarla de nuevo y con mis labios sobre los suyos le prometo que este será mi último combate. Esperando que, de esta manera, ella reaccione al fin.

No quiero que siga sufriendo cada vez que me ve subir a un ring. Todas y cada una de nuestras discusiones siempre son debido al boxeo. Siempre.

No quiero que sufra por cada golpe que recibo.

No quiero que sufra por nada y, mucho menos, por mi culpa.

Si puedo evitarle el dolor y el sufrimiento, lo haré, y si para ello tengo que renunciar a boxear, no me importa, lo haré. Porque a lo único que no puedo renunciar ni estoy dispuesto a hacerlo, es a ella. Lo demás, sinceramente, me da igual, porque mi vida sin ella no es vida. Si Vicky no forma parte de mi vida…, yo no quiero vivir.

Yo lo único que quiero es que ella sea feliz.

Yo lo único que quiero es que ella sea feliz a mi lado, y yo al suyo. Tal y como mi padre es feliz al lado de Elena y Héctor lo es al lado de Gloria.

Yo lo único que quiero es que seamos felices, pero no por separado.

Yo lo que quiero es que seamos felices juntos. Juntos.

De todos modos, la idea de abandonar el boxeo de manera profesional es algo que me ronda la cabeza desde hace algún tiempo, concretamente desde que mi abuelo Ángel nos dejó.

Mi abuelo murió hace tan solo un año. Falleció debido a un alzhéimer que, sin duda, le provocó todos y cada uno de los golpes que recibió en su cabeza a lo largo de todos los años en los que se dedicó al boxeo profesional. Se fue de este mundo sin reconocernos a ninguno y sin recordar nada de su vida y, lo más triste de todo, se fue sin saber quién era él mismo. Y yo no estoy dispuesto a que eso me ocurra.

No estoy dispuesto a perder ninguno de mis recuerdos, porque todos forman parte de mi vida, los buenos y los malos y todos me gustan. Unos me agradan más, otros menos, pero todos forman parte de ella.

Me dedicaré al boxeo de otra manera, puedo hacerlo como entrenador, tal y como lo hacen mi padre y Héctor.

O tal vez lo abandone por completo. Eso aún no lo sé.

Pero eso ya lo pensaré.

Por ahora lo que sí tengo claro es que hoy, es la última vez que me subo a un ring para competir.

Además, ser hijo de Aris Gon, El Ángel, campeón de España de boxeo y también del mundo, pesa demasiado. Es una gran presión. Muchas comparaciones. Demasiado peso sobre mis hombros. En definitiva, un gran número de cosas que no me dejan disfrutar de este deporte cuando me subo al ring. Mi padre me ha dejado el listón demasiado alto y yo no me veo capaz de superarlo. Ser su hijo me lo ha puesto muy difícil a nivel profesional.

No estoy dispuesto a que me tachen de ser un mediocre y tampoco quiero dejarme la vida peleando para demostrar que puedo ser tan bueno como mi padre o tal vez mejor. Pero eso nunca lo sabré. Nunca lo sabrán. Nunca lo sabremos. Nunca. Porque hoy disputaré mi último combate.

—Sal de ahí, Junior, sal de ahí. Joder. Te tiene contra las cuerdas.

Escucho gritar a mi padre mientras yo me revuelvo entre una de las esquinas del cuadrilátero y mi contrincante para librarme de él con la intención de volver al centro del ring y, así, poder continuar el combate. Finalmente, lo consigo golpeando a mi rival en el hígado.

Izquierda, derecha. Izquierda, derecha. Son golpes directos que doy en la cara de mi rival.

Él ataca con un directo de derechas que impacta en mi ceja, haciéndome un corte que comienza a sangrar de manera inmediata. Muevo mi cabeza hacia un lado y hacia otro para despejarme. Consigo reponerme y lanzo dos upper, dos directos hacia su barbilla, con la intención de dejarlo KO, pero no consigo hacerlo. Es un rival duro. Muy duro.

El gong de la campana nos avisa de que el noveno y penúltimo asalto ha terminado.

Voy hasta mi esquina y me siento. Mi padre, que además es mi entrenador, me quita el protector bucal, me da un poco de agua y corta la hemorragia de mi ceja. Consigo contener la expresión de dolor de mi cara. Esto duele. Joder.

—¿Todo bien, chaval? —me pregunta dándome un par de palmadas en la cara.

—Todo bien —respondo, o más bien balbuceo, porque la verdad es que estoy un poco mareado, pero no voy a decir nada. Si todo va bien, el próximo asalto será el último y también el definitivo. Si lo gano me proclamaré campeón de España y podré retirarme del mundo profesional por la puerta grande.

La campana avisa del inicio del décimo y último round. Me incorporo, doy un par de saltos en mi esquina y choco mis propios puños antes de volver al centro del ring.

Mi contrincante, aunque tiene el combate perdido, sale con ganas de pelear. Ataca con un par de hooks que hacen que me desestabilice. Me duele la cabeza y empiezo a ver un poco borroso. Con sus golpes consigue llevarme hasta las cuerdas. Estoy algo desorientado. Él lanza un golpe de derecha y otro de izquierda y, finalmente, un golpe en el costado. Aprieto los dientes al recibirlos y me doblo debido al dolor. Dios, es insoportable. Debe haberme roto alguna costilla, estoy convencido de que así ha sido porque me cuesta respirar.

Miro a mi padre que me hace gestos para que ataque. Consigo salir del rincón donde mi rival me tiene encerrado atacándolo con un jab y tres golpes seguidos al hígado, mientras él se retuerce de dolor, yo consigo volver al centro del ring. Inspiro fuerte a pesar del dolor que tengo en uno de los costados. Pero un upper al mentón, un golpe directo, impacta en mí. Uno que no esperaba, porque no tengo la cabeza en el combate, mi cabeza está en otro sitio.

No dejo de pensar en que Vicky no me ha contestado a la pregunta que le he hecho antes de subir al cuadrilátero. No me ha dicho ni sí ni no. No me ha dicho nada. Nada.

Ha sido un golpe que no he podido esquivar, porque no veo bien joder, no veo.

Un nuevo ataque me hace caer al suelo.

Mientras caigo, como si lo estuviera haciendo a cámara lenta, busco la mirada de Vicky y en ella la respuesta que tanto ansío.

Mi Vicky. Mi chica. Mi Zafer.

Cuando, al fin, nuestras miradas se encuentran, yo cierro mis ojos, mientras termino de caer sobre la lona con los suyos clavados en los míos. Es lo último que veo. Es lo último que consigo distinguir. Y con esa imagen guardada en mi retina, mi cabeza impacta de manera brusca contra el suelo del ring, a la vez que escucho como mi nombre sale por su boca de un modo tan desgarrador que incluso a mí me duele. Un grito que me llevo clavado en lo más profundo de mi corazón. Ese grito y esos ojos fijos en los míos se quedarán grabados para siempre en mí. Para siempre.

Y mientras mi nombre retumba en todo el recinto, en mi cabeza ha comenzado a sonar esa canción que tanto me recuerda a ella, a nosotros.

Nuestra canción.

My girl.

Y, después de sus acordes, llega él, el silencio.

La vida me debe una vida contigo

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