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Vicky

—¡¡Estás preciosa!! —dice mi madre llevándose las manos a la cara emocionada al verme vestida de novia.

—¿De verdad? —le pregunto expectante, mientras me miro al espejo y recojo mi larga melena ondulada y castaña en una coleta con la goma que siempre llevo sujeta en una de las muñecas.

Bajo la mirada y me atuso el vestido. Frunzo el ceño al subir de nuevo la mirada para verme otra vez en el espejo, tuerzo el gesto, en señal de desaprobación. No termina de convencerme la imagen que recibo reflejada, de mí.

—Vicky, cariño, alegra esa cara, vas a casarte y, sin embargo, parece que acaban de condenarte a muerte. —Fuerzo una sonrisa, miro a mi madre y después a Elena que me mira con los ojos anegados en lágrimas, la barbilla temblorosa y con una mano en su boca intentando sujetarse las ganas de llorar. «No llores, por favor», le suplico mentalmente.

—Déjame que te haga unas fotos, quiero guardar este recuerdo y, además, voy a enviárselas a tu padre para que te vea y así nos dé su opinión.

—Mamá… —musito resoplando en señal de protesta.

—Papá nunca será objetivo. Dirá que estoy guapa y encima protestará, porque, a pesar de que tengo veintisiete años, sigue pensando que soy una niña y que no tengo edad para casarme —mascullo.

—En eso Vicky tiene toda la razón —dice Elena, tras tragar saliva para deshacer el nudo de emoción que tiene formado en la garganta

Soy como una hija para ella y la emoción la está invadiendo por segundos al igual que lo está haciendo con mi madre y también conmigo. Rehúyo su mirada antes de que alguna de las dos terminemos llorando a mares. Hago un esfuerzo y sonrío para que mi madre finalmente me tome las fotos.

Cuando mi madre termina, vuelvo al probador para quitarme el vestido de novia y vestirme con mi ropa. Una falda de color negro en largo midi, una camiseta básica de color blanco, una cazadora vaquera y unas botas Converse también negras, un look muy londinense. Sigo viviendo y trabajando en Londres, pero ahora estoy en casa.

En una de mis botas, colgada del cordón, esa anilla de refresco que me acompaña desde que tengo siete años.

Mi anilla. Su anilla. Nuestra anilla.

Sonrío al verla. Paso uno de mis dedos por ella acariciándola y pienso en todo lo que ha pasado desde aquel día. Han pasado veinte años desde que Junior la colocó en mi pequeño dedo anular y después la anudó al cordón de una de mis zapatillas para que no la perdiera. Desde entonces esa anilla ha ido pasando por todos y cada uno de los pares de zapatillas que he estrenado.

Ahora, en ese dedo, en el cual él un día colocó esa anilla de refresco, luzco un anillo de oro blanco con un brillante. Ahora en ese dedo llevo mi anillo de compromiso.

Pero esa anilla siempre será especial, al igual que nuestra historia lo fue, lo es y siempre lo será. Siempre.

—¿Puedes enviarme las fotos a mi teléfono? —le digo a mi madre mientras salimos de la tienda de novias—. Quiero enviárselas a Vega —aclaro.

—Ay, mi niña, lo que daría ella por estar aquí en estos momentos —suspira Elena, al tiempo que se le ilumina la cara al pensar en ella. Vega lleva algo más de dos años viviendo en Australia, desde que se marchó para seguir con su vida, tal y como hicimos todos, se marchó para encontrarse con sus olas y su filosofía de vida. No la hemos vuelto a ver desde que se marchó. No ha vuelto a venir a casa.

—Para la próxima vez —le digo y beso una de sus mejillas, mientras me agarro de su brazo y del de mi madre, quedando así en el centro de ambas.

—¿Para la próxima vez? —pregunta mi madre asombrada—. ¿No te has casado la primera vez y ya estás pensando en casarte la segunda? Por favor, Vicky —resopla.

Elena y yo nos reímos a carcajadas al escucharla.

—Supongo que se refiere para la próxima prueba. ¿Verdad, cielo? —aclara Elena todavía entre risas.

Asiento en señal de afirmación y lo hago pensando en lo mucho que me gusta escuchar a Elena reír. Me encanta que haya recuperado esas ganas de vivir que siempre le caracterizaron. Hubo un tiempo en que sus risas se volvieron silenciosas, al igual que las de todos nosotros. Pero, por fin, todos hemos vuelto a disfrutar de nuestras vidas. Unas vidas que no han vuelto a ser las mismas, después de lo sucedido. Nunca lo serán. Nunca podrán serlo.

—Claro —resoplo aliviada al ver que Elena si ha sabido entender lo que he querido decir.

—Madre mía, mamá. ¿En qué estabas pensando? —digo soltando otra carcajada.

Mi madre se lleva una mano al pecho en señal de alivio o de angustia, vete tú a saber por qué, y se une a nuestras carcajadas al darse de cuenta de que su lengua ha ido más rápido que su cabeza. Eso en mi madre es bastante normal. Todo hay que decirlo.

La vida me debe una vida contigo

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