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Vicky

Busco algo de ropa cómoda entre la que he colocado hace un rato en los cajones de la cómoda, me cambio para bajar hasta la cocina y ayudar a mamá con la cena.

Me visto con un pantalón corto de algodón y una camiseta talla XL. No es una camiseta cualquiera. Es la camiseta. Es su camiseta. Aquella camiseta que él dejó un día en Londres para que yo durmiera con ella durante los días que duraba su ausencia y, así, sentirlo más cerca. Un poquito más cerca.

Hoy tres años después, sigo aferrada a ella, ya no huele a Junior, ya no huele a nosotros. Pero, es su camiseta y, también, un poquito mía.

Recojo mi melena en una coleta mientras bajo las escaleras dando saltitos como cuando era una niña. Estoy tan contenta de estar en casa de nuevo.

Voy directa hasta la nevera y saco un par de refrescos, uno para mi madre y otro para mí. Me siento en una de las banquetas que hay alrededor de la isla de la cocina y suspiro dejando caer mi cabeza sobre la encimera en señal de cansancio y. por qué no decirlo, con algo de desesperación tras mi conversación con Vega.

—Maldita, Vega —farfullo entre dientes con la esperanza de que mi madre no me haya escuchado.

—¿Qué ha pasado ahí arriba? —me pregunta acercándose a mí y alzando las cejas.

Me encojo de hombros, le digo que nada.

—¿Nada? Vamos, Vicky, que se escuchaban las voces al otro lado de la urbanización —me dice mientras se acerca un poco más.

—Nada, de verdad —repito, lo hago en un intento de convencerla de que así ha sido y, de paso, convencerme a mí misma.

—Vickyyyyy —me reprende, alargando la última letra como cuando era una niña.

—¿De verdad? ¿De verdad que las voces han sido para tanto? —pregunto y esta vez soy yo la que alzo mis cejas y, además, abro mucho los ojos en señal de asombro.

Mi madre se ríe y choca su hombro contra el mío al escuchar mi pregunta, haciéndome entender de esa manera que está hablándome en broma.

No soy muy dada a dar voces, al contrario, soy muy tranquila y dialogante, sin embargo, hoy Vega me ha sacado de mis casillas. En realidad, ella siempre lo hace. Siempre lo ha hecho. Siempre lo hará. Y ojalá lo siga haciendo siempre. Siempre.

Estoy cansada, estoy estresada y estoy sobrepasada.

—No, cariño, no han sido para tanto. Pero algo grave tiene que haber ocurrido entre vosotras para que le dieras esas voces a Vega. Y, además, la mandaras a la mierda. —Me llevo las manos hasta la cara para esconderla entre ellas y me muerdo el labio inferior en señal de desaprobación hacia mí misma. «Por el amor de Dios, he perdido los papeles por completo».

Pues sí que he dado voces, sí. Por lo que veo mi madre se ha enterado de todos y cada uno de los pormenores de nuestra conversación. Me remuevo, algo inquieta, en mi asiento.

Humedezco mis labios y coloco un mechón de pelo, que se ha escapado de mi coleta, tras la oreja de manera nerviosa.

—Vega ha dudado de que quiera casarme —confieso al fin.

—Me ha dicho que esta boda no me apetece. ¡¡JA!! Como si una boda, no sé, fuera algo efímero, algo que ahora te apetece y dentro de dos horas ya no. Como si una boda fuera una comida, una película o dar un paseo. No sé si me entiendes. —Me encojo de hombros para hacerle saber a mí madre de ese modo que no entiendo la actitud de Vega y hago rodar los ojos hasta ponerlos en blanco. Bebo un poco del refresco para humedecerme la boca, de repente, se me ha quedado muy seca. No sé por qué me he puesto nerviosa al hablar de esto con mi madre.

La miro, esperando a que ella me ayude a entender mejor todo esto que yo soy incapaz de explicar en este momento. Ella me mira fijamente y en sus ojos veo algo, no sé qué es, pero intuyo que mi madre se está callando un pensamiento. Y que eso me incumbe directamente.

Esto me asusta, porque entre mi madre y yo no hay secretos. Nunca los ha habido, al menos no los ha habido hasta ahora. Solo espero que ella no piense también que esta boda es un error. Solo me faltaba eso. Que ella también pensara que me estoy equivocando.

—¿Tú también piensas que casarme es un error? —pregunto inquieta y albergando la esperanza de que me saque de mis dudas.

Mi madre no dice nada. Se queda en silencio y se limita a abrir uno de los cajones que hay bajo la isla de la cocina y sacar una bolsa con gominolas, concretamente, una llena de moras negras. Mis chuches favoritas y también las de ella. En realidad, mi madre es la culpable de que me gusten, ya os he contado que mientras estuvo embarazada de mí tuvo antojo de ellas. Y, por lo que se ve, a día de hoy, sigue teniéndolo. Unas gominolas que siempre me trasladan a mi primer beso con Junior, a nuestro primer beso, al primero de muchos. Y también tristemente lo hacen hasta el último.

—Vamos a tomarnos una sobredosis de azúcar antes de que llegue tu padre. Seguro que después de varias de estas, veremos todo de otra manera. —Mi madre me sonríe y yo imito su gesto, mientras pienso que ella no ha contestado a mi pregunta. No va a hacerlo, estoy convencida de ello y eso me preocupa.

—No sé si lo veremos de otra manera, pero más dulce seguro que sí —le digo llevándome una mora a la boca y cerrando los ojos como si estuviera degustando el manjar más exquisito del mundo y trasladándome con mi mente hasta mi lugar favorito del mundo. Los labios de Junior. Sacudo mi cabeza para desterrar esa imagen de ella.

Ayudo a mi madre a poner la mesa para la cena y nos sentamos en el porche a esperar a mi padre, el cual no tarda en llegar. Esperar a mi padre, sentadas en el porche, es algo que hacemos desde que yo era una niña. Es una de las tantas cosas que echo de menos cuando estoy en Londres. Echo de menos tantas cosas…, tantas.

Nada más verlo aparecer por la puerta del jardín me levanto y salgo corriendo hacia él, salto sobre sus caderas y me engancho a ellas mientras hundo mi cabeza en el hueco que se forma entre su hombro y su cuello. Tal y como lo hacía cuando era solo una niña.

—Mi Zafer. Mi Victoria —me dice mientras acaricia mi espalda y yo beso su cuello insistentemente para asegurarme de este modo de que es verdad que estoy entre sus brazos.

Mi padre pocas veces me llama Vicky, él siempre me llama Victoria o Zafer, que es mi nombre en turco. Mi abuelo paterno, al cual no conozco, es de allí. Mi padre siempre cuenta que, cuando mi madre eligió mi nombre, lo primero que le vino a la cabeza fue esta palabra turca y, desde que nací, es su manera de llamarme cariñosamente.

Cuando se enfada o tiene que hablar seriamente conmigo utiliza mi nombre completo, Victoria. Él y Junior son los únicos que me llaman de este modo. Bueno, debo aclarar que Junior lo hacía. Ya no lo hace.

—Papá… —consigo decir mientras intento deshacerme de ese pequeño nudo que se ha formado en mi garganta al sentirme entre sus brazos y aspirar su olor. Oler a papá es saber que por fin estoy en casa. Oler a papá es oler a hogar.

Mamá siempre lo decía, y yo no sabía a qué se refería hasta que me marché a Londres a trabajar. Ahora lo entiendo perfectamente, sé que estoy en casa cuando el olor de mi padre inunda mi nariz. Hubo un tiempo que sentía lo mismo cuando estaba con Junior. Estar en los brazos de Junior o cerca de él era saber que nada malo iba a pasarme, era saber que estaba protegida. Era saber que él era ese lugar donde siempre debía regresar. Era.

—¿Está todo bien cariño? —me pregunta al notar que un pequeño hipo me inunda.

Asiento repetidamente, con mi cabeza todavía hundida en su cuello. Pero él desenrosca mis brazos y mis piernas de su cuerpo para dejarme en el suelo, me enmarca la cara con sus manos y hace que sus enormes ojos color café se encuentren con los míos azules, que he heredado de mi madre, además de otras cualidades. Desvío la mirada para que él no pueda leer en la mía todo lo que ella tiene que contarle.

De mi padre tengo el color castaño de mi pelo, aunque de pequeña era muy rubia, tanto como mi madre, pero con los años se fue oscureciendo hasta quedar igual al de mi padre.

Ellos dicen que he sacado las mejores cosas de cada uno y la valentía por partida de doble. Por lo visto, ambos estuvieron de acuerdo en que yo sería valiente además de lista, guapa, luchadora y feliz. Pero hace un tiempo que demostré que no tengo valentía por partida doble. Y, sobre la felicidad, por ahora prefiero no hablar. Solo voy a aclarar que la felicidad es efímera. Solo hace falta un chasquido de los dedos para tenerla y otro para perderla.

La felicidad, tal y como la atrapas en tus manos, se esfuma entre los dedos. La felicidad son momentos, instantes… Eso es la felicidad.

—¿De verdad, está todo bien? —insiste inquieto.

—Sí. Solo que te echo de menos, bueno, os echo de menos a los dos, a mamá y a ti —le digo encogiéndome de hombros y limpiando de un manotazo las lágrimas que ruedan por mis mejillas, finalmente no he conseguido controlarlas.

A pesar de que llevo varios años viviendo en Londres, sigo echando mucho de menos a mis padres, bueno en realidad sigo echándolos de menos a todos. A todos…

—Eso tiene solución —me dice. Vuelvo a fijar mi mirada en la suya, pero esta vez lo hago sorprendida.

—¿Ah sí? —pregunto agarrándome a su brazo y poniendo rumbo al porche donde mamá sigue sentada, observando la escena.

Sé que ella no ha querido interrumpir este momento, ella es consciente de ese vínculo especial que mi padre y yo tenemos. Ella ha querido disfrutar, a su manera, de ese momento de intimidad que mi padre y yo acabamos de tener.

—La solución es que vuelvas a casa, con nosotros. No tienes por qué seguir en Londres

—Papá… —farfullo entre dientes.

—Héctor… —le riñe mamá, dándole un beso en los labios, a la vez que un pequeño manotazo sobre un hombro como reprimenda.

—¿Qué pasa? Tengo que quemar todos los cartuchos antes de que el guiri ese me la arrebate para siempre —protesta mi padre.

—Gordon, se llama Gordon —replica mi madre.

—Me da igual su nombre. Se llame como se llame va a llevarse para siempre a una de las dos personas que más quiero en esta vida.

—Espero que la otra persona sea yo —protesta mi madre cruzándose de brazos frente a él en señal de enfado.

—¿Acaso lo dudas, nena? —pregunta mientras la alza en brazos y le come la boca, literalmente, a besos.

Por favor, ver esta escena en mis padres no es que resulte demasiado agradable, ¡si parecen dos adolescentes con las hormonas revolucionadas! Bueno, he de reconocer que, a pesar de llevar tantos años juntos, me gusta ver como aún se siguen haciendo esas muestras de amor y cariño. Solo espero que, algún día y después de muchos años, yo también siga disfrutando del amor de esta manera. Me gusta cómo se miran, hay algo especial en sus ojos cuando se encuentran.

No. No, es algo especial, es ese amor infinito que se tienen el uno al otro, esa admiración mutua y ese respeto que ellos se profesan.

Amor infinito, admiración mutua y respeto.

Eso es lo que hay entre mis padres.

Eso es lo que ellos transmiten cuando se besan y se miran. Eso es.

La vida me debe una vida contigo

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