Читать книгу La vida me debe una vida contigo - MJ Brown - Страница 19
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Vicky
Envío a Vega las fotos que mi madre me ha sacado hace un rato nada más llegar a casa, sin tener en cuenta qué hora es ni tampoco la diferencia horaria que nos separa.
Suspiro tranquila cuando me doy cuenta de que allí, donde ella está, nada menos que en Australia, está amaneciendo y que ya estará levantada. Ella no perdona por nada en el mundo empezar el día cogiendo olas en Byron Bay, la cuna del surf en Australia.
Creo que todavía no le han llegado las fotos cuándo escucho sonar la melodía de mí teléfono. Descuelgo.
—¿En serio vas a casarte con ese vestido? —me grita desde el otro lado. Ella no saluda, ella va al grano directamente.
Está dando tantas voces que ni siquiera ha hecho falta que active el manos libres para escucharla y hablar con ella, mientras deshago la maleta que he traído desde Londres y coloco la ropa en el armario. Voy a pasar una temporada en España por temas de trabajo, concretamente, en casa de mis padres. Soy correctora y diseñadora gráfica en un importante grupo editorial, Sunder´s Edition.
—¿No te gusta? —pregunto contrariada.
—Oh, vamos, Vicky. No es que no me guste, es que no te pega nada —rebufa.
—¿Qué ha sido de ese vestido con el soñabas de pequeña y de esa boda informal y divertida en la playa y de la que no cambiabas absolutamente nada a pesar de que los años pasaban? Bueno, debería decir el «no vestido», porque siempre tuviste claro que el día que te casaras no llevarías un vestido.
«Ni que tuviera pensado casarme desnuda», pienso.
Me siento sobre la cama y resoplo antes de responder.
—Las personas maduran, ¿sabes?
—Ah, claro, que, ahora, a ser aburrida le llamas madurar. Si pareces la Cenicienta después de que el hada madrina pasara su varita mágica sobre ella. Que vaya tela de hada madrina. La bruja de Blancanieves, una santa a su lado. Lo de esa hada madrina fue una venganza en toda regla. Creo que Cenicienta no le caía nada bien.
Suelto una carcajada al escuchar todo lo que Vega acaba de soltar por su boca, mientras la dejo continuar con su diatriba. Sé que no ha terminado. Sé que aún le queda algo por decir. Vega es así.
—Menudo vestido, menudos zapatos y menudo moño. Por favor. —Os lo advertí, tenía algo más que añadir.
Sonrío de nuevo mientras la escucho y, además, me la imagino haciendo alguna de sus múltiples muecas. Estoy convencida de que en estos momentos está sentada en el porche de su casa de la playa, observando la salida del sol con una taza de café a su lado y llevándose su mano libre hasta la cabeza para remover sus rizos, poniendo sus enormes ojos azules en blanco y, por último, si no me equivoco, se habrá mordido el labio inferior en señal de desaprobación al ver las fotos que le he enviado con el vestido de novia que finalmente he elegido.
La conozco tanto que podría poner la mano en el fuego y no me quemaría al afirmar que todo eso es lo que está haciendo mientras habla conmigo. La echo tanto de menos. Lo que daría por estar sentada a su lado y tener esta conversación cara a cara. Por estar tomándome ese café con ella mientras vemos salir el sol y que la única preocupación que tuviéramos ahora mismo en nuestras cabezas fuera si hoy podremos cabalgar sobre las olas o no. Eso es lo que quiero en estos momentos. Eso es lo que necesito.
—Tú y yo siempre hemos estado de acuerdo en que Cenicienta debería haber ido al baile con una falda de tul negra hasta los tobillos, una camiseta blanca, una cazadora de cuero y unas botas Dr. Martens —dice Vega sacándome de mis pensamientos. Ella, como podéis leer, sigue a lo suyo.
—Unas Converse negras —replico metiéndome así de nuevo en la conversación.
—Bueno, ese detalle de las botas es lo de menos —masculla ella. Yo me río y ella se contagia de mi risa.
Es cierto que siempre hemos discrepado sobre el vestuario de la Cenicienta, y de cualquiera de las princesas Disney de hace algunos años. Pero eso ahora no viene al caso. Estamos discutiendo sobre mi vestido de novia.
—No soy aburrida, Vega, es solo que… —retomo la conversación inicial, pero dejo la frase a medias.
—Es solo que esta boda no te apetece nada —continúa ella por mí.
—¡¿Perdona?! —le increpo asombrada y doy un respingo sobre la cama, donde me he sentado para hablar con ella.
—Pues eso, que esta boda, por mucho que tú te empeñes, no te hace ninguna ilusión. Vamos, que no te apetece —repite enfatizando así lo que ha dicho antes y dejándome así muy claro que esa es su opinión y que no va a cambiarla por nada.
Esto quiere decir que habla en serio. A su manera, me está diciendo que ella está segura de que yo no quiero casarme y eso no se lo voy a consentir, ni a ella ni a nadie. A nadie.
—Vega… —resoplo.
—¿Qué…? —responde ella del mismo modo.
—Estoy muy cansada para escuchar tonterías. De verdad, estoy muerta. He estado toda la mañana trabajando en Londres. Después me he subido a un avión. Y sin haber comido nada desde esta mañana que desayuné, me he probado un vestido de novia, con el que por cierto no me siento nada cómoda y sabes que me fastidia mucho tener que darte la razón en esto. Y, por supuesto, lo último que necesito en estos momentos es escuchar tonterías y sandeces —le digo subiendo mi tono de voz para mostrarle mi enfado y gesticulando con mis manos de manera exagerada, como si ella pudiera verme.
Sí. Estoy enfadada. Estoy dolida. Sobre todo, por esto último, por todo lo que acaba decirme. Y también estoy confusa por su ataque de sinceridad.
Así es como me siento en estos momentos, enfadada, dolida y confusa.
—Tonterías y sandeces. Ya. Lo que yo te estoy diciendo son verdades como puños, pero tú puedes llamarlas como quieras —me increpa ella, al tiempo que a mí se me encoge un poquito el corazón al escuchar esto último. Unas palabras que se han clavado en mi alma como si fueran pequeños cristalitos. Unos cristalitos que, por cierto, hacen daño, mucho daño.
«Verdades como puños». Tres palabras que repito inconscientemente en mi cabeza. Tres palabras que no necesitan ninguna más para adornarlas. Tres palabras.
—No voy a seguir escuchándote, lo siento. ¡¡Vete a la mierda!! —le grito enfadada.
—En la mierda hay overbooking, querida, así que envíame a otro…
Antes de que continúe con esta estúpida discusión y, además, se me escape la risa, porque finalmente terminaré riéndome a carcajadas, cuelgo el teléfono y, por supuesto, lo apago. Conmigo tonterías, las mínimas. No voy a seguir escuchando todas esas verdades que ella me está diciendo y que yo también sé. Esas que me niego una y otra vez, a diario.
De verdad que no voy a consentir que, por muy amiga mía que sea, la mejor amiga que tengo para ser más exactos, me diga todas estas cosas.
—Que no me apetece esta boda, por favor —farfullo entre dientes mientras cuelgo en el armario toda la ropa que he ido sacando de la maleta durante mi conversación con Vega.
Ni que ella estuviera en mi cabeza, o ella fuera yo para saber lo que me apetece o no. Resoplo cerrando las puertas del armario de manera brusca en un intento de descargar la rabia que siento ahora mismo, una de ellas rebota y vuelve a abrirse para darme en la cara. Eso sí que es literalmente un portazo en las narices. Joder. Suelto un gruñido de dolor y a la vez de rabia, cierro mis manos en un puño, las aprieto fuerte y, después, pataleo como cuando era pequeña.
«Ni que una boda fuera un helado de vainilla o un chupito de tequila, que ahora te apetece y, en dos segundos, ya no y cambias de opinión», continúo protestando en voz alta para mí sola.