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Junior

«Una vez escuché o tal vez leí que “te amo” en italiano se dice “ti voglio bene” que significa “te quiero bien” y, sinceramente, creo que debería ser la meta de toda relación, querer bien a la otra persona para ser un apoyo, no una dificultad».

Y eso fue lo que hice, querer bien a Vicky. Amarla. Renunciar a ella para no ser una dificultad en su vida. Para no ser una carga.

Fue una mañana de otoño con olor a lluvia, ese a Elena, mi madre, tanto le gusta, ella siempre ha defendido la teoría de que la lluvia purifica y trae aires nuevos.

Esa mañana también tenía cierto sabor a invierno, un invierno que desde ese momento se instaló en mi corazón, para siempre. Un invierno que desde ese instante me acompañó día a día, sin ella. Sin Vicky, sin el roce de sus manos en mi piel, sin el sonido de mi nombre en su boca, sin sus dedos enredados en mi pelo, sin el sabor de sus labios en los míos. Sin ella.

Vicky viajaba cada viernes desde Londres para acompañarme los fines de semana en mi recuperación. Un proceso lento y doloroso, que me hacía sufrir y también sé, aunque nunca me lo dijera, que le hacía sufrir a ella. Podía ver ese sufrimiento en sus ojos, esos ojos que siempre han hablado por sí solos.

Insistí, en numerosas ocasiones, que no era necesario que viniera cada fin de semana para estar conmigo. Pero aun así ella seguía viajando para estar a mi lado, aferrada a un pequeño halo de esperanza que yo no estaba dispuesto a darle. Una esperanza que decidí romper porque no quería que ella siguiera sufriendo a mi lado.

Mi recuperación física iba más lenta de lo normal. Más de lo que los médicos pronosticaron y de lo que yo mismo deseaba que fuera. Y ni ellos ni yo estábamos seguros de cuando terminaría aquella tortura y tampoco de que fuera a ser el mismo de antes del accidente. Tal vez mi vida se quedaría relegada a una silla de ruedas, no lo sabíamos, y no quise que Vicky hipotecara su vida al compás de la mía. No quería hacerlo. No podía hacerlo. No debía hacerlo.

Los domingos a última hora de la tarde se despedía de mí, lo hacía con un beso en los labios y una caricia en mi rostro, hasta el siguiente viernes. Pero aquel domingo, lluvioso y casi invernal, decidí que sería la última vez que nos veríamos, que sería la última vez que nuestros labios se besarían, la última vez que sentiría sus manos acariciando mis mejillas. Sí, lo decidí así.

—Deberías irte —murmuré en apenas un susurro, mientras las gotas de lluvia golpeaban de manera intensa los cristales de la ventana, tic, tic, tic, tic, tic, tic. Tenía un nudo tan grande en mi garganta que a punto estuvo de ahogarme antes de pronunciar aquellas dos malditas palabras.

—Aún me queda un rato para coger el vuelo —respondió Vicky con los dedos entrelazados en los míos y acariciando el dorso de mi mano con su dedo pulgar.

—Creo que no me has entendido —aclaré a la vez que me giraba hacia la pared para no encontrarme con sus enormes ojos azules, haciéndome preguntas para las que yo no tenía respuestas. No las tenía, porque no las había.

—Quiero que te vayas y que no vuelvas —noté como su cuerpo se tensionaba y también sentí como se agarraba con más fuerza a la mano que aún acariciaba con su dedo pulgar. Una mano que yo retiré de manera lenta, queriendo así marcar en mi piel el tacto de la suya por última vez, como si de un tatuaje se tratara.

Mientras soltaba su mano de la mía pude escuchar como su corazón, y también el mío, se rompía en pedazos. Crac, crac, crac…, aquel día descubrí que cuando un corazón se rompe, no se parte por la mitad, en solo dos pedazos, lo hace en mil.

—Pero… ¿Por qué Junior? ¿Qué he hecho mal? ¿Qué ha pasado? —balbuceó todas y cada una de las preguntas con apenas un hilo de voz, lleno de ansiedad, lleno de dolor, lleno de angustia, de tantas cosas…

«Maldita sea», pensé. Me pregunta que ha hecho mal, cuando soy yo el único que está haciéndolo todo mal. Todo.

Estoy decidiendo por ella. Cuando debería ser ella la que determinara si quiere continuar a mi lado a pesar de todo. Sin embargo, soy yo el que no le está dando ninguna opción a ella. Ninguna.

—Yo te quiero y tú me quieres, nos queremos, siempre, lo hemos hecho. ¿O es que acaso tú has dejado de hacerlo? —Su voz sonaba temblorosa e insegura. Y yo quise dejarle claro que la decisión que había tomado era un acto de amor hacia ella.

—No he dejado de quererte, nunca dejaré de hacerlo. Joder. Por eso te pido que te vayas y me dejes, porque no creo que sea justo que tú estés aquí a mi lado. Sin saber qué va a ocurrir conmigo, con nosotros. VIVE, VICKY, VIVE. Pero hazlo sin mí. Por favor —supliqué.

No hubo ni una sola palabra más, ni una sola réplica por su parte, solo un sonido que lo llenó todo. El ruido de la silla donde ella estaba sentada, arrastrándose lentamente por el suelo y sonando como un adiós. Un sonido que durante mucho tiempo me acompañó. Supongo que lo hizo para recordarme lo que es el dolor. Aquel sonido era eso, dolor. Mucho dolor. El dolor de ver como el amor de tu vida se va de ella, porque tú lo has echado de tu lado. El dolor de sentir como el corazón, el alma y las entrañas se desgarran a la vez en tu interior. Al mismo tiempo.

La vida me debe una vida contigo

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