Читать книгу La identidad nacional de los Estados miembros en el Derecho de la Unión Europea - Pablo Cruz Mantilla de los Ríos - Страница 4

Prólogo

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El reconocimiento de la identidad nacional de los Estados miembros fue objeto de formalización en el ordenamiento de la Unión Europea en 1992, esto es, en el mismo momento en que ésta vio la luz con la aprobación del Tratado de Maastricht. La evolución de las originarias Comunidades Europeas hacia un modelo de integración más complejo condujo a la incorporación de una reforzada vertiente de índole política gracias a la que, conservando las tradicionales libertades económicas en las que se asentaba el mercado común desde su fundación, se abrió la puerta a nuevos contenidos entre los que, sin ningún género de dudas, la afirmación de la ciudadanía europea brilló con luz propia. Es en este escenario de fortalecimiento sustancial del proyecto europeo en el que se enmarca la incorporación al Tratado de Maastricht de la cláusula mediante la que la Unión afirma el respeto de la identidad nacional de sus Estados miembros. De esta forma, se daba entrada en el derecho primario a un compromiso expreso que no hizo sino dejar en evidencia la existencia de un núcleo intangible, o más bien de tantos núcleos intangibles como Estados componen la Unión, con respecto al que se erige una barrera inexpugnable para el derecho europeo.

La lacónica fórmula inicial adquirirá contornos más definidos con el paso del tiempo, de modo que primero en el frustrado Tratado Constitucional (2004) y posteriormente, en Lisboa (2007) proceden a incorporar una serie de contornos específicos. El actual artículo 4.2 del Tratado de la Unión, junto con la afirmación del respeto de «la igualdad de los Estados miembros ante los Tratados», hace lo propio con respecto a «identidad nacional» de los mismos, añadiendo como novedad la conexión inmediata que esta presenta con «las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autonomía local y regional». A continuación, el precepto incorpora una adicional vertiente de índole dinámica, puesto que queda establecido que la Unión también resulta concernida por el deber de respeto de «las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad nacional. En particular, la seguridad nacional seguirá siendo responsabilidad exclusiva de cada Estado miembro».

La codificación de la cláusula del respeto a la identidad nacional en el Derecho Europeo es reflejo inmediato de una pulsión defensiva existente en el seno de los Estados desde mucho tiempo atrás y que discurre paralela a los avances del proceso de integración. La afirmación de la prima-cía a favor de las normas comunitarias en el ámbito de las competencias cedidas que llevó a cabo el Tribunal de Justicia en la sentencia Costa-Enel (1964) trajo consigo una dinámica jurídica en la que la aplicación de aquéllas en los Estados miembros provocaba como inevitable efecto inducido la contracción del espacio existencial disponible para las previsiones internas, incluidas llegado el caso, las de naturaleza constitucional. En este contexto de paulatina y creciente europeización de los ordenamientos estatales, el reconocimiento de derechos fundamentales como principios generales del Derecho Europeo por parte del Tribunal de Luxemburgo, que arranca con la sentencia Stauder (1969) y mantiene un ritmo expansivo a lo largo del tiempo, va a jugar un papel determinante en la reivindicación de un espacio estatal propio en el que la Constitución interna y su defensa se sitúan en primer plano. En este escenario de resistencia, ya desde la década de los años 70 del siglo pasado los Tribunales Constitucionales, muy señaladamente, el alemán (con la saga Solange –1974 y 1986– a la que siguen toda una serie de resoluciones de contenido eminentemente defensivo que llegan hasta la actualidad) y el italiano (desde la pionera Frontini –1973– hasta la reciente progenie emanada del caso Taricco), se arrogaron la función de garantes de ese núcleo intangible de estatalidad que es resistente a la integración y, por lo tanto, inaccesible para el Derecho de la Unión. Habían nacido los contralímites y con ellos, la pugna entablada entre los Tribunales Constitucionales estatales y el Tribunal de Justicia de cara a salvaguardar las funciones de garantes que les son propias en sus respectivos ordenamientos. Una pugna que tiende a discurrir a través de cauces paralelos, cuando asistimos a la afirmación de monólogos sucesivos formulados a título individual. Como contrapunto, se constata una dinámica alternativa manifestada a través del denominado diálogo judicial cuando los guardianes de la Constitución interpelan al Tribunal de Luxemburgo activando el instrumento de la cuestión prejudicial. Actuando de esta manera se pone de manifiesto no sólo una saludable dinámica de interacción recíproca sino también una destacada manifestación del principio de cooperación leal que se recoge en el artículo 4.3 del Tratado de la Unión.

Es precisamente esta intrínseca dimensión dialéctica la que ha dominado el devenir existencial de la cláusula de identidad nacional. Esta aparece imbuida de una naturaleza dual que no es sino consecuencia inmediata de la diferente valoración que recibe por parte de los actores jurisdiccionales llamados a interpretarla. Porque si desde el ámbito doméstico, la identidad es percibida por los altos intérpretes de la Constitución en términos absolutos, no concurre una aproximación similar cuando quien la aplica es el Tribunal de Justicia de la Unión, mostrando un perfil matizado como consecuencia de su consideración en clave eminentemente relativa. En efecto, para los Tribunales Constitucionales la identidad se conecta con el poder constituyente y la soberanía en cuanto tal, marcando los límites inmanentes a la integración. Buen ejemplo de ello es la Decisión 1/2004 de nuestro Tribunal Constitucional en la que, sobre la base de una renovada comprensión sustancial del artículo 93 CE se afirma que la «entrada en nuestro sistema constitucional a otros ordenamientos jurídicos a través de la cesión del ejercicio de competencias» se condiciona a que las normas que aquéllos producen y en las que basan su existencia sean «compatibles con los principios del Estado social y demo-crático de Derecho establecido por la Constitución nacional». Así pues, la integración cuenta con límites materiales que, aunque no aparecen «recogidos expresamente… implícitamente se derivan de la Constitución y del sentido esencial del propio precepto». Más específicamente, los límites identificados son los siguientes: «el respeto de la soberanía del Estado, de nuestras estructuras constitucionales básicas y del sistema de valores y principios fundamentales consagrados en nuestra Constitución, en el que los derechos fundamentales adquieren sustantividad propia» (FJ 3). He aquí que nos hallamos ante un núcleo de disposiciones constitucionales que condensan la identidad nacional de nuestro Estado. Consecuentemente, no pueden ser objeto de cesión. Asimismo, en relación con tales disposiciones el rasgo de supremacía que es propio de la Norma Suprema permanece incólume.

Un panorama netamente diverso concurre cuando son los jueces de Luxemburgo quienes toman en consideración la cláusula de la identidad nacional. Así queda patente en aquellas resoluciones –cuantitativamente escasas, pero dotadas de una relevancia indudable (sentencias Omega, Sayn-Wittgenstein, Runevic-Vardyn, entre otras)– en las que se ha recurrido a la misma como instrumento para la resolución de las controversias planteadas. En tales supuestos, ante la constatación de la existencia de una excepción de orden público, el respeto a la identidad nacional de los Estados miembros opera como canon hermenéutico que va a permitir al Tribunal de Justicia aceptar la restricción de las concretas libertades afectadas. Es precisamente en el marco de tal aproximación judicial –orden público/ restricción de libertades– que la atención a la identidad surte efectos, actuando como una suerte de interfaz que hace posible, justificándola la exención del efecto de primacía de las previsiones europeas en un ámbito de aplicación que le es propio.

A la luz de las someras ideas hasta aquí expuestas, resulta evidente que el estudio de la identidad nacional de los Estados miembros requiere, como condición necesaria, contar con un profundo conocimiento no sólo del Derecho de la Unión Europea sino también del derecho constitucional en clave interna. Sortear las dificultades y colmar las exigencias que plantea un trabajo de esta naturaleza no es tarea fácil. Salir bien parado del empeño, tampoco. Dos riesgos que Pablo Cruz ha sabido conjurar, haciendo gala de madurez académica, así como de solvencia intelectual. Quien escribe estas páginas ha sido testigo del largo y laborioso proceso de elaboración de la monografía que ahora tiene en sus manos. Para mí, la dirección de la tesis doctoral de la que esta trae causa, ha resultado una tarea fructífera gracias a la que he podido disfrutar de la parte mejor de nuestro oficio: contribuir y acompañar en su proceso de formación a quien ya forma parte de una nueva generación de constitucionalistas.

Ana Carmona Contreras

La identidad nacional de los Estados miembros en el Derecho de la Unión Europea

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