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1.2. SEGUNDA ETAPA: DEL TRATADO DE MAASTRICHT AL TRATADO DE LISBOA

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La aprobación del Tratado de Maastricht (1992) constituyó un decidido impulso hacia una mayor integración. Se trata de un verdadero punto de inflexión en la historia europea en virtud del cual se superan los limitados objetivos iniciales para los que nace, circunscritos básicamente a la consecución de un mercado común, para dar paso a la constitución de una comunidad política16. La adopción de ese nuevo Tratado trajo consigo importantísimas novedades, que pueden considerarse verdaderos hitos jurídicos del europeísmo. Se incorpora al acervo comunitario la ciudadanía europea, se constituye la Unión Económica y Monetaria y se dan los primeros pasos en ámbitos normativos tan relevantes como justicia, relaciones exteriores y defensa. Por medio de esta reforma se produce, por tanto, una cesión voluntaria y sin precedentes de poderes que va a determinar un aumento, cuantitativo y cualitativo, de las políticas sobre las que la Comunidad Europea va a tener influencia17. Y lo que es más importante, se van a asumir competencias que hasta ahora estaban inescindiblemente asociadas al núcleo de soberanía estatal y, de ahí, que no resulte extraño que se hable de la «ansiedad de los Estados» como reacción frente a estos cambios18.

Todas estas novedades jurídicas van generando un caldo de cultivo propicio para que en las negociaciones que desembocaron en la aprobación del Tratado de Maastricht se decidiera acoger por primera vez el respeto a la identidad nacional en el seno de los Tratados constitutivos. Desde entonces, ha estado presente en todas las versiones convencionales hasta la actualmente vigente. El flamante artículo F.1, ubicado en el Título I bajo la rúbrica «Disposiciones comunes», declaraba19:

«La Unión respetará la identidad nacional de sus Estados miembros, cuyos sistemas de gobierno se basarán en los principios democráticos».

El Tratado de Ámsterdam de 1997 volvió a recoger la cláusula de identidad nacional (artículo 6.3), sometiendo la misma a cambios menores. El precepto disponía escuetamente que «La Unión respetará la identidad nacional de sus Estados miembros». En un primer momento, la comparación entre esta versión y la precedente revela la supresión de toda mención al principio democrático. En este sentido, un par de novedades incorporadas en el Tratado de Ámsterdam pueden explicar la completa omisión ahora a esa referencia.

En primer lugar, ese mismo artículo 6 en que aparece proclamada la cláusula de identidad nacional añadió en su apartado 1 una declaración en la que se enunciaban los principios de la Unión. Entre los mismos, se contenía el principio de democracia, lo que venía a dotarle de una mayor entidad y autonomía, resultando quizás reiterativa e innecesaria su mención de nuevo en el apartado 3. En segundo lugar, con la llegada del nuevo Tratado se reconoció por primera vez un mecanismo de sanción en caso de violación grave y persistente de los principios a que se refiere el artículo 6.1 (artículo 720)21. Por todo ello, cabría pensar que la supresión de toda mención al principio democrático en la cláusula de identidad nacional se debió a que la Unión había asumido como proprio ese principio, calmando así tanto el temor de que la Unión no fuera a respetarlo como la inquietud de la apertura de la organización supranacional a futuros Estados europeos de tradición comunista con unas democracias aún débiles.

En cualquier caso, lo cierto es que la nueva formulación de la cláusula de identidad nacional en el artículo 6.3 pasó casi desapercibida, lo cual se explica porque a la misma se la atribuyó en sus inicios una significación más bien política o simbólica22. Buena prueba de ello es que no tuvo eco en la jurisprudencia en todos los años en que estuvo en vigor. Posteriormente, el nuevo período de reformas que derivó en la aprobación del Tratado de Niza (2001) no comportó ninguna modificación para la cláusula de identidad nacional, que se mantuvo inalterada.

El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (2004) –en adelante, Tratado Constitucional o Constitución europea– introdujo relevantes cambios por lo que se refiere a la cláusula de identidad nacional. De hecho, fue una cuestión que estuvo presente en las discusiones de la Convención europea desde los primeros instantes23. En particular, el artículo I-5.1 del Tratado Constitucional afirmaba que:

«La Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante la Constitución, así como su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autonomía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad nacional».

El artículo I-5.1 se situaba en el Título I de la Primera Parte bajo la rúbrica «Relaciones entre la Unión y los Estados miembros». Este precepto precedía inmediatamente al polémico art. I-6, por el que se declaraba el principio de primacía del Derecho de la Unión. Se trataba de la primera vez que el mismo era afirmado expresamente en los Tratados, ya que hasta entonces únicamente había tenido acogida en la jurisprudencia comunitaria y, todo ello, a pesar de que su reconocimiento por el Tribunal de Justicia se remontase a los inicios del proyecto de construcción europea.

Su ubicación sistemática no es en absoluto baladí porque es precisamente a partir de esta consideración que numerosos autores han atribuido un particular cometido al art. I-5.1 del Tratado Constitucional. De acuerdo con una parte de la doctrina, la cláusula de identidad nacional se erige como una excepción al principio de primacía del Derecho de la Unión Europea, que puede ser esgrimida unilateralmente, bajo ciertas circunstancias, por los Estados miembros cuando aprecien una vulneración de su respectiva identidad nacional24. En otras palabras, existe una nutrida corriente de pensamiento que sostiene que la cristalización de la cláusula de identidad nacional en el Derecho primario responde a una suerte de codificación en el propio texto de los Tratados de la doctrina de los controlimiti elaborada por los Tribunales Constitucionales domésticos25. En este sentido, se ha interpretado como un reconocimiento en favor de los Tribunales nacionales de la posibilidad de limitar la aplicación del Derecho de la Unión en caso de violación de los principios constitucionales básicos e irrenunciables del ordenamiento nacional y, por tanto, consintiendo una relativización de la primacía europea. Por el contrario, otros autores han adoptado una postura que parece más acertada en la medida en que comporta una interpretación menos conflictiva y más armónica para el conjunto del sistema constitucional europeo26. Subrayando la autonomía del ordenamiento supranacional, han considerado que, más bien, se han europeizado tales límites en el sentido de que los mismos forman parte del proprio del Derecho originario y corresponde en última instancia al Tribunal de Justicia admitir o no una excepción a la aplicación uniforme del Derecho de la Unión27. Entendido en estos términos, no existe afección alguna al principio de primacía en la medida en que es el propio Derecho supranacional el que reconoce una posible respuesta diferenciada en atención a consideraciones nacionales de orden constitucional.

De todos modos, cualquiera que sea la posición que se asuma, de lo que no hay duda es que el primero de estos planteamientos fue inequívocamente rechazado por la Convención europea, que declaró sin ambigüedades que la identidad nacional no es una derogation clause o «cláusula de excepción»28. Continuaba afirmando el Informe final que «Los Estados miembros seguirán sujetos al deber de respetar las disposiciones de los Tratados». A partir de dicha aseveración se puede entender que no está permitida la alegación de la identidad nacional como una excepción al cumplimiento de las obligaciones que el Tratado impone a los Estados miembros y, por tanto, no da pie a una posible limitación al principio de primacía con base en el nuevo artículo I-5.1. No es menos importante la indicación de que, en el caso de que se otorgaran competencias al Tribunal de Justicia sobre la citada cláusula, solo al mismo correspondería ser el intérprete último de la misma, lo que viene a contradecir el papel de guardianes de la identidad nacional que se arrogan los Tribunales Constitucionales nacionales.

La nueva redacción de la cláusula fue fruto de la labor encomendada al Grupo de Trabajo V, bajo la presidencia de Henning Christophersen, siendo conocida por ello como «cláusula Christophersen». El estudio de los trabajos preparatorios del Tratado Constitucional es especialmente iluminador a los efectos de conocer las motivaciones que la inspiraron y los debates que rodearon a la Convención europea y, por lo que aquí específicamente interesa, las discusiones suscitadas en el mencionado Grupo de Trabajo V29.

En primer lugar, se aprecia claramente la estrecha relación que existía entre la nueva cláusula Christophersen y la regulación de las competencias en el orden jurídico europeo, tal y como se desprende del propio nombre del grupo de trabajo, que se refiere a las competencias complementarias30. Esta misma conclusión sobre la íntima conexión entre la cláusula y la regulación de las competencias se puede extraer si atendemos a la primera propuesta de redacción de la cláusula:

«Cuando ejerza sus competencias, la Unión respetará la identidad nacional de sus Estados miembros, sus estructuras fundamentales políticas y constitucionales, también en lo referente a la autonomía regional y local y el estatuto jurídico de la Iglesias y órganos religiosos»31.

No obstante, lo cierto es que este primer inciso del precepto («cuando ejerza sus competencias») fue eliminado de la redacción final del artículo I-5.1 del Tratado Constitucional. Aun así, existe un copioso número de documentos de trabajo en el seno del Grupo de Trabajo V que considera la cláusula Christophersen como una «disposición general sobre el ejercicio de competencias» en pie de igualdad con otros instrumentos que cumplen la misma función como es el caso del principio de subsidiariedad y el principio de proporcionalidad32.

Debe aclararse que, con anterioridad al Tratado de Lisboa, no existían categorías generales de competencias y, por tanto, la actual clasificación tripartita (competencias exclusivas, competencias compartidas y competencias de apoyo, coordinación y complemento) es deudora de la última de las reformas. En este estado de cosas, es fácil comprender que existiera un consenso acerca de la necesidad de establecer una delimitación de las competencias entre la Unión y los Estados miembros que fuese más clara y cercana a los ciudadanos33. Existen pocas dudas acerca de que la voluntad era, más que establecer un reparto neutral de poderes entre la Unión y los Estados, limitar las competencias que le correspondían a la primera34. Esa voluntad encuentra su base en un miedo latente al fenómeno conocido como competence creep, es decir, a la posibilidad de una trasferencia o deslizamiento de competencias en favor de la Unión por medio de diferentes cauces y, quizás de manera más acentuada, por medio del mero ejercicio de las mismas por parte de la organización supranacional que vaya reduciendo las correspondientes a los Estados.

El presidente del Grupo de Trabajo V planteaba la posibilidad de abordar la delimitación de competencias entre la Unión y los Estados miembros desde la perspectiva de estos últimos. Se preguntaba más concretamente si sería posible ofrecer a los ciudadanos un marco jurídico comprensible sobre los derechos y las competencias que corresponden a los Estados35. Para ello, se tuvieron muy presentes dos órdenes de consideraciones: no inducir al error de que las competencias son concedidas por parte de la Unión a los Estados –para lo cual la denominación de cada una de las tipologías fue objeto central de preocupación– y conceder un cierto margen de flexibilidad que permitiera un funcionamiento eficaz36. El presidente ofreció cuatro posibles alternativas o modelos para dar respuesta a la tarea que le fue encomendada al grupo de trabajo, que esencialmente venía a responder a la siguiente pregunta: ¿cómo proteger las competencias restantes en manos de los Estados miembros?37

El primer modelo, Community Model, consistía en una delimitación negativa de las competencias de la Comunidad y, con este objeto, se debía proceder «párrafo a párrafo del Tratado y ámbito competencial a ámbito competencial y especificar, donde fuere preciso, los derechos y poderes de los Estados miembros merecedores de protección». Incorporaba además una serie de materias sobre las que se descartaba la posibilidad de armonización. En segundo lugar, el Constitutional Model proponía incluir en la parte introductoria del Tratado una nueva disposición sobre las áreas reservadas a los Estados y, en concreto, debía incluir: a) una formulación explícita del principio según el cual las competencias no transferidas a la Unión seguirán siendo de titularidad de los Estados miembros, b) una enumeración no exhaustiva de las materias de competencia nacional más relevantes y c) una o más cláusulas que se ocupen de la delimitación de las competencias funcionales frente a las áreas reservadas a los Estados38. En tercer lugar, el Political Model sugería la elaboración, o bien de una mera declaración política que enunciara de manera general las competencias correspondientes a los Estados, o bien elaborar una «Carta de Derechos de los Estados miembros» –a imagen y semejanza de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea– en forma de una declaración solemne y política que apaciguara el ánimo de los ciudadanos sobre la naturaleza limitada de la acción de la Unión Europea. Por último, el Union Model tomaba como punto de partida el art. 6.3 del TUE y se planteaba la posibilidad de reformar el mismo añadiendo todas aquellas áreas que presentan una particular sensibilidad para los poderes soberanos de los Estados.

De entre todos los modelos esbozados, la última de las propuestas parece ser que, siempre siguiendo el propio Working Document V, fue la que reunía un mayor número de ventajas. Así pues, el Community Model presentaba la virtud de ser «jurídicamente impecable», pero, al mismo tiempo, difícilmente podía ser considerado como una alternativa simple y fácilmente comprensible para los ciudadanos. El Constitutional Model, por su parte, debía sortear el problema de que una lista enumerando las competencias reservadas a los Estados indujera al error ya señalado de que los Estados miembros derivaban sus competencias de la Unión. El Political Model, como puede advertirse, era sencilla de aplicar, pero presentaba el inconveniente de tratarse de una declaración jurídicamente no vinculante. Resta, por tanto, el Union Model, que reunía tres significativos beneficios: «está ya integrado en los Tratados», «es fácil de expandir el ámbito de aplicación a asuntos relevantes para los ciudadanos» y es «flexible»39.

Habiendo optado por el Union Model, el Grupo de Trabajo se embarcó en la discusión de precisar el contenido de la cláusula Christophersen y, en este sentido, se subrayaron dos áreas de «responsabilidades nacionales nucleares». Por un lado, «las estructuras fundamentales y las funciones esenciales de los Estados miembros» que incluiría «las estructuras políticas y constitucionales, la autonomía regional y local, el estatuto jurídico de las Iglesias y las sociedades religiosas, territorio, defensa nacional y la organización de las fuerzas armadas y las lenguas». Por otra parte, «las políticas públicas básicas y los valores sociales de un Estado miembro», que comprenderían, «las políticas de distribución de los ingresos, la imposición de impuestos, los beneficios sociales, el sistema de salud pública, el sistema educativo, la preservación y desarrollo cultural y el servicio militar obligatorio»40. Es preciso añadir que sendas enumeraciones contienen una lista no exhaustiva de las competencias reservadas a los Estados miembros, como es fácil colegir de la redacción del documento original que alude al carácter de numerus apertus de la mencionada relación de materias.

Si comparamos la propuesta de redacción de la cláusula de identidad nacional con el artículo I-5.1, se observa que los autores de los Tratados incluyeron prácticamente todas las materias correspondientes a «las estructuras fundamentales y a las funciones esenciales del Estado»41, pero excluyeron todas aquellas correspondientes a «las políticas públicas básicas y los valores sociales de un Estado miembro». Esa exclusión de ciertos ámbitos normativos de la versión definitiva del Tratado Constitucional no se justifica porque no merecieran protección, sino porque se prefirió un modo alternativo para salvaguardarlas mediante la inclusión de algunas de ellas en el ámbito de las competencias de apoyo, coordinación y acción complementaria de la Unión42. De este modo, el Tratado Constitucional eligió un modelo dual para las materias que previamente había señalado como áreas reservadas a los Estados. El resultado parece ser una combinación del Union Model y del Community Model, pues ofrecía protección a tales materias ya sea por medio de una cláusula de identidad nacional expandida respecto del precedente art. 6.3 del Tratado de Ámsterdam, ya sea mediante la inclusión de ciertos ámbitos competenciales al amparo de preceptos que descartaban la posibilidad de armonización. Eso sí, esa omisión de ciertas materias en la versión finalmente aprobada también delimita el alcance de la cláusula de identidad nacional, reduciendo un ámbito de aplicación potencialmente muy amplio.

En definitiva, la aportación histórica del Tratado Constitucional al debate sobre la identidad nacional es innegable, aunque solo fuera porque la redacción vigente de la cláusula es en gran medida deudora de los trabajos preparatorios que precedieron a su aprobación. Gracias a los mismos ha sido posible conocer en detalle la intención de los autores, que encuadraron su regulación en el marco del régimen de las competencias. Numerosos documentos así lo atestiguan y, a este respecto, es particularmente clara la denominación del nombre del grupo encargado de su redacción (Grupo V sobre competencias complementarias), el objetivo propuesto («aclarar que la Unión respeta ciertas responsabilidades claves de los Estados miembros»), o el lenguaje empleado para referirse a las materias incluidas en la cláusula («responsabilidades nacionales nucleares»). De todos modos, la anterior afirmación debe ser matizada porque algunos de los debates no fructificaron en la redacción final. En este sentido, se eliminó el primigenio inciso inicial del precepto «cuando ejerzan sus competencias» y la ubicación final no fue el Título II dedicado a las competencias, sino el Título I que presenta un carácter más general. Por todo ello, entre los dos grandes elementos integrantes de la cláusula de identidad nacional («estructuras fundamentales políticas y constitucionales» y «funciones esenciales del Estado»), parecen más bien guardar una íntima vinculación con el sentido que encierra el segundo de ellos, asistiendo en la tarea de delimitar cuáles son aquellos poderes que conforman lo que podríamos denominar como condiciones mínimas de estatalidad.

En otro orden de cosas, otra de las aportaciones de este Tratado es el de poner en cuestión algunas teorías doctrinales muy difundidas, puesto que no avala la consideración de esa disposición como una cláusula de excepción ni tampoco la argüida relativización del principio de primacía. Ha contribuido también a ofrecer una mayor claridad sobre el contenido y el significado de la hasta entonces enigmática y oscura cláusula de identidad nacional mediante una enumeración de ámbitos o esferas que forman parte de la misma. Asimismo, la identidad nacional ha reforzado su presencia en el propio Tratado mediante la incorporación de otros preceptos que redundan en la misma idea de respeto a la diversidad nacional a través de diferentes manifestaciones43.

Pese a su rechazo, las innovaciones introducidas en el Tratado Constitucional no cayeron en saco roto como consecuencia de su abandono tras el «no» de Holanda y Francia en sendos referéndums en mayo-junio de 2005, y su impronta se ha dejado sentir nítidamente, tal y como se analizará a continuación, en la próxima y última reforma de los Tratados.

La identidad nacional de los Estados miembros en el Derecho de la Unión Europea

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