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Capítulo 9

—QUÉDESE UN TIEMPO —sugiere Bianca—. Me vendría bien la ayuda.

Encontrar a un hombre capaz de cargar barriles y de trabajar en la destilería —cosa que Nicholas encuentra cada vez más fácil a medida que recupera su fuerza— y que además sepa leer y escribir es una tarea casi imposible al sur del río. Bianca se alegra cuando él accede.

Ella ya sospecha que el hombre que Timothy y ella sacaron del río no es un vagabundo común y corriente. Tiene educación. Lo sabe porque, en su delirio, lo había oído maldecir a Dios en latín.

Piensa que tal vez es un sacerdote abatido, aunque, a medida que recupera su peso, parece más el hijo robusto de un campe­sino que un hombre de Dios. Pero ¿cuántos granjeros dominan el latín como un eclesiástico? Aun así, Bianca no se entromete. En los dos años que ha vivido en Bankside, ha aprendido que muchos de los que llegan allí no desean ser las personas que alguna vez fueron. Además, su presencia ayuda a mantener los ojos de Rose alejados de los clientes más apuestos.

En cuanto a Nicholas, ¿adónde más podría ir?

No de vuelta a su antigua vida. Ya la había perdido para siempre. Entonces, ¿a Suffolk, de regreso con su familia, de vuelta con su hermano Jack y su cuñada Faith, padres amorosos de un nuevo bebé robusto? No, no soportaría la lástima ni el recordatorio constante de lo que había perdido.

Piensa que quizá, cuando llegue la primavera, puede ir de nuevo a los Países Bajos, alistarse una vez más en el ejército del príncipe de Orange, volver a curar heridas y acomodar huesos destrozados. Ni siquiera es necesario ser médico para hacerlo. Están tan desesperados en su lucha contra los españoles que contrata­rían a un mono si pudiera hacer los trucos correctos.

De modo que, mientras espera el cambio de estación, Nicholas conserva su lugar en el ático. La pequeña ventana se convierte en su mirilla al pasado. La cierra cuando los sonidos del matadero de Mutton Lane se vuelven demasiado invasivos. Pero cuando está abierta, y el cielo está despejado, puede ver la aguja de la iglesia de la Trinidad al otro lado del río. Se imagina a Eleanor sentada allí sola, esperando a que él vuelva a casa después de atender la dispepsia autoinducida de algún concejal arrogante. Pero cuando se sienta en el banco junto a ella, descubre que es una persona completamente distinta.

* * *

La mayoría de los días, la Grajilla se llena de apostadores, timadores, carteristas y toda suerte de tramposos bulliciosos y bebedores que se puedan mencionar. Toman sorbos ruidosos de sus odres y jarras hasta que sus mejillas enrojecen. Juegan partidas de primero y azar; las cartas y los dados van y vienen entre las bandejas repletas, mientras el joven Timothy, el ayudante, rasga su cítara y canta a viva voz canciones tristes sobre amantes muertos y corazones rotos. A veces Nicholas desea arrancarle el instru­mento de las manos y arrojarlo al fuego.

Cena estofado con pan de trigo y centeno en un rincón de la taberna. Bianca lo acompaña cuando puede. Se han vuelto amigos, aunque él también siente en ella una cautela tácita que impide algo más profundo. “Algunas penas se pagan demasiado caro como para compartirlas a la ligera”, piensa él.

Bianca Merton.

¿Por qué el nombre le resulta tan familiar? Desde hace varios días intenta rebuscar en su memoria, pero está llena de dolor hasta el borde y le cuesta ver con claridad lo que hay en el fondo. Pasa cierto tiempo hasta que el diminuto recuerdo sale a flote, e incluso entonces parece haber venido de la memoria de alguien más, pues sin duda era un Nicholas Shelby diferente el que luchaba por mantenerse despierto después del banquete en la Casa Gremial de Knightrider Street, mientras escuchaba al presi­dente Baronsdale despotricar contra los embaucadores y estafadores que practicaban la medicina ilegal: “¡Incluso hay una mujer! Una tabernera común de Bankside de apellido Merton. ¡Dicen que prepara diversos remedios ilícitos, sin ningún tipo de conocimiento!”.

Una amplia sonrisa arruga su rostro mientras se imagina a Baronsdale enterándose de la verdad. Y sonreír parece ser una experiencia tan novedosa como todas las demás que ha vivido recientemente.

Pero Bianca sigue sin decirle de dónde sacó la triaca.

* * *

A Nicholas le gustan las tareas simples que ella le encarga: no le exigen pensar. Pensar lo lleva inevitablemente a lugares más oscuros.

Se da cuenta de que la vida no es fácil para una mujer soltera que hace todo lo posible por hacerse un lugar en Bankside. Ha notado que se enoja cuando cree que un galán en potencia le presta atención solo porque encuentra atractiva la idea de una esposa que podría traer una taberna lucrativa al matrimonio. Pero ¿cómo averiguar un poco más sobre Bianca Merton sin que parezca un interrogatorio?

Ella misma resuelve el dilema. Tarde una noche, mientras comen un tazón de estofado, se le escapa que lleva apenas dos años en Inglaterra.

—Vengo de Padua —le dice ella cuando él intenta averiguar más con sutileza. Bianca coloca las manos a cada lado de su rostro, pone los pulgares en su mandíbula, luego lleva los dedos hacia atrás a lo largo de la coronilla y los desliza por su cabello como si estuviera preparándose para algo—. Mi padre era un comerciante inglés allí —le dice.

—Eso explica el acento que percibo en su voz. Me tenía desconcertado.

—Mi madre era italiana, pero mi padre me obligaba a hablar siempre en inglés. Quería que lo ayudara en sus negocios con los ingleses que venían a Italia a comerciar —explica—. ¿Qué me dice de usted?

—¿Yo? Nací en Suffolk.

—¿Eso queda en Inglaterra?

—Casi.

—¿Y todos hablan latín allí?

Nicholas la mira desconcertado.

—¿Latín?

—Divagaba en latín mientras le daba baños para bajarle la fiebre. Decía demasiadas groserías como para ser sacerdote, y no es rico como para ser abogado. Por eso me preguntaba si toda la gente de Suffolk habla latín.

El comentario lo alarma. Hasta ahora no se había imaginado cuán íntimo era el hecho de que ella hubiera bañado su cuerpo empapado de sudor. No sabe si avergonzarse o estar agradecido, de modo que fanfarronea.

—Ah, todo hombre que tiene ambiciones para su hijo lo obliga a aprender latín —le dice con despreocupación mientras mira las yemas de sus dedos—. Empezamos desde pequeños. Leemos a Ovidio antes de cumplir los diez años. Si uno podía recitar algunos versículos de la Biblia en latín, los magistrados lo dejaban libre de su primer crimen capital sin más que una cicatriz. No es que yo haya cometido un crimen capital. La verdad no he cometido más que uno que otro delito menor.

—Entonces, ¿en definitiva no es obispo?

Se ríe con ella.

—¿Y su padre y su madre todavía están en Padua?

—Ambos están muertos: mi madre murió del sudor inglés hace ocho años. Mi padre murió en el viaje a Inglaterra; estaba viejo, y el mar, picado.

—¿Por qué se fue?

—Las autoridades de Padua aseguran que es una ciudad abierta, pero en el fondo desconfían de cualquiera que provenga de fuera del Véneto, en especial de un inglés. Creían que era una amenaza. Solo era cuestión de tiempo.

—Aquí pasa lo mismo. Si los aprendices no logran empujar a un extranjero del puente de Londres cuando desfilan, lo consideran un mal año.

—Procuraré no cruzar en los días festivos —dice ella.

* * *

Es la primera luz de una mañana cruda de noviembre. Nicholas sueña que Eleanor yace a su lado. Ella le susurra suavemente que, si vuelve a beber en la barra de la Grajilla con Bianca Merton, se casará con el comerciante de lana de Woodbridge, el de las pantorrillas atractivas, que intentó cortejarla mientras él estaba en los Países Bajos. Nicholas va por la mitad de su promesa de no volver a hacerlo cuando un sonido, un chillido o crujido proveniente de la Grajilla lo saca de su letargo nocturno y lo despierta. Al abrir los ojos, la ausencia de Eleanor tira de él como una ola en retroceso.

El ático está bañado por una luz gris acuosa que entra a regañadientes por la ventana emplomada. Nicholas desliza el cerrojo para que entre el aire frío de la mañana. Al mirar hacia abajo, ve el callejón vacío y las casas de enfrente, que emergen poco a poco de entre las sombras.

Entonces, debajo de él, oye que se abre la pesada puerta de la Grajilla.

Incluso envuelta en una gruesa capa con capucha, sabe que es Bianca. La mujer mira a ambos lados de la calle, como para comprobar que está sola. Luego, aparentemente satisfecha, se dirige hacia los mataderos de Mutton Lane.

“¿Adónde va a estas horas de la madrugada? —se pregunta él en vano—. Si se tratara de un recado, enviaría a Timothy o a Rose. ¿Y por qué deslizó el pestillo con tanto cuidado al adentrarse en la madrugada, como si quisiera evitar hacer el más mínimo ruido? ¿Acaso teme que alguien, por pura casualidad, mire por la ventana y la vea?”.

El hecho se repite tres veces en la semana siguiente. Tres veces la ve escabullirse furtivamente de la Grajilla a primera hora de la madrugada. En cada ocasión lo despierta el suave crujido de sus pies en las escaleras. La última vez fue esa mañana, justo cuando estaba amaneciendo. Lo último que vio de ella —antes de reprenderse por ser un entrometido suspicaz y cerrar la ventana con cuidado para que no lo oyera— fue una sombra fugaz, apenas visible bajo el letrero del cestero en la esquina de Black Bull Alley.

“¿Por qué lo hago? —se pregunta—. ¿Por qué abro la ventana con sentimiento de culpa, solo para poder mirar hacia la calle y observarla? El antiguo Nicholas no era un fisgón. ¿Por qué el nuevo quiere espiar a su benefactora? Tal vez sea por la misma razón por la que quiero saber de dónde sacó la triaca —se dice a sí mismo—. O quizá porque la simple confianza ya no es suficiente”.

* * *

Más tarde, cuando la Grajilla está en pleno alborozo, encuentra a Bianca en la cocina. Está haciendo anotaciones en su libro de cuentas con una caligrafía pequeña y certera. La mujer levanta la mirada, enmarca su frente con sus dedos delgados y los desliza hacia atrás por su cabello. Es un hábito, Nicholas lo ha notado.

—Ah, Nicholas. Me alegra verlo levantado. ¿Me haría un pequeño favor?

—Por supuesto. Dígame.

—Vaya a las escaleras de Mutton Lane y busque una embarcación por mí. Debe llegar alrededor de las once, dependiendo de la marea.

—¿Visitantes?

—Es un mercader que viene de la vinatería. Tiene un cargamento de malvasía importada. Mi proveedor actual decidió que quiere seis peniques más por barril solo por el riesgo de hacer negocios en Southwark. No quiero que este caiga presa de los mañosos y los carteristas antes de yo tener la oportunidad de sacarle un buen precio.

—¿Durmió bien anoche? —pregunta él de la forma más despreocupada que puede.

La respuesta es una linda sonrisa y un destello de sus brillantes ojos ambarinos.

—Como el niño Jesús en los brazos de María. ¿Y usted?

* * *

Cuando Nicholas sale de la Grajilla se encuentra con que Bankside está repleto de gente. “¿Qué los trajo a la calle? —se pregunta—. ¿Una nueva obra en el Rose? ¿Un hostigamiento de osos en Paris Garden?”. Entonces recuerda la fecha: es 17 de noviembre, el Día del Ascenso al Trono. Se está celebrando la consagración de la dama soberana, la Gloriana de Inglaterra, la noble, prominente y poderosa Isabel.

Para abrigarse, tomó prestado un abrigo acolchado que dejaron para cancelar una cuenta sin pagar en la Grajilla. La escarcha se quiebra ruidosamente bajo sus botas.

Fuera de la iglesia de St. Mary Overie los niños de la calle piden limosna a los transeúntes, sus rostros jóvenes tan duros y pálidos como el cielo invernal. En las puertas de los burdeles, las prostitutas se apiñan con la esperanza de hacer negocios, aunque solo sea por unos breves momentos de calor asegurado. Por encima de las chimeneas flota una capa de humo. El Tabardo está haciendo su agosto con ponche caliente; pero Nicholas sabe que tendrá que apresurarse si quiere llegar a tiempo a las escaleras de Mutton Lane.

Bajo la pálida luz de la media mañana, las casas que bordean la otra orilla del Támesis se ven casi tan estables como sus reflejos en el agua. Estas son la frontera de una tierra extraña que no recuerda haber visitado.

De camino a las escaleras de Mutton Lane, pasa por la antigua leprosería. Alguna vez fue el hogar de los leprosos de Southwark, pero ahora parece una prisión vacía entre los edificios apiñados hechos de vigas de madera desiguales y enladrillados combados. Ha estado vacía y abandonada desde antes de que comenzara el reinado de Isabel. Sin embargo, su aire sombrío e inhóspito permanece. Ni siquiera los vagabundos buscan refugio allí; el propio Nicholas puede dar testimonio de ello. No es supersticioso, pero mientras pasa de largo no puede evitar murmurar:

—Requiem aeternam dona eis, Domine; dales, Señor, el descanso eterno.

Su uso del latín le hace darse cuenta de lo libre que es allí en Southwark. Si alguien al otro lado del río lo hubiera oído murmurar oraciones en latín, muy seguramente lo habría denunciado por papista.

En el matadero de Mutton Lane están preparando los últimos cerdos de invierno que fueron traídos de los campos de Kent. El vapor de sus cadáveres cercenados llena el aire inmóvil por oleadas. La calle apesta a sangre, vísceras y piel de cerdo húmeda. Hay un grupo pequeño de personas en el embarcadero esperando subirse a un barco o, como Nicholas, a que llegue un pasajero.

Nadie le presta mucha atención. ¿Y por qué habrían de hacerlo? Se ve mucho mejor hoy que la última vez que estuvo allí. Bajo el abrigo acolchado todavía lleva puesto su jubón de lona blanca, pero Rose se las arregló para quitarle la mayoría de las manchas con lejía de cenizas como si estuviera intentando exorcizar sus demonios por él, y además zurció sus calzas. Timothy limpió sus botas. Su cabello aún está despeinado y todavía persiste en él una mirada que le indica a la gente que debe hacerse a un lado, pero su barba está recortada casi al ras de su mandíbula y está bastante prolija. Hoy en día los centinelas apenas si lo reconocen, y ya no apesta a cerveza.

Mientras se acerca al extremo del muelle, oye un grito y enseguida otro. Mira hacia las filas de pequeñas olas maliciosas. Una barcaza se detiene cerca de la orilla.

Y entre el barco y las escaleras, ve unos brazos extendidos como si estuvieran agotados después de nadar una gran distancia; es un cuerpo que se eleva y se hunde en la marea.

La marca del ángel

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