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Capítulo 10

—¿CREES QUE PODEMOS CONFIAR EN ÉL? —pregunta Bianca mientras Rose ajusta su mejor corpiño de cornalina. Están en la recámara de Bianca, encima de la taberna de la Grajilla. Rose está preparando a su ama para el encuentro con el vinatero del otro lado del río. Para la ocasión, Bianca se ha puesto su blusa de lino de Haarlem —nadie puede hacer lino tan blanco y fino como los neerlandeses—, un vestido de brocado verde y su corpiño favorito. La blusa destacará lo que queda de su bronceado italiano, y el verde y la cornalina resaltarán sus ojos ámbar. Si el resultado no le permite obtener un descuento de un penique por barril de malvasía importada, piensa que lo mejor es hacer las maletas y volver a Padua.

—Si es mitad hombre, abandonará la vinatería y se instalará aquí en Bankside con solo verla —Rose suelta una risita mientras se acerca para atar la última presilla de Bianca—. ¡Ni siquiera le va a importar el precio de la malvasía!

—De hecho, me refería al maese Nicholas. Sabemos muy poco de él. ¿Qué opinas?

—¿Del maese Nicholas? Yo creo que es un joven caballero desposeído de su herencia y que no es correspondido en el amor —dice Rose, una joven de alegría perpetua con una mata de rizos marrones que siempre está apartando de sus ojos.

—No seas tonta, mujer. —Bianca levanta un brazo para que Rose pueda estirar los pliegues de la blusa.

—Entonces es un trovador solitario en busca de una damisela misteriosa que viene a él en sus sueños —sugiere Rose, a quien en su tiempo libre no le gusta otra cosa que hacer que Bianca le recite baladas románticas de las que cuestan un penique.

—Dudo que haya trovadores en Suffolk. No hay más que pantanos y ovejas. Lo sé porque le pregunté.

—Entonces tal vez vendió su alma para salvar a la mujer que ama y ahora está condenado a vagar solo por el resto de la eternidad —dice Rose, con más perspicacia de la que sospecha.

—Al menos ahora sabemos que no fue enviado por el Gremio de Almaceneros para cerrar mi negocio —dice Bianca—. Y ni siquiera el obispo de Londres se tomaría la molestia de hacer que su espía se arroje al río solo para parecer convincente.

—Que les dé sífilis al obispo de Londres y al Gremio de Almaceneros —declara Rose.

—Sabe de medicina, de eso estoy segura.

—¿Cómo lo sabe, señora?

—Debiste ver la expresión de sus ojos cuando dije que lo había tratado con triaca.

—Dijo que solo le quedaba el último frasco que su padre le dejó, ama.

Bianca extiende los brazos y da una vuelta, para que Rose compruebe que todo está bien atado y en orden.

—Pero no podíamos dejarlo morir, ¿verdad? Será nuestro talismán. Sé que lo será. Y bajo ese exterior hosco es bastante galante, ¿no crees?

—¡Caramba, ama! —dice Rose, fingiendo inocencia a través de sus rizos—. Y yo pensando que era al vinatero a quien quería distraer.

* * *

En las escaleras de Mutton Lane nadie parece saber qué hacer. Miran fijamente a la pálida criatura abierta de brazos y piernas que flota en el agua y se cubren la boca de asombro. Alguien murmura una oración. Al fin, un barquero se las arregla para atrapar el cadáver con su bichero. Grita para pedir ayuda, sin embargo, nadie, salvo Nicholas, quiere ayudar a sacar del río un cadáver medio congelado.

Alertados por la conmoción, dos carniceros con delantales de cuero manchados de sangre llegan del matadero. Sacan el cuerpo del agua sin demora y lo ponen sobre la plataforma como un maniquí grotesco y empapado. Es entonces cuando los pasajeros que están esperando sienten la necesidad urgente de elegir otro lugar para atracar. En instantes, las únicas personas vivas que quedan en las escaleras de Mutton Lane son los dos carniceros y Nicholas Shelby.

Nicholas observa el rostro pálido e hinchado de un joven de unos quince años. Su aspecto tiene una simplicidad bovina, su rostro es amable y redondo. Las gaviotas se comieron los ojos. Hay marcas de mordeduras donde tal vez lo mordisqueó un lucio. Pero la descomposición aún no ha llegado a su apogeo.

“Debe haber estado en aguas profundas durante uno o dos días antes de subir a la superficie”, piensa Nicholas. Las venas se ven oscuras debajo de la piel manchada, como si ya hubiera comenzado su proceso de transformación en una criatura del río.

Pero lo más impactante de todo es el torso: está abierto. El pecho y la parte superior del abdomen son poco más que una caverna abierta del color de la cecina podrida. En el interior, a través de los extremos fracturados de las costillas, se ve con claridad la columna vertebral, sostenida por filamentos de grasa amarilla. No hay corazón, ni entrañas, solo unos cuantos trozos de carne oscura donde el cuchillo los atravesó. El joven fue destripado.

—Podría colgarlo en el mercado de East Cheap. Pediría cinco chelines por él —dice uno de los carniceros.

—Está un poco rancio —dice el otro, mientras se ríe con crueldad—. Puedes decir que es carne de caza y cobrar seis.

Nicholas Shelby no los escucha. Está demasiado ocupado mirando el cadáver. En el costado de la pantorrilla izquierda, el cuchillo que hizo los cortes también talló una cruz invertida tan profunda que deja ver un destello de hueso blanco en lo profundo de la piel pálida.

La marca del ángel

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