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Capítulo 3

LO QUE SUCEDIÓ TRAS EL REGRESO de Nicholas Shelby a Grass Street es tan predecible como lo que ocurre cuando se tira de la hebra suelta de una bufanda, e igual de imparable. Ann es incapaz de enfrentar su mirada desesperada y escrutadora. Le da la espalda a su yerno como si estuviera loco de remate, pero esta vez ni ella ni la partera le impiden la entrada a la sala de puerperio.

La piel de Eleanor revela fiebre al tacto. Los dedos de Nicholas se enfrían al alejarse del sudor de su mujer. La piel que rodea su vientre está dura como el hierro y no cede a la presión de su mano. Los ojos de Eleanor están cerrados, y su respiración es apenas más fuerte que el jadeo después de una pelea perdida. Parece que ya hay una gran distancia entre ellos.

—No hay señales de que el nacimiento sea inminente —le dice la partera—. Apenas si salió una gota de sangre de la región privada, y solo una pequeña cantidad de agua. —Lo hace sonar como si las cosas estuvieran un poco fuera de lugar, un tanto inesperadas, pero sin necesidad real de preocuparse. “¿Me oigo así —se pregunta él— cuando estoy dando malas noticias?”.

Es la primera vez que entra a la sala desde que fue clausurada para el parto y la siente como una tierra extraña. Advierte una colección de guijarros de color rojo oscuro al pie de la cama.

—¿Y eso para qué se supone que sirve?

—Son piedras sagradas teñidas con la sangre de santa Margarita —responde la partera, no poco asustada por la intensidad de su mirada.

—Eleanor necesita medicinas, mujer, nada de supersticiones —grita él, y las aparta con un gesto enojado de su mano. Las piedras traquetean sobre las tablas desiguales del suelo como acusaciones ruidosas—. ¡Harriet! —llama él. La joven aparece a su lado. Parece haberse contagiado un poco de la palidez mortal de Eleanor—. Corre al boticario de All Hallows y trae un bálsamo de pie de león y hierbas. ¡Deprisa!

—Ningún bálsamo puede cambiar la voluntad de Dios, Nicholas —dice Ann, al tiempo que apoya una mano sobre su hombro—. No sirve de nada luchar contra lo que ya está dispuesto.

Ann no es una mujer desconsiderada; había perdido a dos de sus hijos, un niño al dar a luz y otra hija que vivió menos de un mes. Está convencida de que son pruebas enviadas por Dios para poner a prueba nuestro temple. Sus palabras pretenden darle fuerza a su yerno. En vez de eso, solo lo enfurecen más.

—Podría ayudar a inducir el parto —grita él—. ¡Es mejor que la oración y las piedras sagradas!

Eleanor se está desvaneciendo ante sus ojos, pero el proceso tarda casi dos días completos y ni una sola vez durante ese tiempo Nicholas recibe el mísero consuelo de saber si ella está consciente de que él se encuentra a su lado; no aprieta su mano, ni siquiera le dedica una sonrisa de reconocimiento. Nada.

Cuando no está sentado en un taburete junto a la cama, humedeciendo sus labios con un paño húmedo, se la pasa hojeando sus libros con desesperación: El arte de la curación, de Galeno; Fabrica, de Vesalio, y media docena más. Está buscando algún trozo de conocimiento redentor que cree que pudo haber olvidado. Pero no ha olvidado nada. Eleanor va a morir no por lo que Nicholas ha olvidado, sino por lo que nunca aprendió.

El segundo día, alrededor de las ocho de la noche, en medio de su desesperación, considera incluso un parto por cesárea. Ha oído hablar del procedimiento, aunque nunca ha visto uno, y sabe que, aunque el niño se salve, la madre morirá. Hasta donde sabe, solo ha habido un caso en el que ambos sobrevivieron, y fue en Suiza. ¿Cómo podría enterrar un escalpelo en el vientre de su amada Eleanor para salvar a su hijo? Pero si no lo hace…

La respiración de su mujer es cada vez más lenta y profunda. De vez en cuando emite un sonido como el que hacen sus botas de invierno cuando se mete por error en el fango de los campos de Finsbury. Toma la fría mano de Eleanor y entorna los ojos como si estuviera mirando al sol.

“¿Por qué esperaron tanto para llamarme? ¿Por qué fui a ese banquete despreciable? ¿Por qué los minutos fugaces de su lucha final se burlan de mí con tanta crueldad? ¿De qué sirve mi conocimiento ahora? ¿Por qué no puedo hacer nada? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?”.

* * *

Al día siguiente del funeral de la madre y el niño, celebrado en la iglesia de la Trinidad, Nicholas se para en la sala de puerperio en Grass Street. Ahora no es más que otra habitación vacía, con un piso inclinado que cruje al caminar sobre él, pilares irregulares de roble que sostienen el techo bajo y combado, una pequeña ventana emplomada que da a la calle, cuyos postigos se abrieron por primera vez en semanas.

No es más que una habitación cualquiera.

Nicholas extiende una mano para tocar el yeso desparejo. Piensa en las noches recientes que pasó al otro lado de aquel muro, aguzando sus sentidos para captar los murmullos suaves y femeninos de Eleanor, anhelando estar con ella. Mira fijamente sus dedos separados presionados contra la superficie y apenas los reconoce como suyos. Ahora la habitación está en silencio, vacía. Podría hablarle al muro toda la eternidad y nunca recibir respuesta. Debilitado por la pena, suelta la pared y cae de rodillas.

Es una habitación cualquiera.

Es la mano de otra persona.

La tragedia de alguien más.

Su mirada se posa en una sección de yeso contigua al marco de la puerta, donde él y Eleanor habían planeado hacer un trazo cada cumpleaños para registrar el crecimiento de su hijo. Habían acordado detenerse cuando cumpliera trece años. Si era niño, concluyeron, crecería demasiado rápido. Si era niña, a los trece años pensaría que era un acto infantil. Ahora el muro permanecerá intacto para siempre.

El tiempo se ha convertido en algo feo y distorsionado para él. Los minutos se confunden con los años. Agachado junto a la puerta, recuerda el ritmo increíblemente lento de su compromiso. Sus padres les habían dado un año de gracia, para ver si su apego era algo más que un frenesí pasajero y tonto. Cuando se hizo evidente que no lo era, comenzaron las labores serias: se midieron los acres de tierra para la dote, se llevaron a cabo investigaciones para asegurar que no hubiera hipotecas no declaradas sobre las casas o propiedades, ni tíos errantes con tendencias papistas ni ladrones de ganado ocultos entre los antepasados recientes. Los días pasaron despacio del uno al otro, y siempre hubo que esperar un día más. Todo parece muy lejano ahora, pero al mismo tiempo se proyecta en su mente como si fuera la primera vez. Años, días, horas… ¿Cómo es que el tiempo es tan engañoso?

Al día siguiente llega una carta a Grass Street. Le pide a Harriet que la lea porque sus ojos no parecen ser capaces de enfocar como antes:

“… la cosecha está muy cerca… Tu hermano Jack es un pilar de fortaleza, como siempre… Tu madre está bien… Recibió el salterio que le enviaste y lee un salmo cada noche antes de dormir. Parece costoso; debe estar yéndote muy bien. El padre de Eleanor te pide que le des un beso a su hija de su parte. Y la mejor de las noticias: tu cuñada acaba de dar a luz a otra bellota robusta”.

La marca del ángel

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