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5 OCTUBRE DE 1956

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El tren no se detendría hasta llegar a Marsella en poco más de una hora. Lancé un suspiro de alivio, o casi. No había ni una nube en el cielo y prometía ser un día perfecto de finales de octubre. Algunas familias francesas con niños de vacaciones de mitad de trimestre paseaban camino de las playas de Saint-Raphaël. Todos ellos iban despreocupados y relajados; reían mientras buscaban un poco de sol otoñal antes del largo invierno. Los miré con envidia, deseando una vida más corriente y menos interesante que la mía. Nadie se fijaba en mí, pero recordé a tiempo que llevaba la pistola bajo la cinturilla del pantalón y me saqué los faldones de la camisa ya sudada para esconderla. Luego salté una cerca baja de madera y crucé un descampado reseco hasta la Avenue Beauséjour. El corazón me latía como el de un animalillo. Si el bar de la esquina hubiera estado abierto, habría entrado a tomarme un buen lingotazo solo para mantener a raya el miedo, cada vez más intenso. Cuando ya me encontraba al lado de mi coche, proferí un suspiro hondo y desesperado y me quedé mirando los luminosos y hormigueantes átomos de la existencia y me pregunté si de verdad tenía algún sentido lo que estaba haciendo. Cuando uno huye, tiene que creer que merece la pena, pero en el fondo no estaba tan seguro. Ya no. Estaba cansado. No tenía auténtica energía para afrontar la vida, y mucho menos la huida. El cuello seguía doliéndome, y notaba los ojos como dos quemaduras de ácido en la cara. Solo quería dormir durante cien años, como Federico Barbarroja en lo más profundo de su refugio de montaña en Obersalzberg. A nadie le importaba si vivía o moría —a Elisabeth no, y desde luego a Anne French tampoco—, así que ¿para qué hacía algo semejante? No me había sentido tan solo en mi vida.

Encendí un pitillo y procuré insuflar con el humo un poco de sentido en esos órganos de pronto tan débiles que se encogían dentro de mi pecho.

«Venga, Gunther —me dije—. Has estado en aprietos en otras ocasiones. Lo único que tienes que hacer es meterte en esa chatarra francesa y conducir. ¿De verdad quieres darles a esos cerdos bolcheviques la satisfacción de atraparte ahora? Deja de compadecerte. ¿Dónde están esas agallas prusianas de las que siempre habla la gente? Aunque más vale que te des prisa. Porque en cualquier momento alguien va a ir a buscarte en ese tren y quién sabe qué ocurrirá cuando encuentren a Gene Kelly leyendo el envés de sus propios párpados. Así que termina el cigarrillo, súbete al puñetero coche y ponte en marcha antes de que sea demasiado tarde. Porque si te encuentran, ya sabes lo que va a ocurrir, ¿verdad? Un ahorcamiento parecerá una juerga en comparación con el envenenamiento por talio».

Unos minutos después iba conduciendo en dirección oeste por la Route Nationale, hacia Aviñón. Mal está que yo lo diga, pero se me dan estupendamente las charlas de motivación. Ahora estaba decidido: sobreviviría, aunque solo fuera para fastidiar a esos cabrones comunistas. Tenía un depósito lleno de combustible y un Citroën que acababa de pasar por el taller —puesta a punto y cambio de aceite por cuatrocientos francos—, conque estaba convencido de que no me dejaría tirado, o al menos tan convencido como se puede estar cuando no se trata de un coche alemán. En el maletero había algo de dinero, unas prendas de abrigo, otra arma y unas míseras posesiones de mi piso de Villefranche. Durante un rato seguí mirando hacia el mar, donde alcanzaba a ver a mi izquierda el Tren Azul en movimiento, con la esperanza de que ningún miembro de la Stasi estuviera escudriñando por la ventanilla del compartimento. La carretera discurría en paralelo a las vías, por lo que conduje lleno de angustia durante la siguiente media hora, pero no tenía otra opción que seguir esa ruta si quería tomar la autopista principal hacia el norte, siguiendo el Ródano. No me relajé hasta llegar a Le Cannet-des-Maures, donde las vías del ferrocarril y la DN7 tomaban distintas direcciones, y fue allí donde por fin perdí de vista el tren. Pero a pesar de la ventaja que les llevaba a mis compatriotas, no me engañé pensando que encontrarme estaría por encima de sus capacidades. Friedrich Korsch era listo, sobre todo con un hombre como Erich Mielke azuzándolo por medio de la amenaza de lo que podría ocurrirles a su esposa y su hija de cinco años si no me atrapaba. Igual que había hecho la Gestapo antes que ellos, la Stasi llevaba casi una década buscando a alemanes que no querían que los encontrasen. En eso sí que eran buenos, quizá los mejores del mundo. Tal vez la Policía Montada del Canadá tuviera reputación de atrapar siempre a su hombre, pero la Stasi siempre atrapaba a los hombres y las mujeres y los niños también, y, cuando los atrapaba, los hacía sufrir a todos. Había miles de personas encerradas en la desgraciadamente famosa prisión de la Stasi de Berlín en Hohenschönhausen, por no hablar de varios campos de concentración antaño dirigidos por las SS. Casi con toda seguridad se inventarían alguna excusa para obligarme a salir de Francia, tanto si quería abandonar el país como si no. Me daba en la nariz que podía haber dejado muy perjudicado a Gene Kelly con la cachiporra, en cuyo caso Korsch podría terminar el trabajo y dejarme en situación de búsqueda y captura por asesinato, perseguido por la policía francesa. Así pues, sabía que tenía que largarme de Francia cuanto antes. En Suiza era prácticamente imposible entrar, claro; Inglaterra y Holanda quedaban muy lejos, e Italia no estaba lo bastante lejos. Podría haber probado con España de no ser porque era un país fascista y yo ya había tenido fascismo suficiente para toda la vida. Además, más o menos había decidido dónde iba a ir antes de bajarme del tren. ¿Dónde podía ser más que Alemania? ¿Qué mejor sitio para ocultarse un alemán que entre millones de alemanes? Algunos criminales de guerra nazis llevaban años haciéndolo. Solo unos pocos miles se habían tomado la molestia de huir a Sudamérica, o se habían visto obligados a hacerlo. Por lo visto, todos los años encontraban a algún prófugo que se había reinventado en alguna ciudad de mierda perdida de la mano de Dios como Rostock o Kassel. Una vez cruzara la frontera francesa buscaría algún pueblo alemán y desaparecería para siempre. No ser nadie especialmente importante, eso tenía que ser una posibilidad razonable. Una vez en Alemania Occidental, podría ir tirando sin recurrir a ninguno de mis pasaportes. Allí tendría mejores oportunidades que prácticamente en ninguna otra parte. Pero me lamentaba una y otra vez por haberle contado a Korsch lo mucho que deseaba regresar a casa, aunque lo hubiera hecho para convencerlo de que éramos amigos de nuevo. No era estúpido y lo más seguro es que se pusiera en mi pellejo y llegara a las mismas conclusiones que yo.

«¿Adónde podría ir Gunther aparte de a la República Federal? Si se queda en Francia, la policía francesa lo encontrará por nosotros y luego, cuando esté bajo custodia en alguna pequeña ciudad de provincias, lo envenenaremos con talio igual que envenenaremos a Anne French. A Bernhard Gunther solo le queda Alemania Occidental. Lo han expulsado de casi todos los demás lugares».

Pisé con fuerza el acelerador en un intento de ganar algo de tiempo porque ahora hasta el último minuto era precioso. En cuando llegara a la estación de Marsella, Friedrich Korsch telefonearía a Erich Mielke al hotel Ruhl de Niza y el camarada general movilizaría a todos y cada uno de los agentes de la Stasi que estuvieran trabajando de manera clandestina en Francia y Alemania para que empezaran a buscarme por toda la frontera. Tenían mi fotografía, tenían el número de matrícula de mi coche y disponían de los recursos casi ilimitados del Ministerio para la Seguridad del Estado, por no hablar de una implacable capacidad para la eficiencia que habría sido la envidia de Himmler o de Ernst Kaltenbrunner.

No es que yo anduviera escaso de recursos; como inspector de la Kripo en Berlín, había aprendido un par de cosillas sobre cómo eludir la ley. Cualquier poli sabe que serlo es una preparación excelente para convertirse en fugitivo. Y eso era exactamente lo que yo era. Hasta unos días antes apenas había sido una fuente fiable de información sencilla, ataviado con un chaqué detrás del mostrador de conserjería en el Grand Hôtel de Cap Ferrat. Me pregunté qué habrían pensado algunos de los clientes si me hubieran visto golpear a un agente de la Stasi con una cachiporra. La idea de lo que harían los amigos de Gene si conseguían darme alcance me llevó a pisar más aún el acelerador y dirigirme al norte a cien kilómetros por hora, hasta que el recuerdo del ruido de su duro cráneo encajando el fuerte golpe empezó a desvanecerse un poco. Al fin y al cabo, quizá el hombre de la Stasi sobreviviera. Quizá sobreviviéramos los dos.

Me encanta conducir, pero Francia es un país grande y sus interminables carreteras no me causan ningún placer. Conducir está bien si tienes al lado a Grace Kelly y estás en posesión de un bonito Jaguar azul descapotable en una pintoresca carretera de montaña con una cesta de pícnic en el maletero. Pero para la mayoría de la gente, ir por carretera en Francia es aburrido. Lo único que evita que se convierta en rutina son los franceses, que se cuentan entre los peores conductores de Europa. No por nada acostumbrábamos a bromear que durante la caída de Francia de 1940, mientras los franceses intentaban a la desesperada huir del avance alemán, murieron más franceses por culpa de los malos conductores que a manos de la Wehrmacht. Por esa razón procuré concentrarme en conducir, pero, casi en proporción inversa a la incesante monotonía de la carretera ante mis ojos, mi imaginación empezó enseguida a vagar igual que un albatros perdido. Se dice que la perspectiva de ser ahorcado obra maravillas en la capacidad de concentración de un hombre. Seguro que es verdad. Sin embargo, yo doy fe de que la experiencia real de ser ahorcado, y la falta de oxígeno que ocasiona la presión del nudo corredizo contra las dos arterias carótidas perjudica de manera notable la facultad del raciocinio. Desde luego, había afectado la mía. Quizá fuera esa la intención de Mielke: convertirme en alguien más estúpido y sumiso. De ser así, no había dado resultado. La sumisión estúpida nunca había sido mi punto fuerte. Tenía la cabeza llena de niebla y enturbiada por algo que llevaba mucho tiempo olvidado, como si el presente hubiera quedado ofuscado por el pasado. Pero tampoco era exactamente eso. No, era más bien como si todo lo que quedaba por debajo de mi campo de visión estuviera envuelto en niebla y, más allá del deseo de volver a Alemania, no alcanzara a ver dónde tenía que ir ni qué debía hacer. Era como si fuese el hombre de aquel cuadro de Caspar David Friedrich y fuera vagando por un mar de niebla: insignificante, desarraigado, sin la menor certeza acerca del futuro, contemplando la futilidad de todo, y, quizá, la posibilidad de la autodestrucción.

Rostros antiguos y antaño familiares reaparecían a lo lejos. Retazos de música wagneriana resonaban entre cumbres de montañas apenas vistas. Había aromas y fragmentos de conversación. Mujeres que conocí: Inge Lorenz y Hildegard Steininger, y Gerdy Troost. Mi antiguo compañero Bruno Stahlecker. Mi madre. Pero, poco a poco, conforme iba dejando atrás la Riviera francesa y me dirigía con decisión al norte rumbo a Alemania Occidental, empecé a acordarme con detalle de lo que Korsch me había empujado a recordar. Era todo culpa suya: rememorar de esa manera, en lo que al volver la vista atrás era un evidente intento de sorprenderme con la guardia baja. Él era un poli decente por aquel entonces. Los dos lo éramos. Pensé en los dos casos en que habíamos trabajado juntos después de verme obligado a reincorporarme en la Kripo por órdenes de Heydrich. El segundo de esos casos había sido más extraño aún que el primero, y me vi obligado a investigarlo solo unos meses después de que Hitler hubiera invadido Polonia. Con toda claridad, como si fuera ayer mismo, recordé una noche oscura y ventosa a principios de abril de 1939, y cómo recorrí media Alemania en el Mercedes del propio general; recordé Berchtesgaden, y Obersalzberg, y el Berghof, y el Kehlstein, el Nido del Águila; recordé a Martin Bormann y Gerdy Troost, Karl Brandt y Hermann Kaspel y Karl Flex; y recordé las cuevas de Schlossberg y el azul de Prusia. Pero, sobre todo, recordé ser veinte años más joven y estar poseído por un sentido del decoro y el honor que ahora me parecía casi curioso. Durante un tiempo por aquel entonces, creo que sinceramente creí que era el único hombre honrado que conocía.

Azul de Prusia

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