Читать книгу Azul de Prusia - Philip Kerr - Страница 13
8 ABRIL DE 1939
ОглавлениеBerchtesgaden distaba setecientos cincuenta kilómetros de Berlín, pero en el asiento trasero del coche personal de Heydrich, un lustroso Mercedes 770K negro, provisto de una manta de cachemira con el monograma de las SS sobre las rodillas, apenas era consciente de la distancia ni del frío. El coche era del tamaño de un submarino alemán, y casi igual de potente. El motor de ocho cilindros con sobrealimentador vibraba igual que Potsdamer Platz en hora punta, e incluso con nieve en la Autobahn el Mercedes avanzaba sin problemas. Era como cabalgar hacia el Salón de los Caídos en el más allá con una línea de coro de las Valkirias, solo que con mucha más elegancia. No creo que Mercedes haya fabricado mejor automóvil que ese. Desde luego, nunca uno tan grande ni tan cómodo. Un par de horas en esa limusina y me sentía capaz de tomar las riendas de Alemania. En el asiento delantero, detrás del enorme volante, estaba el chófer de Heydrich con todo el aspecto de una estatua de la isla de Pascua, y a su lado, Friedrich Korsch, mi ayudante de investigación criminal del Alex. A mi lado, en la parte de atrás del coche, iba Hans-Hendrik Neumann, el ayudante de Heydrich, con su rostro afilado. Los asientos traseros eran más bien como un par de sillones de cuero del Herrenklub. Me quedé traspuesto durante parte del trayecto. Llegamos a Schkeuditz, al oeste de Leipzig, en menos de dos horas —cosa que me pareció extraordinaria— y a Bayreuth en menos de cuatro, pero, como estaba anocheciendo y aún teníamos por delante más de cuatrocientos kilómetros, nos vimos obligados a detenernos y repostar en Pegnitz, al norte de Núremberg. Llenar los tanques de combustible del acorazado Bismarck habría sido más rápido y barato...
1956
Me habría venido bien un coche potente como el Mercedes 770K en mi huida a través de Francia. Desde luego, también me habría venido bien echar una cabezadita. El Citröen era un 11 CV Traction Avant, que es el término francés que describe una tartana de tracción delantera sin la menor potencia; el once tal vez hiciera referencia a los caballos que tenía el trasto. Era incómodo y lento y tenía que poner los cinco sentidos para conducirlo. Después de seis horas al volante estaba agotado. Me dolían el cuello y los ojos, y notaba la cabeza como la de Ptolomeo después de la chapuza de craneotomía que le hicieron. No había llegado más al norte de Mâcon, pero sabía que tendría que detenerme y descansar. Consciente de que lo mejor sería pasar desapercibido, evitando los hoteles e incluso las pensiones, paré en un camping con un aspecto la mar de alegre. En Francia van de camping dos millones de personas, muchísimos de ellos en su vehículo. Yo no tenía tienda de campaña ni caravana, pero eso no parecía relevante, porque planeaba dormir en el coche y, por la mañana, usar las duchas y la cafetería, por ese orden. Qué no habría dado por un baño caliente y una cena en el hotel Ruhl. Pero cuando le di al individuo de la recepción —un hombre con mirada torva y la fastidiosa nariz de un perfumista— los cincuenta francos que costaba la plaza, me pidió la licencia de acampada y, a regañadientes, me vi obligado a confesar que no estaba al tanto siquiera de que tal cosa existiese.
—Me temo que es un requisito legal, monsieur.
—¿No puedo acampar aquí sin ella?
—No puede acampar en ninguna parte sin esa licencia, monsieur. Por lo menos, no en Francia. Se creó para asegurar a la gente contra daños a terceros causados al acampar. Hasta veinticinco millones de francos por daños se derivan de incendios, y cinco millones por daños se derivan de accidentes.
—¿O sea que no necesito seguro para conducir un coche en Francia, pero lo necesito para plantar una tienda de campaña?
—Así es. Pero puede obtener sin problema una licencia de acampada en cualquier club automovilístico.
Miré el reloj de pulsera.
—Creo que es un poco tarde para eso, ¿no?
Se encogió de hombros, indiferente a mi suerte. Yo diría que no le entusiasmaba que un personaje sospechoso como yo se quedara en su camping. Un hombre con acento extranjero que lleva bufanda en octubre y gafas de sol después de oscurecer no es la clase de campista despreocupado que inspira confianza en lo más profundo de Vichy. Ni el mismísimo Cary Grant se habría salido con la suya.
Así pues, abandoné el camping, conduje unos cuantos kilómetros y busqué una carretera rural tranquila bajo unos chopos bien altos y luego un campo donde cerrar los ojos cansados durante un rato. Pero no era fácil dormir a sabiendas de que Friedrich Korsch y la Stasi ya iban tras mis pasos. Casi con toda seguridad habrían alquilado coches sin conductor en la oficina de alquiler de vehículos Europcar junto a la estación de ferrocarril en Marsella, y muy probablemente solo estarían a un par de horas de donde me encontraba por la N7. Al final, logré dormir un poco en el asiento trasero del Citröen, pero no sin que Friedrich Korsch se me apareciera en un sueño que tenía lugar en algún lugar al fondo del doble dolor que ahora eran mis ojos.
La manera en que había vuelto a entrar en mi mundo después de tantos años era extraña y, al mismo tiempo, quizá no tan extraña en el fondo. Si uno vive lo suficiente, se da cuenta de que todo lo que nos ocurre forma parte de la misma ilusión, la misma mierda, la misma broma celestial. En realidad, las cosas no acaban, solo se interrumpen un rato y luego vuelven a empezar, como un disco rayado. No hay capítulos nuevos en el libro, no hay más que un largo cuento de hadas: la misma historia estúpida que nos contamos y que, de manera tan equivocada, llamamos vida. Nada termina de verdad hasta que estamos muertos. ¿Y qué otra cosa podía hacer un hombre que había trabajado para la Oficina de Seguridad del Reich salvo seguir trabajando para el mismo asqueroso departamento bajo los comunistas? Friedrich Korsch era un policía nato. Semejante continuidad tenía todo el sentido del mundo para los comunistas; a los nazis se les había dado bien velar por el cumplimento de la ley. Y con un libro diferente —el de Marx en vez del de Hitler—, un uniforme ligeramente distinto y un himno nacional nuevo, «Resucitados de entre las ruinas», todo podía seguir como siempre. Hitler, Stalin, Ulbricht, Jrushchov, eran todos iguales, los mismos monstruos del abismo neurológico que denominamos nuestro subconsciente. Schopenhauer y yo. A veces, ser alemán parece conllevar graves inconvenientes.
Ahora casi atinaba a oír la voz de Friedrich Korsch, sentado en la parte delantera del Mercedes 770K cuando llegamos a las afueras de Núremberg —a efectos prácticos, la capital del nazismo en Alemania— y mencionó un buen hotel, que era lo que más deseaba yo en ese momento, con una cama cómoda, un baño caliente, colirio para los ojos y una apetitosa cena...
1939
—El Deutscher Hof —dijo Korsch—. ¿Lo recuerda, señor?
—Claro.
—Es un hotel agradable. Al menos, el mejor en el que me he alojado. Siempre me recuerda un poco al Adlon.
Korsch y yo nos habíamos alojado en el Deutscher Hof —según los rumores, el hotel preferido de Hitler— durante un viaje a Núremberg el mes de diciembre anterior, cuando investigábamos una posible pista en un caso de asesinatos en serie. Durante una temporada habíamos sospechado que Julius Streicher, el líder político de Franconia, podía ser el culpable, y habíamos ido a Núremberg para hablar con el jefe de policía local, Benno Martin. Streicher era el azote de los judíos más sañudo de Alemania, así como el editor de Der Stürmer, una publicación tan burdamente antisemita que incluso la mayoría de los nazis la rehuían.
Capté la mirada de Korsch en el retrovisor lateral montado sobre la enorme rueda de repuesto junto a la portezuela y asentí.
—¿Cómo iba a olvidarlo? —dije—. Fue la noche en que por fin le echamos ojo a Streicher. Llevaba una cogorza de campeonato, pero seguía pimplando con un par de fulanas como si fuera el mismísimo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Durante un tiempo lo vi claramente en el papel. De asesino, quiero decir.
—Cuesta creer que un hombre como él siga siendo líder de zona.
—Ahora mismo hay muchas cosas que cuesta creer —murmuré, pensando en la guerra que seguramente estaba a la vuelta de la esquina; convencido de que los franceses y los británicos no tardarían en responder al farol de Hitler y movilizar sus ejércitos. Se rumoreaba que Polonia era la siguiente de la lista de Hitler para la anexión, o cualquiera que fuese el término diplomático que el Pacto de Múnich hubiera inventado como eufemismo de «invasión de un estado soberano».
—No por mucho más tiempo —señaló Neumann—. Entre usted y yo, a Streicher lo están investigando desde noviembre, acusado de robar propiedades judías incautadas después de la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos, que eran en justicia propiedades del Estado. Por no hablar de que ha calumniado a la hija de Göring, Edda.
—¿La ha calumniado? —indagó Korsch.
—Afirmó en su periódico que la concibieron por inseminación artificial.
Me eché a reír.
—Sí, ya me imagino cómo debió cabrearle a Göring. Como cabrearía a cualquier hombre.
—El general Heydrich espera que lo hayan destituido de todos sus cargos en el Partido para finales de año.
—Bueno, qué alivio —comenté—. ¿De dónde es usted, Neumann?
—De Barmen. —Meneó la cabeza—. No pasa nada. Franconia también es un misterio para mí.
—Es tierra de brujos —señalé—. Más vale no desviarse del camino, eso dicen siempre allí. No hay que adentrarse en los bosques. Y no hay que hablar nunca con desconocidos.
—Ya lo creo —convino Korsch.
Un momento después, dije:
—Entre usted y yo, ha dicho. Supongo que eso significa que se va a llevar todo en secreto y luego se va a barrer bajo la alfombra, igual que el asunto de Weisthor.
—Creo que Streicher sigue bajo la protección de Hitler —señaló Neumann—. De modo que, sí, supongo que está en lo cierto, comisario Gunther. Pero no hay nada perfecto, ¿verdad?
—Usted también se ha dado cuenta, ¿eh?
—Hablando de secretos —dijo Neumann—. Supongo que más vale que hablemos de cómo va a mantener al general al corriente de sus andanzas mientras esté en Obersalzberg, sin poner sobre aviso a Martin Bormann.
—Eso mismo me preguntaba yo.
—Mientras usted esté allí, yo estaré estacionado a unos kilómetros de la frontera, en Salzburgo. De hecho, me encargo de muchos trabajos confidenciales para el general en Austria. Cerca de Berchtesgaden hay un pueblucho llamado Saint Leonhard. Está prácticamente en la frontera. Y en Saint Leonhard hay una discreta pensión llamada Schorn Ziegler, que cuenta con un muy buen restaurante. Auténtica comida casera. Yo me alojaré allí. Si tiene algo de lo que informar o si necesita cualquier cosa de la oficina de Heydrich en Berlín, podrá encontrarme allí. De no ser así, siempre puede localizarme en la sede de la Gestapo en Salzburgo. Es fácil de ubicar. Basta con que busque el antiguo monasterio franciscano de Mozartplatz.
—Supongo que los monjes ya no están. ¿O se alistaron todos en las SS?
—¿Qué diferencia hay? —comentó Korsch.
—Por desgracia, los expulsaron de allí el año pasado. —Neumann se mostró avergonzado un momento—. Muchas de las cosas que sucedieron después de la anexión podrían haberse gestionado de otra manera. Mejor. —Se encogió de hombros—. Yo no soy más que un ingeniero eléctrico. La política se la dejo a los políticos.
—Eso es lo malo —repuse—. Tengo la horrible sensación de que a los políticos se les da peor que al resto de la humanidad.
—¿Una copa? —Neumann levantó el reposabrazos para mostrar una pequeña coctelería.
—No —respondí, al tiempo que agarraba el cordón de cuero rojo en la parte trasera del asiento delante de mí, como si fuera a ayudarme a mantenerme firme en mi resolución—. Creo que más me vale estar despejado cuando llegue a Obersalzberg.
—Pues yo sí voy a tomarme una, con su permiso —dijo, a la vez que sacaba una pequeña licorera de cristal del nido de terciopelo púrpura en el que estaba—. El general tiene un brandy excelente en su coche. Creo que es casi tan añejo como yo.
—Adelante. Estoy impaciente por leer los comentarios del catador.
Bajé la ventanilla un centímetro y encendí un pitillo, aunque solo para ahuyentar el aroma ligeramente embriagador del aceite caliente y el caucho recalentado, el alcohol caro y el olor corporal masculino que colmaba el elegante interior del enorme Mercedes. Una bruma gélida cubría la carretera más allá, disolviendo otros faros delanteros y luces traseras como algo soluble en el fondo de un vaso. Pueblecillos olvidados discurrían borrosos ante nuestros ojos a medida que el coche del ángel caído continuaba su trayecto retumbante hacia el sur a través de la oscuridad incierta. Mientras bostezaba, parpadeaba y asimilaba lo que ya quedaba unos veinte metros más atrás, me hundí más aún en el asiento y escuché el viento de colmillos afilados que ululaba una melancólica melodía propia de una banshee junto al cristal frío como el hielo de la ventanilla. No hay nada como un largo viaje por carretera de noche para rescatar pensamientos del pasado y del futuro a partes iguales, haciéndole creer a uno que venir no dista mucho de ir, y convenciéndolo de que el final tan esperado de un viaje no es más que otro puñetero comienzo.