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10 ABRIL DE 1939

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No era alto y al principio no lo vi. Estaba muy ocupado contemplando con asombro la sala de recepción del Kehlstein donde todos me estaban esperando. Era una estancia grande y redonda, de proporciones perfectas, hecha de bloques de granito gris, con techo artesonado y una chimenea de mármol del mismo tamaño y color que un tren S-Bahn. Encima de la chimenea había un tapiz de Gobelin con un par de amantes bucólicos; en el suelo, una cara alfombra persa de color carmesí. Delante del hogar rojizo una mesa circular estaba rodeada de cómodos sillones que me hicieron sentir cansancio solo con mirarlos. No había cortinas en las grandes ventanas cuadradas con vistas perfectas de la noche oscura y tormentosa desde la cima de la montaña. Una ligera nevada empolvaba el cristal, y del otro lado de la ventana se oía, igual que el tañido de una diminuta campana, el tintineo de la roldana mecida por el viento en el asta de una bandera de estaño. Hacía buena noche para estar a cubierto, sobre todo en lo alto de la cima de una montaña. Un tronco del tamaño de los Sudetes humeaba en la chimenea, y en las paredes había varias arañas de luces eléctricas que parecían haber sido dispuestas por el fiel criado de un científico loco. Había un piano de cola de caoba y una mesita rectangular y varias sillas más, y ante otra puerta un hombre que lucía una chaqueta blanca de comedor de las SS con una bandeja bajo el brazo. Era una estancia con la clase de ambiente enrarecido que haría a ciertos hombres pensar que el futuro del mundo estaba en sus manos, pero a mí me producía la misma sensación en los oídos que si me hubieran sacado un corcho del cráneo. Por otro lado, eso bien podría deberse a la petaca de Grassl, abierta encima de la mesa. Y así adquirí la súbita conciencia de que necesitaba tomar algo que no fuera té. Solo uno de los cinco hombres que rodeaban la mesa vestía uniforme, pero no podía ser Bormann, pues solo lucía una ración de coliflor en la insignia de las SS del cuello. También fue el único que se puso en pie y respondió a mi saludo hitleriano, por cortesía. Los demás, incluido el tipo con aspecto de púgil que se hizo cargo de la situación en el salón de té, y que supuse que debía de ser Martin Bormann, permanecieron inamovibles en sus asientos. No les reproché que no quisieran levantarse para darme la bienvenida: los movimientos bruscos de esa clase pueden provocarte una hemorragia nasal a grandes altitudes. Además, los sillones parecían cómodos de veras y, al fin y al cabo, yo no era más que un poli de Berlín.

—El comisario Gunther, supongo —inquirió Bormann.

—¿Qué tal está, señor?

—Ha llegado, por fin. Habríamos preferido que viniera en avión, pero no había ninguno disponible. En cualquier caso, siéntese, siéntese. Ha hecho un largo trayecto. Supongo que estará cansado. Lo siento, pero eso es irremediable. ¿Tiene hambre? Claro que sí. —Ya estaba chasqueando los dedos en el aire, unos dedos fuertes y gruesos, totalmente inapropiados para algo tan delicado como llamar al hombre de la chaqueta blanca de las SS en un salón de té—. Tráigale algo de comer a nuestro invitado. ¿Qué le apetece, comisario? ¿Un sándwich? ¿Café?

No atinaba a ubicar el acento de ese hombre. Quizá fuera sajón. Desde luego, no tenía una voz culta. En algo sí que acertaba, no obstante: yo estaba más hambriento que una trilladora. Högl y Kaspel también se habían sentado a la mesa, pero Bormann no les ofreció nada. Enseguida me di cuenta de que tendía a tratar con claro desprecio y brutalidad a los hombres que trabajaban para él.

—Quizá una rebanada de pan con mostaza y un poco de salchicha, señor. Y tal vez un café.

Bormann le hizo un gesto con la cabeza al camarero, que fue a por mi cena.

—Antes que nada, ¿sabe quién soy?

—Usted es Martin Bormann.

—¿Y qué sabe de mí?

—Por lo que me han dicho, es la mano derecha del Führer aquí en los Alpes.

—¿Nada más? —Bormann profirió una risa desdeñosa—. Creía que era detective.

—¿No le parece eso suficiente? Hitler no es un líder común y corriente.

—Pero no es solo aquí, ya sabe. No, soy su mano derecha también en el resto de Alemania. Cualquier otro a quien haya oído nombrar como la persona más próxima al Führer, ya sea Göring, Himmler, Goebbels o Hess, le aseguro que no pinta una mierda cuando estoy yo presente. Resulta que, si alguno de ellos quiere ver a Hitler, tiene que hacerlo a través de mí. De modo que cuando hablo, es como si el Führer estuviera aquí ahora mismo, diciéndole qué coño tiene que hacer. ¿Queda claro?

—Muy claro.

—Bien. —Bormann indicó con un gesto de cabeza la botella de schnapps encima de la mesa—. ¿Le apetece una copa?

—No, señor. No cuando estoy de servicio.

—Ya le diré yo cuándo está de servicio, comisario. Aún no he decidido si es usted lo que realmente nos conviene o no. Hasta entonces, tómese una copa. Relájese. A eso se viene a este lugar. Es totalmente nuevo. Ni siquiera el Führer lo ha visto todavía, de modo que es usted muy privilegiado. Nos hemos reunido esta noche para poner a prueba el lugar. Para comprobar si todo funciona antes de que llegue él. Por eso no puede fumar, lo siento. El Führer siempre se da cuenta cuando alguien ha estado fumando, incluso en secreto: nunca he conocido a nadie con los sentidos tan finos. —Le quitó importancia con un encogimiento de hombros—. Aunque no debería sorprenderme, claro. Es el hombre más extraordinario que he conocido.

—Si no le importa que lo pregunte, señor, ¿por qué un salón de té?

Bormann me sirvió un vaso de schnapps y me lo tendió con sus dedos gordezuelos. Tomé un sorbo con tiento. La graduación del cincuenta por ciento requería andarse con cautela, igual que con el hombre que lo servía. Tenía una cicatriz más bien grande encima del ojo derecho y, con sus pantalones de estilo golf y su gruesa chaqueta de tweed, tenía el aspecto de un granjero próspero a quien no le importaba tratar a patadas a su cerdo más preciado. No era gordo, sino un peso medio echado a perder, con una papada bien gruesa y la nariz igual que un nabo medio cocido.

—Porque al Führer le gusta el té, claro. Qué pregunta tan estúpida, de verdad. Ya tiene un salón de té al otro lado del valle, frente al Berghof: el Mooslahnerkopf. Le gusta pasear hasta allí. Pero se creyó que quizá hacía falta algo más espectacular para un hombre con semejante visión de futuro. A la luz del día, las vistas desde esta sala son impresionantes. Casi podría decirse que este salón de té está diseñado para ofrecerle la inspiración necesaria.

—Ya lo imagino.

—¿Le gustan los Alpes, Herr Gunther?

—La verdad es que están demasiado alejados del terreno llano para que me sienta cómodo. Yo soy más bien un chico de ciudad. El emparrado, es decir, la torre de la radio de Berlín, ya es lo bastante alto para mí.

Sonrió con paciencia.

—Hábleme de usted.

Tomé un poco más de schnapps y me retrepé en el sillón, y luego tomé otro sorbo. Me moría de ganas de fumar, y un par de veces hice ademán de sacar la pitillera antes de darme cuenta de la gran importancia que le daban a la salud en Obersalzberg. Miré los rostros de los demás caballeros sentados a esa curiosa mesa redonda y me dio la impresión de que quizá no era el único que necesitaba un pitillo.

—Soy berlinés, de pura cepa, lo que significa que soy testarudo por naturaleza. No necesariamente en el sentido positivo. Aprobé el examen de acceso a la universidad y podría haber cursado estudios superiores de no haber sido por la guerra. Vi lo suficiente en las trincheras como para convencerme de que el barro me gusta menos aún que la nieve. Ingresé en la policía de Berlín justo después del armisticio. Llegué a detective. Trabajé en la Comisión de Homicidios. Resolví unos cuantos casos. Trabajé por mi cuenta durante una temporada, como investigador privado, y me iba bastante bien, ganaba un buen dinero, hasta que el general Heydrich me convenció para que volviera a la Kripo.

—Heydrich dice que es usted su mejor detective. ¿De verdad lo es, o no es más que un Fritz cualquiera que ha enviado aquí a espiarme?

—Sé cómo llevar un caso siguiendo las reglas cuando es necesario.

—¿Y qué reglas son esas?

—El Código General Prusiano de 1794. La Ley de Administración Policial de 1931.

—Ah, esa clase de reglas. De las antiguas.

—De las legales.

—¿Sigue Heydrich prestando atención a esas cosas? ¿A la esencia de las leyes prenazis?

—Más a menudo de lo que podría parecer.

—Pero a usted no le gusta trabajar para Heydrich, ¿verdad? Por lo menos, eso me ha dicho él.

—Tiene su lado interesante. Le gusta tenerme cerca porque, para mí, el trabajo es la mejor chaqueta. No me gusta quitármela hasta que la he desgastado y luego la he gastado un poco más. La tenacidad, y una imperturbable tendencia a la obstinación, son cualidades forenses que por lo visto el general aprecia.

—Me dice que tiene usted mucho morro también.

—Desde luego no lo hago adrede, señor. A otros alemanes, los berlineses les parecemos insolentes cuando no lo somos. Hace unos cien años nos dimos cuenta de que no tiene sentido mostrarse amistoso y amable si nadie más lo aprecia. Nadie en Berlín, quiero decir. Así que ahora hacemos lo que nos viene en gana.

Bormann se encogió de hombros.

—Eso es bastante sincero. Pero sigo sin estar convencido de que sea usted el puño adecuado para este ojo en concreto, Gunther.

—Con todo respeto, señor, yo tampoco. En la mayoría de los casos de asesinato, no tengo que pasar una prueba para que me den el trabajo. Por lo general, a los muertos no les importa mucho quién les hace la manicura por última vez. Y no creo probable que pueda convencer de nada a un hombre tan importante como usted de nada. Ni siquiera se me ocurriría intentarlo. Yo no soy un Fritz de esos capaces de agujerearle el estómago a alguien a fuerza de palabrería. Hoy en día no hay mucha demanda de lo que irónicamente podríamos llamar «mi personalidad». Desde luego no he traído ninguna de mis partituras preferidas para tocarlas en ese Bechstein tan bonito.

—Pero sí ha traído a su propio pianista, ¿no?

—¿Korsch? Es mi ayudante de investigación criminal. En Berlín. Un buen hombre. Trabajamos bien juntos.

—No le hará falta mientras esté aquí. Mis hombres le brindarán toda la ayuda que necesite. Cuanta menos gente sepa lo que ha ocurrido aquí, mejor.

—Con todo respeto, señor. Es un buen poli. A veces viene bien tener otro cerebro que tomar prestado: hincar otro diente cuando tengo que masticar algo duro. Incluso los mejores necesitan un buen ayudante, alguien leal en quien confiar, que no los deje en la estacada. Me parece que eso es tan cierto aquí como en cualquier otra parte.

Tenía intención de que sonara a halago y esperaba que él lo interpretara así, pero el rictus de su mandíbula fue el más agresivo que había visto fuera de un cuadrilátero. Me dio la impresión de que en cualquier momento podía agarrarme por el cuello, u ordenar que me arrojaran desde las almenas, si es que en algo como un salón de té en la cima de una montaña había algo parecido a almenas. Era el primer salón de té que tenía todo el aspecto de haber podido mantener a raya al Ejército Rojo. Quizá fuera esa la auténtica razón por la que se había construido, y no dudaba de que en el interior del resto de la montaña de Hitler había otros secretos que prefería desconocer. Bastó para que me terminara el schnapps un poco más aprisa de lo que habría debido.

Bormann se frotó con aire pensativo el mentón de medianoche cada vez más áspero.

—De acuerdo, de acuerdo, quédese con ese malnacido. Pero que se quede en Villa Bechstein. Fuera del Territorio del Führer. ¿Está claro? Si quiere exprimirle la sesera, hágalo allí.

Azul de Prusia

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