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4 OCTUBRE DE 1956

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La Gare de Nice-Ville tenía un tejado de acero forjado, una impresionante galería de piedra y un reloj ornamentado bien grande que habría quedado de maravilla en la sala de espera del purgatorio. Dentro había varias elegantes lámparas de araña: aquello se parecía más a un casino de la Riviera que a una estación de ferrocarril. Aunque yo apenas había frecuentado casinos, claro. Nunca me habían interesado gran cosa los juegos de azar, quizá porque la mayor parte de mi vida adulta había sido una suerte de apuesta temeraria. Desde luego, en lo relativo a los días siguientes, podía ocurrir cualquier cosa. Trabajar para la Stasi solo podía redundar en perjuicio de Gunther. Sin duda planeaban matarme en cuanto el trabajo de Inglaterra estuviera hecho. Al margen de lo que hubiera dicho Mielke sobre trabajar para él en Bonn o Hamburgo después de haber silenciado debidamente a Anne French, era muy posible que yo fuese el último cabo suelto de la operación de Hollis. Además, tenía los ojos como el dos de diamantes, que no es una buena carta en ningún juego. Por ese motivo llevaba gafas de sol y ni siquiera vi a los dos hombres de la Stasi cuando entré en la estación. Pero ellos sí me vieron. La RDA alimenta a esos chicos con zanahorias radiactivas para que vean mejor en la oscuridad. Me acompañaron al andén, donde Friedrich Korsch esperaba junto al Tren Azul que me llevaría a París.

—¿Qué tal está? —preguntó con amabilidad mientras yo le daba mi bolso a uno de los miembros de la Stasi y le dejaba que me lo llevara al vagón.

—Bien —dije con tono alegre.

—¿Y los ojos?

—Ni remotamente tan mal como parece.

—Todo olvidado, espero.

Me encogí de hombros.

—¿De qué serviría guardar rencores?

—Eso es verdad. Y consuélese, que tiene dos. Yo perdí uno en Polonia, durante la guerra.

—Además, París está muy lejos. Supongo que viene a París. Espero que así sea. Estoy sin blanca.

—Está todo aquí —dijo Korsch, que se palmeó el bolsillo de la chaqueta—. Y sí, vamos a ir a París con usted. De hecho, vamos a ir hasta Calais.

—Bien —repliqué—. No, en serio, así tendremos oportunidad de hablar de los viejos tiempos.

Korsch entornó los ojos, receloso.

—Pues sí que ha cambiado de actitud desde la última vez que nos vimos.

—La última vez que nos vimos acababa de librarme de morir colgado del cuello, Friedrich. Quizá Jesucristo se las apañó para perdonar a sus verdugos después de una experiencia parecida, pero yo soy un poco menos comprensivo. Pensaba que ya era historia.

—Sí, supongo.

—Suponga usted todo lo que quiera. Pero yo lo sé. Para serle sincero, sigo un poco dolorido. De ahí el fular de seda y las gafas de sol. Sabe Dios qué pensarán de mí en el vagón restaurante. Soy demasiado mayor como para hacerme pasar por una estrella de cine de Hollywood.

—Por cierto —preguntó—. ¿Adónde fue ayer? Les dio esquinazo a mis hombres. Estuvimos toda la mañana con los nervios de punta hasta que volvió a aparecer.

—¿Me estaban vigilando?

—Ya sabe que sí.

—Tendría que haberme avisado. Bueno, tenía que ver a una persona. Una mujer con la que me acuesto. Vive en Cannes. Tenía que decirle que iba a irme unos días y, bueno, no quería hacerlo por teléfono. Seguro que lo entiende. —Le resté importancia con un movimiento de hombros—. Además, no quería que los suyos averiguaran su nombre y sus señas. Por su propia protección. Después de la otra noche, no tengo ni idea de qué son capaces de hacer usted o su general.

—Hum.

—Sea como sea, solo estuve ausente unas horas. Ahora estoy aquí. ¿Qué problema hay?

Korsch no dijo nada. Se limitó a mirarme fijamente, pero como yo tenía los ojos ocultos tras las gafas de sol, no podía saber a qué atenerse.

—¿Cómo se llama esa mujer?

—No se lo voy a decir. Mire, Friedrich, necesito este trabajo. El hotel está cerrado por fin de temporada y tengo que regresar a Alemania como sea. Ya me he hartado de Francia. Los franceses me ponen de los nervios. Como me quede otro invierno aquí, me volveré loco. —Eso era verdad, desde luego. Nada más decirlo lamenté mi sinceridad e hice todo lo posible por disimularla adornándola con unas bobadas acerca de que quería vengarme de Anne French—. Más aún, tengo mucho interés en vengarme de esa mujer en Inglaterra. Así que déjelo, ¿vale? Ya le he contado todo lo que le voy a contar.

—De acuerdo. Pero la próxima vez que tenga pensado ir a alguna parte, no se olvide de informarme.

Subimos a bordo del tren, buscamos nuestro compartimento, dejamos allí el equipaje y luego nos fuimos los cuatro al vagón restaurante para desayunar. Tenía un hambre voraz. Al parecer, todos la teníamos.

—¿Karl Maria Weisthor? —pregunté en tono afable mientras el camarero nos traía café—. O Wiligut. O comoquiera que se hiciera llamar ese cabrón asesino cuando no estaba convencido de que era un antiguo rey germano. O incluso Wotan. No recuerdo cuál. Lo mencionó el otro día y me picó la curiosidad. ¿Sabe qué fue de él después de que lo acorraláramos en el treinta y ocho? Lo último que supe fue que vivía en Wörthersee.

—Se jubiló en Goslar —respondió Korsch—. Bajo la protección y el cuidado de las SS, claro. Después de la guerra, los aliados le permitieron ir a Salzburgo, pero no le salió bien. Murió en Bad Arolsen, en Hesse, me parece que en 1946. ¿O fue en 1947? En cualquier caso, hace mucho que murió. Y de buena nos libramos.

—No se hizo justicia exactamente, ¿verdad?

—Era un buen investigador. Aprendí mucho de usted.

—Seguí con vida. Eso ya dice algo, teniendo en cuenta las circunstancias.

—No era tan fácil, ¿eh?

—Me temo que en mi caso no han cambiado mucho las cosas.

—Aún seguirá dando guerra mucho tiempo. Es un superviviente. Lo sabía entonces y lo sé ahora.

Sonreí, pero me estaba mintiendo, claro. Aunque fuéramos viejos camaradas, si Mielke le ordenaba que me matara, no vacilaría. Igual que en Villefranche.

—Esto es igual que en los viejos tiempos, usted y yo, Friedrich. ¿Recuerda el tren que tomamos a Núremberg para hablar con el jefe de policía local sobre Streicher?

—Hace casi veinte años. Pero sí, lo recuerdo.

—Eso estaba pensando yo. Me acaba de venir a la cabeza. —Asentí—. Era un buen poli, Friedrich. Eso tampoco es tan fácil. Sobre todo, en aquellas circunstancias. Con un jefe como el que teníamos por aquel entonces.

—Se refiere a ese cabrón de Heydrich.

—Me refiero a ese cabrón de Heydrich, sí.

No es que Erich Mielke fuera menos cabrón que Heydrich, pero preferí dejar eso en el tintero. Pedimos el desayuno y el tren se puso en marcha, en dirección oeste hacia Marsella, donde giraría al norte hacia París. Uno de los hombres de la Stasi lanzó un pequeño gruñido de placer al probar el café.

—Qué café tan bueno —murmuró como si no estuviera acostumbrado. Y no lo estaba: en la RDA no solo escaseaban la libertad y la tolerancia, sino también todo lo demás.

—Sin buen café y tabaco, habría una revolución en este país —comenté—. Igual se lo podría sugerir al camarada general, Friedrich. Exportar la revolución podría resultar más fácil así.

Korsch me ofreció una sonrisa casi tan fina como su bigotito de lápiz.

—Mucho debe de confiar el régimen en usted, Friedrich —dije—. En usted y sus hombres. Por lo que tengo entendido, no se permite viajar al extranjero a todos los alemanes orientales. Por lo menos, no sin que se dejen los calcetines en las alambradas.

—Todos tenemos familia —señaló Korsch—. Mi primera esposa murió en la guerra. Me volví a casar hace cinco años. Y ahora tengo una hija. Así que ya puede imaginar que tengo razones de sobra para volver a casa. A decir verdad, no me imagino viviendo en ningún lugar que no sea Berlín.

—¿Y el general? ¿Qué incentivos tiene él para volver a casa? Parece que disfruta de todo lo que hay aquí más que usted.

Korsch se encogió de hombros.

—La verdad es que no lo sé.

—No, quizá sea mejor que no lo sepa. —Miré de reojo a nuestros dos compañeros de desayuno de la Stasi—. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

Después de desayunar, volvimos al compartimento y hablamos un poco más. Teniendo en cuenta las circunstancias, nos estábamos llevando bastante bien.

—Berchtesgaden —dijo Korsch—. Aquel también fue un caso de mil demonios.

—No creo que lo olvide. Y qué lugar tan impresionante.

—Tendrían que haberle dado una medalla por resolver así aquel asesinato.

—Me la dieron. Pero la tiré. Durante el resto del tiempo no hice sino ir unos pocos pasos por delante del pelotón de fusilamiento.

—A mí me dieron una medalla al mérito policial hacia el final de la guerra —reconoció Korsch—. Creo que aún la conservo en un cajón por alguna parte en una cajita de terciopelo azul bien mona.

—¿No es correr un riesgo?

—Ahora soy miembro del partido. El PSUA, quiero decir. Claro está, se reeducó a todos los que trabajaron en la Kripo. Si guardo la medalla no es por orgullo, sino para no olvidar quién y qué fui.

—Ya que estamos —dije—, podría recordarme quién soy yo, viejo amigo. O, al menos, quién se supone que soy. Por si alguien me lo pregunta. Cuanto antes me acostumbre a mi nueva identidad, mejor, ¿no cree?

Korsch sacó un sobre de color salmón del bolsillo de la chaqueta y me lo entregó.

—Pasaporte, dinero y billete para el Flecha de Oro. Al pasaporte lo acompañan unas instrucciones. Su nuevo nombre es Bertolt Gründgens.

—Suena a comunista.

—De hecho, es un viajante de Hamburgo. Vende libros de arte.

—No sé nada de arte.

—El auténtico Bertolt Gründgens tampoco.

—¿Dónde está, por cierto?

—Cumpliendo diez años en el ataúd de cristal por publicar y distribuir propaganda subversiva contra el Estado.

«El ataúd de cristal» era el nombre que le daban los presos a la cárcel de Brandeburgo.

—Cuando le damos a alguien una nueva identidad preferimos recurrir a personas reales. De algún modo, le otorga al nombre un poco más de peso. Por si a alguien se le ocurre indagar.

—¿Y qué hay del talio? —pregunté, a la vez que me guardaba el sobre en el bolsillo del pantalón.

—Karl lo custodiará hasta que lleguemos a Calais —me explicó Korsch, mientras señalaba a uno de los de la Stasi—. El talio se absorbe con facilidad a través de la piel, lo que significa que se necesitan ciertas precauciones para manipularlo de manera segura.

—A mí me va de maravilla. —Me quité la chaqueta y la dejé en el asiento de al lado—. ¿No tiene calor con esos trajes de lana?

—Sí, pero la cuenta de gastos del ministerio no da para vestir al estilo de la Riviera —comentó Korsch.

Hablamos más sobre Berchtesgaden, y poco después casi habíamos olvidado las circunstancias tan desagradables que habían dado pie a nuestro reencuentro. Pero también nos quedamos callados a ratos, fumando cigarrillos y contemplando por la ventanilla de nuestro vagón el mar azul hacia la izquierda. Le había tomado cariño al Mediterráneo y me pregunté si volvería a verlo.

Una vez hubimos dejado atrás Cannes, el tren empezó a coger velocidad y en apenas hora y media ya estábamos a medio camino de Marsella. Unos kilómetros al este de Saint-Raphaël dije que tenía que ir al servicio y Korsch le ordenó a uno de sus hombres que me acompañara.

—¿Teme que me pierda? —pregunté.

—Algo por el estilo.

—Queda un buen trecho hasta Calais.

—Sobrevivirá.

—Eso espero. Al menos, esa es la idea.

El hombre de la Stasi me siguió por el Tren Azul hasta el servicio y fue más o menos entonces, mientras atravesábamos los alrededores de Saint-Raphaël, cuando la máquina empezó a aminorar la marcha. Por fortuna, no me habían cacheado en Niza y, a solas en el aseo, saqué del calcetín una cachiporra de cuero y me golpeé la palma de la mano. Se la había confiscado a un huésped del hotel hacía cosa de un par de meses y era una hermosura, manejable y flexible, con un lazo para sujetarla a la muñeca y suficiente peso para que los golpes fueran cargados de verdad. Pero es un arma cruel: una herramienta propia de un bribón porque a menudo hay que recurrir a una sonrisa o una pregunta amable para coger a la víctima desprevenida. En los tiempos del Berlín de Weimar, cuando era un joven policía uniformado, la veíamos con malos ojos cuando se la encontrábamos a algún Fritz en el bolsillo, porque esos trastos te pueden matar. Por eso a veces usábamos la propia cachiporra del Fritz para ahorrarnos un poco de papeleo y dispensar justicia por las bravas: en las rodillas y los codos, que duele lo suyo. Bien lo sé yo, que me han atizado unas cuantas veces.

Me la guardé a la espalda mientras, sonriente, salía del servicio poco después con un pitillo en la otra mano.

—¿Tiene fuego? —le pregunté a mi acompañante—. Me he dejado la chaqueta en el compartimento.

Mi sonrisa de villano titubeó un poco cuando recordé que era Gene Kelly: el tipo de Leipzig que me había echado al cuello el nudo corredizo. Ese cabrón se tenía bien merecido lo que estaba a punto de recibir, con toda la potencia de mi hombro.

—Claro —dijo Gene, quien se apoyó en la pared del vagón cuando el tren empezó a frenar estruendosamente.

Expectante, me puse el cigarrillo entre los labios. Mientras tanto, bajé la vista hacia el bolsillo de la chaqueta. Gene empezaba a sacar el mechero. No necesitaba más oportunidad que esa y ya estaba blandiendo la cachiporra como la maza de madera de un malabarista en un abrir y cerrar de ojos. La vislumbró justo antes de que le golpeara la primera vez. El arma en forma de espátula lo alcanzó en la parte superior de la cabeza de color pajizo con el mismo ruido que haría una bota al golpear un balón de fútbol empapado en agua. Gene se derrumbó como una chimenea en ruinas; pero, cuando aún estaba de rodillas, lo golpeé con fuerza otra vez porque desde luego ni olvidaba ni perdonaba su risa mientras me veía colgado en Villefranche. Noté un espasmo de dolor en el cuello cuando lo golpeé, pero mereció la pena. Y cuando estaba tendido, inconsciente —o algo peor: ni lo sabía ni me importaba— en el suelo del pasillo que se mecía con suavidad, le cogí el arma. Luego, tan rápido como pude, porque pesaba mucho, lo arrastré al interior del aseo y cerré la puerta. Acto seguido corrí a la otra punta del tren, abrí una puerta y esperé a que se detuviera en una señal ferroviaria, justo al lado de la Corniche en Boulouris-sur-Mer, como sabía que haría. A lo largo de los años había tomado ese tren a Marsella varias veces. Justo el día anterior había estado sentado en mi coche después de darle esquinazo a la Stasi durante unas horas y comprobado cómo el tren se detenía en ese mismo semáforo.

Me bajé del tren dando un salto hasta el lateral de las vías, levanté los brazos, cerré la puerta del vagón y corrí en dirección a la Avenue Beauséjour, donde había aparcado mi coche. Huir es siempre mejor plan de lo que parece. Lo sabe cualquier criminal. Tan solo la policía te dice que huir no resuelve nada. Desde luego no resuelve crímenes ni permite detener a nadie, eso seguro. Además, huir era una idea mucho más atractiva que envenenar a una inglesa con la que me había acostado, aunque fuera una zorra. Bastante tengo sobre mi conciencia como para cargar también con eso.

Azul de Prusia

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