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6 ABRIL DE 1939

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—Ya era hora de que lo detuvieran, Gunther —dijo una voz severa desde arriba—. En la policía de esta ciudad no hay lugar para izquierdistas como usted.

Levanté la mirada y vi una figura conocida de uniforme que bajaba las amplias escaleras de piedra como si llegara en el último momento al baile del Führer; pero si Heidi Hobbin hubiera tenido un zapato de cristal, se lo habría quitado y me habría clavado el tacón en el ojo. No había muchas mujeres en la policía de Berlín: Elfriede Dinger —quien posteriormente se casó con Ernst Gennat, no mucho antes de morir este— y la inspectora de policía Heidi Hobbin, también conocida como Heidi la Horrible, pero no porque fuera fea —en realidad era bastante atractiva—, sino porque disfrutaba mangoneando a los hombres, sin piedad. Al menos uno de ellos debía de disfrutarlo, porque más adelante me enteré de que Heidi era amante del jefe de la Kripo, Arthur Nebe. Mujeres dominantes: es una perversión particular que no he llegado a entender nunca.

—Espero que lo lleven directo a Dachau —les comentó Heidi a los dos hombres de la Gestapo que me escoltaban de bajada por las escaleras traseras hacia la salida de la jefatura de Dircksenstrasse. La acompañaba un joven y ambicioso concejal del tribunal de distrito, un amigo mío del Ministerio de Justicia, llamado Max Merten—. Es lo menos que se merece.

Después de que Hitler llegara a la cancillería de Alemania en enero de 1933, no era lo que se dice muy popular en el Alex. Cuando purgaron a Bernhard Weiss de la Kripo por ser judío, resultó inevitable que nuestros nuevos jefes nazis vieran con recelo a los hombres de su Comisión de Homicidios, sobre todo si eran personas de centro izquierda afines, como yo, al Partido Socialdemócrata. Aun así, el error de Heidi era comprensible. Incluso con los de la Gestapo portándose como mejor sabían y pidiéndome de una manera casi amable que me presentara en su sede, por órdenes de Reinhard Heydrich, se las habían arreglado para dar la impresión de que eran dos hombres realizando una detención. Pero Heidi no lo sabía y se engañó al pensar que me llevaban detenido. Nunca fue muy observadora, máxime si se tiene en cuenta que era policía.

Animado por la perspectiva de su inminente decepción, me detuve y me toqué el ala del sombrero.

—Muy amable por su parte, señora —dije.

Heidi entornó los ojos al mirarme como si fuera un retrete en el que no hubieran tirado de la cadena. Max Merten saludó ladeando levemente el sombrero hongo con amabilidad.

—Es usted un agitador, Gunther —comentó Heidi—. Y siempre lo ha sido, con sus comentarios de listillo. Para serle sincero, no tengo ni idea de por qué Heydrich y Nebe pensaron que lo necesitaban de nuevo en el Alex.

—Alguien tendrá que encargarse de pensar por aquí ahora que han echado a los perros policías.

Merten esbozó una sonrisa torcida. Esa broma se la había oído hacer en más de una ocasión.

—Esa es exactamente la clase de comentario a que me refiero. Y que, desde luego, yo no echaré en falta.

—¿Le da a la inspectora la buena noticia —le pregunté a uno de los hombres de la Gestapo— o lo hago yo?

—En realidad, el comisario Gunther no está detenido —dijo uno de los de la Gestapo.

Sonreí.

—¿Lo ha oído?

—¿Qué quiere decir «en realidad»?

—El general Heydrich lo ha convocado a una reunión urgente en su despacho de Prinz Albrechtstrasse.

A Heidi se le demudó el gesto.

—¿Sobre qué? —preguntó.

—Lo lamento pero no se lo puedo decir —respondió el de la Gestapo—. Y ahora, le ruego nos disculpe, inspectora. No tenemos tiempo para esto. Al general no le gusta que lo hagan esperar.

—Así es —corroboré y, mirando el reloj de muñeca, le di unos golpecitos con gesto urgente—. Lo cierto es que no tenemos tiempo para esto. Debo asistir a una reunión importante. Con el general. Quizá más tarde, si hay tiempo, me pase por su oficina para contarle sobre qué quería consultarme. Pero solo si Heydrich lo considera apropiado. Ya sabe cómo funcionan las cosas con la seguridad y la confidencialidad. Aunque, ahora que lo pienso, igual no lo sabe. El general no confía en cualquiera. Por cierto, inspectora Hobbin, ¿dónde está su despacho? Lo he olvidado.

Los de la Gestapo se miraron e intentaron contener una sonrisa, sin lograrlo. Aunque todo hacía indicar lo contrario, tenían sentido del humor, si bien un poco tétrico, y aquella era la clase de broma relacionada con el rango que cualquier nazi con aspiraciones de alcanzar poder —que eran más o menos todos— podía entender y apreciar. Max Merten, el joven magistrado —no podía tener mucho más de treinta años—, era el que más se esforzaba por no sonreír. Le guiñé el ojo. Max me caía bien; era de Berlín-Lichterfelde y durante un tiempo se planteó hacer carrera en la policía, hasta que lo disuadí.

Mientras tanto, Heidi Hobbin apretó con fuerza un puñito que recordaba mucho a su agresiva personalidad, se volvió con brusquedad y regresó escaleras arriba. Convencido de que mi risa no haría sino enfurecerla más, dejé escapar una sonora carcajada, y me alegró oír que mis acompañantes hacían lo propio.

—Debe de estar bien trabajar para Heydrich —comentó uno, a la vez que me daba una palmada en la espalda a modo de felicitación.

—Sí —convino su compañero—. Hasta los jefes deben tener cuidado con usted. Puede decirles que se vayan «allí donde crece el pepino», ¿eh?

Sonreí incómodo y los seguí escaleras abajo hasta la puerta lateral del Alex. Yo nunca habría descrito al jefe del servicio secreto de seguridad como amigo mío. Los hombres del pelaje de Heydrich no tenían amigos; tenían funcionarios, y a veces esbirros, como yo, pues no me cabía duda de que Heydrich tenía otro trabajo ingrato que, a su modo de ver, solo podía hacer Bernhard Gunther. Nadie había tenido que andarse con más cuidado en Alemania que los antiguos miembros del Partido Socialdemócrata que trabajaban para Heydrich; sobre todo ahora que la reciente invasión de lo que quedaba de Checoslovaquia después del Pacto de Múnich hacía que la perspectiva de otra guerra pareciera inevitable.

Fuera, en Dircksenstrasse, encendí el último cigarrillo y me apresuré a montarme en el asiento trasero de un Mercedes que esperaba. El aire matinal era helador debido a una nevada primaveral, pero en el coche hacía calor. Aquello me iba bien porque había olvidado el abrigo: hasta ese punto había sido urgente la convocatoria. En un momento estaba en mi despacho de un rinconcito del edificio, mirando por la ventana la maqueta de tren que parecía la Alexanderplatz allá abajo, y al siguiente —sin que hiciera falta ni se ofreciera ninguna explicación— estaba sentado en la parte de atrás del coche, de camino hacia el oeste por Unter den Linden y ensayando las palabras exactas para eludir el trabajo concreto que Heydrich tenía en mente para mí. Era tal vez demasiado escrupuloso e inquisitivo como para ser un buen esbirro. La intransigencia era vana, claro; igual que Aquiles, el general no era una persona fácil de esquivar. Para el caso, podría haber intentado defenderme de la lanza de un héroe griego con un plato de porcelana de Meissen.

Unter den Linden estaba congestionada por el tráfico y los viandantes, e incluso había unos cuantos coches aparcados delante de los edificios del gobierno en Wilhelmstrasse. Pero Prinz Albrechtstrasse siempre era la calle más tranquila de Berlín más o menos por la misma razón que llevaba a todos los transilvanos sensatos a eludir las regiones más remotas de los Cárpatos. Como el castillo de Drácula, el número 8 de Prinz Albrechtstrasse albergaba su propio príncipe de la oscuridad de pálido rostro, y cada vez que me acercaba a la entrada neobarroca no podía por menos que pensar que las dos mujeres desnudas que adornaban el frontón curvo partido eran en realidad un par de hermanas vampiresas casadas con Heydrich que de noche merodeaban por el edificio en busca de ropa y una buena comida.

En el interior, el inmenso edificio era todo altas ventanas de arco, techos abovedados, balaustradas de piedra, esvásticas, bustos del Anticristo y una ausencia casi absoluta de mobiliario y sentimientos humanos. Había unos pocos asientos de madera dispuestos a lo largo de las paredes blancas y lisas como en una estación de ferrocarril, y lo único que se oía eran voces susurradas, pasos que se apresuraban por los corredores con suelo de mármol y el eco reverberante de alguna puerta que se cerraba de golpe a la esperanza en algún rincón remoto de la eternidad. Nadie salvo Dante y quizá Virgilio entraba en aquel lugar desconsolado sin preguntarse si tendría la posibilidad de salir.

Ubicado en la segunda planta del edificio, el despacho de Heydrich no era mucho mayor que mi piso. La sala era toda espacio imponente, simplicidad blanca y fría y orden impecable, más parecida a una plaza de armas que a un despacho. Sin toques personales discernibles, tenía la capacidad de hacer que el nazismo pareciera limpio e inmaculado y, por lo menos a mis ojos, resumía el vacío moral que yacía en el corazón de la nueva Alemania. Había una gruesa alfombra gris sobre el suelo de madera, unas columnas decorativas taraceadas, varias ventanas altas y un escritorio de tapa rodadera que albergaba un regimiento de estampillas de goma y una centralita. Detrás de la mesa había dos altas puertas de doble hoja. Entre ambas, una estantería sin apenas libros, pero con una pecera vacía. Justo encima de la pecera había una fotografía enmarcada de Himmler, casi como si el SS-Reichsführer con gafas fuera una especie extraña de criatura capaz de vivir dentro y fuera del agua. Que es otra manera de decir sapo asqueroso. Al lado de un enorme mapa de Alemania colgado de la pared había unos sofás y sillones de cuero a juego. En uno de ellos vi al general con tres oficiales más: su ayudante, Hans-Hendrik Neumann; el jefe de la Kripo, Arthur Nebe, y el adjunto de Nebe, Paul Werner, un fiscal del estado de Heidelberg con las cejas muy espesas que me detestaba, por lo menos, tanto como Heidi Hobbin. Heydrich y Nebe poseían perfiles marcados; pero, mientras que la cabeza de Heydrich no habría desentonado en un billete de banco, el lugar indicado para la de Arthur Nebe era una casa de empeños. A los expertos en higiene racial nazis les gustaba servirse de calibradores para medir narices a fin de determinar por medios científicos la naturaleza judía. Yo no era el único poli del Alex que se preguntaba si alguno de los dos se habría sometido a esa prueba y, de ser así, cuál había sido el resultado. Hans-Hendrik Neumann parecía un Heydrich de tres al cuarto. Con el pelo rubio y la frente despejada, poseía una nariz interesante que era afilada pero aún tenía que crecer si quería estar a la altura de la napia picuda de su superior.

Nadie se levantó del asiento y nadie me dirigió el saludo hitleriano, cosa que debió de agradarle especialmente a Nebe, teniendo en cuenta cuánto tiempo hacía que nos conocíamos y cuánto desconfiábamos el uno del otro. Como siempre, el saludo me hacía sentir hipócrita, pero la hipocresía tenía su lado positivo: lo que Darwin o alguno de sus primeros seguidores habría llamado la supervivencia de los más aptos.

—Gunther, por fin ha llegado —observó Heydrich—. Siéntese, por favor.

—Gracias, señor. Y si me permite, general, debo decir que es un gran placer volver a verlo. Echaba en falta las pequeñas charlas que solíamos tener.

Heydrich sonrió, casi disfrutando de mi insolencia.

—Caballeros, debo reconocer que a veces creo en una providencia que protege a los idiotas, los borrachos, los niños y Bernhard Gunther.

—Creo que usted y yo bien podríamos ser los que dirigen esa providencia, señor —comentó Nebe—. De no ser por nosotros, este hombre ya estaría criando malvas.

—Sí, tal vez tenga razón, Arthur. Pero siempre me viene bien un hombre útil, y si algo tiene Gunther es eso. Creo que su gran virtud es la utilidad. —Heydrich se me quedó mirando como si de verdad buscara una respuesta—. ¿Por qué cree usted que es?

—¿Me lo pregunta a mí, señor?

Tomé asiento y miré la cigarrera de plata en la mesita de café delante de nosotros. Me moría de ganas de fumar. Los nervios, supongo. Heydrich podía causar ese efecto. Dos minutos en su compañía y ya me estaba apretando las tuercas.

—Sí, creo que se lo estoy preguntando. —Se encogió de hombros—. Adelante. Puede hablar con toda libertad.

—Bueno, creo que a veces una verdad perjudicial es mejor que una mentira útil.

Heydrich rio.

—Tiene razón, Arthur, somos quienes dirigimos la providencia en lo que respecta a este tipo. —Heydrich abrió la tapa de la cigarrera de plata—. Fume, Gunther, haga el favor; insisto. Me gusta alentar los vicios de un hombre. Sobre todo, los suyos. Tengo la sensación de que algún día me resultarán más útiles que sus virtudes. De hecho, estoy seguro. Convertirlo en mi secuaz va a ser uno de mis proyectos a largo plazo.

Azul de Prusia

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