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14 ABRIL DE 1939

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—Pues no ha sido de gran ayuda —objetó Kaspel—. Vaya capullo.

Eran las tres y media de la madrugada y estábamos en el dispensario del hospital de Berchtesgaden. Revisábamos los efectos personales de Flex, aunque ya los había fotografiado unas cuantas veces. Yo tenía en la mano un inventario de las pertenencias del fallecido que había elaborado Kaspel.

—Desde luego, los tipos fríos como él son los que dejan en mal lugar a las SS —dije—. Pero resulta que el doctor Brandt ha sido de mucha más ayuda de lo que cabría pensar.

—¿Cómo? Ha sido usted quien ha encontrado el orificio de entrada, ¿no?

—No por lo que nos ha dicho, sino tal vez por lo que no nos ha dicho. Por ejemplo, Flex tenía una gonorrea de mucho cuidado. Brandt no lo ha mencionado, aunque a mí me ha parecido evidente y a él también debe de habérselo parecido.

—Así que por eso le ha sacado una foto de la polla. Y yo que pensaba que era para su colección personal de obscenidades.

—¿Se refiere a las fotos que tengo de su mujer y su hermana?

—Así que es usted el Fritz que las tiene, ¿eh?

—Un buen acceso de gonorrea explicaría la presencia de un frasco de Protargol en la lista de efectos personales de Flex. Solo que aquí no hay Protargol ahora. Por lo visto, alguien lo ha sustraído. Eso y el Pervitín, que también aparece en su inventario. Por el contrario, sigue aquí la pinza para billetes, que sujeta un buen fajo, de varios cientos de marcos. Junto con todos los demás objetos de valor.

—Ah, sí. Tiene razón. Los medicamentos han desaparecido, ¿verdad? Qué pena. Iba a quedarme con el Pervitín.

—Creo que los ha cogido Brandt. Ha podido hacerlo mientras esperaba a que llegáramos. Evidentemente, no sabía que, como cualquier poli que se precie, usted ya había hecho este inventario. —Saqué uno de los cigarrillos de Kaspel y dejé que me diera fuego con el mechero de Flex—. Pues bien, por lo que al Protargol respecta, puede ser que, como amigo de Flex, quisiera ahorrarle el bochorno de que descubriéramos que tomaba proteinato de plata para una enfermedad venérea. Supongo que es comprensible. Aunque por los pelos. Quizá yo haría lo mismo por un conocido. Si estuviera casado, tal vez.

—Yo puedo explicar lo de la metanfetamina —se ofreció Kaspel—. Antes había existencias de sobra de esa poción mágica aquí en Berchtesgaden. Se la daban a los obreros locales de P&Z para que no se retrasaran con los plazos de construcción. Pero de un tiempo a esta parte parecen haberse agotado las reservas. Al menos, para cualquiera que no vaya de uniforme. Tengo entendido que hay muchos civiles en Berchtesgaden desesperados por un poco de poción mágica. Como le decía, el Pervitín puede ser muy adictivo.

—¿Por qué se han agotado las existencias?

—Extraoficialmente, corre por la montaña de Hitler el rumor de que están almacenando la sustancia para nuestras fuerzas armadas, por si hay guerra. Que el ejército alemán va a necesitar metanfetamina a fin de permanecer despierto el tiempo suficiente para derrotar a los polacos. Y es de suponer que a los Ivanes cuando vengan a apoyar a los polacos.

Asentí.

—Entonces, eso también explicaría la presencia de Losantín y natrón en esta clínica. —Señalé las sustancias que estaban puestas en las estanterías y, cuando Kaspel se encogió de hombros, añadí—: El Losantín se utiliza para tratar las quemaduras en la piel causadas por gas venenoso. El natrón se utiliza para neutralizar el gas de cloro. Por lo menos, así era cuando estuve en las trincheras. Parece ser que hay alguien se está preparando para lo peor, incluso aquí, en Berchtesgaden.

—Voy a decirle otra cosa que falta —observó Kaspel—. Al menos, según el inventario que hice ayer por la mañana con el comandante Högl. Había una libretita azul y un llavero pequeño que llevaba colgado al cuello con una cadenilla de oro. También han desaparecido.

—¿Recuerda qué había en la libreta?

—Números. Nada más que números.

—Vamos a ver qué queda. Un paquete de Turkish 8...

—En el Territorio del Führer lo fuma todo el mundo. Yo incluido.

—Un juego de llaves de casa, algo de calderilla, un peine de carey, un par de gafas de leer, un billetero de cuero, carné de conducir de civil, permiso de armas, documento de identificación laboral, permiso de caza, Documento de Identidad Personal del Partido Nacionalsocialista Alemán, certificado genealógico familiar ario, insignia del Partido, unas tarjetas de visita, un sello de oro, un encendedor Imco de oro, una petaquita de bolsillo de oro, un reloj de oro (de la marca Jaeger-LeCoultre, que es muy caro), unos gemelos de oro, una pluma Pelikan de oro...

—A Karl Flex le gustaba el oro, ¿eh? Incluso la pinza para el dinero es de dieciocho quilates. —Kaspel desenroscó el tapón de la petaca de bolsillo y olió el contenido.

—Y luego está la Ortgies automática del calibre 32 —observé—. ¿Dónde la llevaba, por cierto? ¿Metida bajo la cinturilla del pantalón? ¿En el calcetín? ¿Colgada al cuello de una cadena?

—Estaba en el bolsillo de la chaqueta —respondió Kaspel.

Extraje el cargador y lo examiné.

—Pues estaba cargada, sí. Parece ser que, a fin de cuentas, este amigo nuestro tan alto se esperaba que hubiera problemas. Nadie llevaría una «podadera» como esta a menos que creyera necesitarla.

—Sobre todo, aquí arriba. De habérsela encontrado en el Berghof, lo habrían detenido, por mucho permiso de civil que tuviera. Órdenes de Bormann. Solo la RSD está autorizada a llevar armas en el Territorio del Führer. Y nunca en el interior del Berghof o el Kehlstein, donde la única persona que tiene permiso para ir armada es el propio Bormann. Compruébelo si quiere. Siempre lleva un bulto en el bolsillo derecho de la chaqueta.

Señalé la petaca de bolsillo.

—¿Qué veneno contiene?

Kaspel tomó un sorbo de la petaca y sonrió con admiración.

—Es del bueno. Lo mismo que bebe Bormann.

Yo también tomé un sorbo y respiré hondo. El Grassl causa ese efecto. Encima de la metanfetamina, era como una dosis de electricidad recorriéndome por dentro.

—Me encanta este trabajo que me permite beber schnapps del mejor cuando estoy de servicio.

Kaspel rio y se guardó la petaca.

—Más vale que esto no caiga en manos equivocadas.

—Un traje Hermann Scherrer, zapatos Lingel, calcetines de cachemira, ropa interior de seda, reloj de plutócrata y más oro que en el templo del rey Salomón. Qué bien vivía, ¿no? Para ser ingeniero civil. Por cierto, ¿a qué se dedica un ingeniero civil?

—Se dedica a la buena vida, a eso se dedica. —Kaspel hizo una mueca—. Por lo menos, hasta que le pegan un tiro en la nuca. Fue así, ¿no? Le dispararon en la nuca, no por delante como todo el mundo había pensado. Lo que significa que el tirador no podía estar en el bosque detrás del Berghof, como todos creían. —Meneó la cabeza—. Qué raro que no encontráramos nada.

—¿Estuvo allí? ¿En el bosque?

—Dirigí la patrulla de búsqueda. Rattenhuber y Högl no se ensucian las botas ni locos. No, fuimos mis hombres y yo.

—Voy a volver allí. Ahora que he visto el cadáver, quiero leer todas las declaraciones de los testigos en mi nuevo despacho, suponiendo que tenga un despacho, y luego inspeccionar la terraza con más detenimiento.

—No sé qué espera encontrar, pero lo acompañaré.

—¿No quiere irse a casa, Kaspel? Son las tres y media de la madrugada.

—Pues sí. Pero ahora llevo un vuelo de mucho cuidado, desde que he esnifado la poción mágica. Igual que si fuera en un Me 109. Tardaré una eternidad en ser capaz de cerrar los ojos, y mucho más en dormir. Además, somos chicos Bolle, ¿no? De Pankow. Seguimos de juerga hasta que uno de los dos se derrumba o acaba en chirona. Así funciona lo nuestro ahora. Lo llevaré montaña arriba hasta el Berghof y, por el camino, le contaré unas cuantas verdades como puños sobre este lugar.

Azul de Prusia

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