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13 ABRIL DE 1939

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Karl Brandt, que nos recibió en una fría sala del sótano del hospital, ya iba vestido para el quirófano. No obstante, bajo su inmaculada bata blanca llevaba el uniforme negro de comandante de las SS, lo que parecía una suerte de contradicción. Era un hombre alto, pasmosamente guapo y de aspecto severo de treinta y tantos años. Tenía los pómulos marcados y el pelo castaño claro peinado con una raya de lo más pulcra que se tocaba de vez en cuando con el lateral de la mano, como si en el hospital soplara un viento que estuviera a punto de hacer imprescindible el uso de un peine. Era casi el rostro de un actor protagonista —la clase de cara que bien podría haberle granjeado un papel principal en una de las películas del doctor Goebbels—, de no ser porque en sus ojos fríos y oscuros faltaba algo. Costaba creer que fuera el rostro de alguien que se dedicaba a curar. Más bien parecía la cara de un fanático capaz de profetizar la llegada de un diluvio bíblico y un nuevo Ciro del norte que reformaría la Iglesia, o quizá de presagiar el advenimiento de una nueva religión. Un par de años después, en Praga, me volvería a cruzar con su nombre, en relación con el asesinato del general Heydrich. Pero hasta este momento no había oído hablar de él. Me miró parpadeando con desdén mesurado mientras yo buscaba a tientas una disculpa, primero por hacerlo esperar y después por lo avanzado de la hora.

—Hemos venido en cuanto nos han avisado de que estaba aquí, doctor. Lamento si ha tenido que esperar mucho. De haber estado en mi mano, habría dejado bien claro que esto podía esperar hasta mañana a primera hora, pero el jefe adjunto del Estado Mayor ha insistido en que se llevara a cabo una autopsia tan pronto como fuera posible. Claro está que, cuanto antes averigüemos qué le ocurrió con exactitud al doctor Flex, antes podremos devolverles a todos la tranquilidad de ánimo y podrá regresar el Führer a su hermoso hogar. Señor, no sé si conocía usted bien a la víctima. De ser así, me gustaría ofrecerle mis condolencias y agradecerle que haya aceptado acometer lo que podría ser una tarea nada grata. Si no tenía relación de amistad con él, me gustaría darle las gracias de todos modos. Tengo entendido que la medicina forense no es su especialidad habitual, no obstante...

—Supongo que ya debe de haber asistido a alguna autopsia en calidad de inspector de la Comisión de Homicidios —dijo, interrumpiéndome con un gesto impaciente de la mano—. En Berlín, ¿no?

—Sí, señor. Más a menudo de lo que me habría gustado.

—Ya han transcurrido más de diez años desde que hice algo relacionado con la anatomía como estudiante de medicina, por lo que tal vez esa memoria forense suya nos venga bien. También es posible que necesite su ayuda de vez en cuando, para mover el cadáver. ¿Puede encargarse de eso, comisario?

—Sí, señor.

—Bien. Pues ya que lo menciona, sí que conocía a la víctima. Pero eso no afectará mi capacidad para llevar a cabo el procedimiento post mórtem. Y estoy tan interesado como el que más en que el desenlace de este trágico asunto sea satisfactorio. Por el bien de mi amigo, ni que decir tiene. Y para la tranquilidad del Führer, como usted dice. Bueno, manos a la obra. No tengo toda la noche. El cadáver está por aquí. No disponemos de una sala de patología en este hospital. Las muertes repentinas son muy poco comunes en Berchtesgaden y, por lo general, se ocupan de ellas en Salzburgo. El cadáver está en lo que aquí hace las veces de quirófano, un sitio tan bueno como cualquier otro para realizar una autopsia.

Brandt giró el tacón de una bota militar lustrosa a más no poder y abrió camino hacia el interior de una sala cuya iluminación era radiante. Allí yacía en una mesa el cadáver de un hombre muy alto y delgado de barbita recortada y aún vestido con su ropa de tweed de invierno. La causa aparente de la muerte resultaba obvia de inmediato: un trozo grande de cráneo, de varios centímetros cuadrados y todavía unido al cuero cabelludo, colgaba del lateral de la cabeza recubierta de sangre seca igual que una trampilla abierta. La mitad de los sesos revueltos del tipo parecían haberse derramado sobre la mesa y las baldosas del suelo cual fragmentos de carne picada en una carnicería. Karl Flex estaba mirando al techo con la boca abierta de asombro, los dilatados ojos azules impávidos frente a la intensa luz, casi como si hubiera tenido una maravillosa visión del ángel de la muerte del Señor que hubiese llegado para llevárselo de este mundo al otro. Era una imagen chocante, incluso para un veterano de la Comisión de Homicidios como yo. A veces el cuerpo humano parece más frágil de lo que cabría esperar.

—Joder —masculló Kaspel, y se llevó la mano a la boca un momento—. Eso sí que es una herida de la hostia en la cabeza.

—Más vale que nos dejemos de maldiciones, caballeros —dijo Brandt con frialdad, a la vez que se ponía en las manos unos guantes de goma.

—Lo siento, señor, pero... joder.

—Fume si eso lo ayuda a tener la boca entretenida, capitán. A mí, desde luego, no me molesta. Prefiero con mucho el olor dulce del tabaco que el del antiséptico. O el sonido de sus palabrotas. Siempre y cuando no se desmaye.

A Kaspel no le hizo falta más invitación, pero yo negué con la cabeza para rehusar su pitillera abierta cuando me la ofreció. Desde luego no quería que nada interfiriera con mi apreciación de la manera en que Karl Flex había ido al encuentro de la muerte. Además, necesitaba las dos manos para la cámara, y ya estaba tomando fotos del muerto con mi juguete nuevo y caro.

—¿Es estrictamente necesario? —rezongó Brandt.

—Del todo —respondí y me centré en el cráneo destrozado. Se parecía a la cáscara vacía del huevo pasado por agua que había desayunado esa mañana—. Cada fotografía cuenta una historia.

—Supongo que han sacado de los bolsillos todos los efectos personales de la víctima, ¿no? —le preguntó Brandt a Kaspel.

—Sí, señor —contestó—. Están en una bolsa en el dispensario de al lado, listos para que los inspeccione el comisario.

—Bien —dijo Brandt—. Entonces, no hace falta que nos preocupemos mucho por cómo le quitamos la ropa a la víctima. —Me alcanzó unas tijeras muy afiladas. Luego cogió otras, empezó a cortar una pernera de los pantalones del muerto y me invitó a hacer lo mismo con la otra—. Aun así, es una pena. Fíjese en esto. —Abrió la chaqueta de Flex para enseñarme la etiqueta—. Hermann Scherrer, de Múnich. Si este traje no estuviera cubierto ya de sangre, bien podría haber intentado salvarlo.

Dejé la Leica, agarré una pernera del pantalón y estaba a punto de usar las tijeras cuando salió del dobladillo una abeja más bien soñolienta.

—¿Qué tal si, en cambio, salvamos a esta?

—No es más que una abeja, ¿no? —comentó Brandt.

—Necesito una bolsa —señalé, dejando que la abeja avanzara por mi mano un momento—. O un frasco de pastillas vacío.

—Lo encontrará en el dispensario —dijo Brandt.

Con la abeja todavía pegada al dorso de la mano, fui al dispensario y busqué un frasquito. Mientras esperaba sin prisas a que la abeja se metiera allí, miré alrededor y observé con cierta sorpresa que el dispensario estaba bien surtido de pastillas de descontaminación Losantín y natrón.

—¿Por qué no le hace una foto? —preguntó Brandt por la puerta abierta.

—Igual se la hago, si consigo que sonría.

Una vez tuve la abeja en el frasco, volví al quirófano y me dispuse a ponerme al corriente con Brandt, cuyas afiladas tijeras ya habían llegado hasta la cintura del hombre. Mientras tanto, Brandt había instado a Kaspel a que le quitara al muerto los zapatos, los gruesos calcetines y la corbata.

—Con una corbata Raxon, uno siempre va bien vestido —comentó Kaspel, repitiendo el famoso eslogan publicitario de la empresa—. A no ser que esté empapada en sangre como esta.

—Por cierto —dijo Brandt, al tiempo que cortaba la camisa del hombre igual que un sastre impaciente, y luego la camiseta que llevaba debajo—. Aparte del hecho evidente de que recibió un disparo en la cabeza, ¿qué estamos buscando? No estoy exactamente seguro. Bueno, puedo abrirle el esternón y buscar rastros de veneno si quiere, pero...

—Allá en las trincheras, tenía un amigo al que le atravesaron el cuello de un tiro —dije—. Mantuve la presión sobre la herida, con la mano, para evitar que se desangrase, como se supone que hay que hacer. Solo para averiguar que fue el segundo disparo, en el pecho, que ni siquiera había visto, lo que lo mató. La vida está llena de sorpresas así. Y la muerte, más aún.

—Este hombre solo recibió un disparo —señaló Brandt—. Y fue eso lo que lo mató. Me apuesto mi reputación.

—Es una deducción muy acertada ahora que le ha abierto la camisa, señor —comentó Kaspel.

Kaspel le había quitado a Flex los zapatos y estaba inspeccionando la etiqueta del fabricante en la plantilla.

—Este individuo era un buen alemán, eso seguro. —El parloteo constante de Kaspel tenía que ver con algún fármaco, claro. Yo también estaba de ánimo parlanchín—. Un auténtico nazi, diría yo.

—¿Por qué lo dice? —pregunté.

—Zapatos Lingel.

Los zapatos Lingel de Erfurt se enorgullecían de proclamar su pureza aria, dejando implícito que otros zapateros (Salamander, por ejemplo) adolecían de contaminación racial. Era una treta a la que habían recurrido toda suerte de fabricantes alemanes desde la promulgación de las Leyes de Núremberg en 1935.

Corté los calzoncillos del muerto —por algún motivo, Brandt los había dejado intactos— para dejar al descubierto sus genitales.

—¿Eso le parece a usted normal? —le pregunté a Brandt.

—¿Qué quiere? ¿Una regla?

—Estaba pensando en el color. Me parece que tiene la polla un poco roja.

Brandt miró un momento los genitales de Flex y se encogió de hombros.

—No sabría decirle, la verdad.

Pero la polla del muerto tenía un aspecto que me llevó a coger la cámara otra vez. Brandt puso cara de repugnancia y meneó la cabeza.

—Vaya insensibilidad la suya —observó Brandt.

—No creo que esté pasando vergüenza, señor —dije, y saqué una foto de la polla de Karl Flex—. Y desde luego no pienso publicar estas fotos en la prensa local.

Dejé la cámara y me volví hacia la mesa, donde ahora las prendas del muerto colgaban de su cuerpo como una segunda piel. Y por fin habíamos llegado a los restos ensangrentados de la cabeza de Flex.

—Esta vez buscamos una bala —dije, palpando el cabello rubio y apelmazado del muerto—. A veces uno las encuentra asomando del cuero cabelludo. O bajo el cuello de la camisa de un hombre. O incluso en el suelo.

Removí el montoncito de masa cerebral en la mesa y el suelo con el índice, pero allí no había nada metálico. Me aseguré bien de ello. Me levanté y volví a concentrarme en la cabeza. Brandt miraba el agujero igual que un niño a la orilla de una poza rocosa.

—También buscamos un orificio de bala —dije.

—Hay un orificio, eso seguro —aseguró Brandt—. Del tamaño de la cueva Atta.

—Eso parece más un orificio de salida —observé—. Busco uno más pequeño. Un orificio de entrada, quizá. —Palpé el cráneo un momento. A estas alturas tenía las manos cubiertas de sangre pegajosa de la víspera. Por lo visto, solo había un par de guantes de goma en el quirófano—. Y aquí está. Unos dos o tres centímetros más abajo que el orificio de salida.

—Déjeme ver —dijo Brandt.

Permitió que le ayudara a introducir el índice en un orificio del tamaño de un pfennig, y luego asintió.

—Dios mío, tiene razón. Sí que hay un orificio. Es fascinante. Justo en el hueso occipital. La bala entra por aquí, a la izquierda de la sutura lambdoidea, y sale unos centímetros más arriba en medio de una explosión de hueso temporal y masa cerebral. Los que estaban a su lado debieron de quedar cubiertos de sangre.

—Eso espero —dije.

—A veces se olvida fácilmente los destrozos que puede causar una bala.

—Eso si uno no estuvo en las trincheras —objeté—. Para todo aquel que estuvo, como yo, y el capitán Kaspel aquí presente, esto era el pan nuestro de cada día. Esa es nuestra excusa para lo que usted tilda de indiferencia.

—Hum. Sí. Ya entiendo a qué se refiere, comisario. Lo siento.

—¿Podemos sacar otra foto, señor? Quizá si señala usted el orificio con una pluma o un lápiz...

—¿Quiere decir que lo introduzca ahí?

—Si no le importa, señor. Así es más sencillo apreciar lo que hay en la fotografía. Y el tamaño del orificio.

Me lavé las manos y cogí la Leica. Y cuando Brandt estuvo preparado con el lápiz, hice varias fotos del orificio de bala.

—Supongo que querrá que hurgue en la cavidad craneal en busca de fragmentos de bala —comentó Brandt.

—Si no le importa, señor...

Brandt introdujo la mano en la cabeza de Flex y empezó a palpar lo que quedaba de cerebro en busca de algo duro. Era como si estuviera vaciando una calabaza para el día de san Martín.

—Teniendo en cuenta el estado del cráneo de la víctima, no parece muy probable que encontremos nada —dijo—. Lo más seguro es que cualquier fragmento de bala esté en la terraza del Berghof por alguna parte.

—Exacto, señor. Por eso es una pena que a algún idiota servicial se le ocurriera fregar toda la sangre.

—Aun así, más vale asegurarse, supongo. —Pero un rato después, Brandt meneó la cabeza—. No. Nada.

—Gracias de todos modos, señor.

—Imagino que es mejor darle la vuelta —propuso Brandt en tono práctico—, ahora que he visto ese orificio de entrada. Solo para asegurarnos bien, como usted dice.

Cortamos el resto de las prendas para retirarlas del cadáver de Flex y luego le dimos la vuelta en busca de otro orificio de bala. Su cuerpo delgado y blanco carecía de marcas, pero saqué otra foto de todas maneras, para afianzar mi recuerdo. A esas alturas era plenamente consciente de lo mucho que se asemejaba Karl Flex a un Cristo muerto. Quizá fuera la barba lo que causaba el efecto, o los ojos azul claro; y quizá todos los hombres se parecen un poco a Jesucristo cuando los están preparando para su entierro; aunque también es verdad que quizá sea ese el meollo del asunto. Pero de algo sí que estaba seguro: con una herida como esa en la cabeza, Karl Flex iba a necesitar más de tres días para resucitar junto con justos y pecadores.

—Va a tener un álbum estupendo cuando haya terminado —observó Kaspel.

—Comisario, si coincide usted conmigo —dijo Brandt—, voy a anotar la causa de la muerte como herida de bala en la cabeza.

—Coincido.

—Creo que con toda probabilidad hemos terminado, ¿no? —señaló Brandt—. A menos que quiera usted que haga alguna otra cosa.

—No, señor, y gracias. Le agradezco mucho todo esto.

Brandt cubrió el cadáver con una sábana y amontonó pulcramente las prendas debajo de la mesa con el lateral de la bota.

—Haré que un celador venga a limpiar esto a primera hora de la mañana —dijo—. En cuanto al cadáver, ¿qué quiere que hagamos con él? Bueno, supongo que debe de tener familia en alguna parte.

Seguí a Brandt hasta el lavabo, donde se limpió las manos.

—Eso es cosa de Martin Bormann —dije—. Tengo entendido que se requiere discreción. Es necesario evitar que el Führer se preocupe por este desafortunado incidente.

—Sí, claro. Bueno, pues entonces dejaré que se ocupe usted de preguntarle qué hay que hacer con el cadáver, ¿de acuerdo?

Asentí.

—Otra cosa, señor. Dice usted que conocía bien a ese hombre. ¿Se le ocurre alguien que quisiera acabar con su vida?

—No —aseguró Brandt—. Karl Flex llevaba unos cuantos años viviendo en la zona y, aunque no era de esta parte del mundo, sino de Múnich, aquí en Obersalzberg lo apreciaban prácticamente todos. Por lo menos, esa impresión tenía yo. Era mi vecino de al lado, más o menos. Mi mujer Anni y yo vivimos en Buchenhohe, montaña arriba, un poco al este del Territorio del Führer. Muchos de los que trabajaban en Obersalzberg viven allí.

—¿Qué intereses tenía?

—Leer. La música. Los deportes de invierno. Los coches.

—¿Alguna novia?

—No. No, que yo supiera.

—Pero le gustaban las chicas.

—La verdad es que no sabría decírselo. Supongo. Quiero decir que nunca me habló de nadie en particular. ¿Por qué lo pregunta?

—Solo intento hacerme una idea de cómo era este hombre y de por qué alguien le disparó. Quizá un marido celoso. O el padre ultrajado de alguna desafortunada chica local. A veces los motivos más obvios resultan ser los acertados.

—No. No había nada parecido. Estoy seguro. Ahora, si me disculpa, comisario. Tengo que volver con mi esposa. No se encuentra nada bien.

Brandt se quitó la bata de un zarpazo y salió sin pronunciar una palabra más. No puedo decir que fuese un gran médico, pero era fácil ver por qué Hitler lo tenía cerca. Recto como una vara y con los modales solemnes de un monaguillo, tenía buen aspecto con su uniforme negro, y aunque no parecía un médico que tuviera la cura para nada muy grave, sin duda podría haber ahuyentado a sustos un resfriado o una tos persistente. Desde luego, a mí me asustaba.

Azul de Prusia

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