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11 ABRIL DE 1939

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Bormann se inclinó hacia delante y me sirvió otra copa.

—Habría preferido que viniera un bávaro. El Führer cree que los bávaros entienden mejor cómo funcionan las cosas en esta montaña. Lo más probable, me parece, es que usted no sea más que otro cabrón prusiano, pero es un cabrón de los míos. Me gusta que un hombre tenga sangre en las venas. No es como muchos tipos albinos de la Gestapo de esos que Heydrich y Himmler crean en una probeta en algún puto laboratorio científico. Lo que significa que el trabajo es suyo. Actúa usted con los plenos poderes que le confiero. Por lo menos, hasta que la joda.

Sujeté el vaso con firmeza mientras me lo llenaba hasta el borde, que es como me gusta que me sirvan el schnapps, y procuré adoptar el aire de quien recibe un elogio.

—De una manera u otra, cuando todo esto haya acabado y haya atrapado a ese malnacido, esto no habrá ocurrido nunca, ¿me oye? Lo último que quiero es que el pueblo alemán piense que aquí hay una seguridad tan laxa que cualquier Krethi o Plethi, un mindundi cualquiera, puede venir colina arriba desde Berchtesgaden y disparar tranquilamente contra su amado Führer delante de su propia puerta principal. Así pues, firmará un acuerdo de confidencialidad, y lo hará encantado.

Bormann le hizo un gesto con la cabeza al hombre que tenía sentado a su lado. Este sacó un documento impreso y una pluma y me los dejó delante. Le eché un vistazo rápido.

—¿Qué es esto? —pregunté—. ¿Familiar más cercano?

—Justo lo que dice —señaló Bormann.

—No tengo ningún familiar cercano.

—Ni esposa.

—Ya no.

—Entonces, ponga a su novia. —Bormann me dirigió una sonrisa muy poco agradable—. O el nombre y la dirección de alguien a quien aprecie de veras por si la jode o está a punto de irse de la lengua y tenemos que amenazarlo con vengarnos en algún otro.

Lo dijo como si fuera del todo razonable que las cosas se hicieran así: que un policía que no lograra aprehender a un asesino recibiera semejante trato por parte del Estado. Lo sopesé un momento y luego escribí el nombre de Hildegard Steininger y su dirección en Lepsiusstrasse de Berlín. Hacía seis meses que era mi novia y no me hizo ninguna gracia cuando descubrí que se estaba viendo con otro, un comandante de las SS de aspecto relamido. Así que supuse que me traería sin cuidado si Bormann decidía algún día castigarla por mis errores. Era mezquino, vengativo incluso, y no me enorgullezco de lo que hice. Pero escribí su nombre de todos modos. A veces, el amor verdadero viene con un lazo negro en la caja.

—Así pues, vayamos al grano —continuó Bormann—. Pasemos a la razón por la que se le ha hecho venir desde Berlín nada menos.

—Soy todo oídos, señor.

En ese momento, el camarero de las SS regresó a la mesa con una bandeja en la que llevaba mi comida y el café, cosa que le agradecí especialmente, porque el sillón era de lo más cómodo.

—Esta mañana, a las ocho en punto, había un desayuno de trabajo en el Berghof. Es la casa del Führer. Que está al lado de la mía, unos pocos metros montaña abajo. Los asistentes a la reunión eran sobre todo arquitectos, ingenieros y funcionarios, y su propósito era plantear qué mejoras podían introducirse en el Berghof y en Obersalzberg de cara a la comodidad, el disfrute y la seguridad del Führer. Supongo que debía de haber allí diez o quince hombres. Quizá alguno más. Después de desayunar, hacia las nueve, esos hombres salieron a la terraza desde la que se domina la zona. A las nueve y cuarto de la mañana, uno de esos hombres, el doctor Karl Flex, se derrumbó en la terraza, sangrando con profusión de una herida en la cabeza. Había recibido un disparo, con toda probabilidad de rifle, y falleció allí mismo. Nadie más resultó herido y, curiosamente, nadie parece haber oído nada. En cuanto quedó demostrado que le habían disparado, la RSD desalojó el edificio y procedió de inmediato a peinar el bosque y las montañas desde los que hay vistas directas de la terraza del Berghof. Pero, hasta el momento, no se ha hallado ni rastro del asesino. ¿No es increíble? Tantos hombres de las SS y la RSD, y no son capaces de encontrar ni una sola pista.

Asentí y seguí comiendo la salchicha, que estaba deliciosa.

—No hace falta que le aclare lo grave que es este asunto —continuó Bormann—. Dicho esto, no creo que estuviera relacionado con el Führer, sobre cuyos movimientos de ayer y hoy la prensa ha informado con detalle. Pero hasta que se aprehenda al asesino, será del todo imposible que Hitler se acerque a esa terraza. Y como sin duda sabrá, el veinte de abril cumple cincuenta años. Siempre viene a Obersalzberg el día de su cumpleaños o justo después. Este año no será una excepción. Lo que significa que dispone de siete días para resolver el crimen. ¿Me oye? Es fundamental que se detenga al francotirador antes del veinte de abril: desde luego, no quiero ser quien le diga a ese hombre que no puede salir porque hay un asesino suelto.

Dejé la salchicha en el plato, me limpié la boca de mostaza y asentí.

—Haré todo lo posible —repuse con firmeza—. Puede contar con ello.

—¡Todo lo posible no es suficiente! —gritó Bormann—. Quiero que vaya más allá de sus posibilidades, que seguramente no son más que un montoncillo de mierda. Ahora no está en Berlín, sino en Obersalzberg. Quizá «todo lo posible» sea suficiente para ese judío de Heydrich, pero ahora trabaja para mí, y eso es lo mismo que hacerlo para Adolf Hitler. ¿Queda claro? Quiero ver a ese hombre bajo un hacha a punto de caer antes de final de mes.

—Sí, señor. —Asentí de nuevo. En lo que a Bormann se refería, asentir en silencio era seguramente la mejor respuesta—. Tiene mi palabra de que pondré todo mi empeño. Puede estar tranquilo, señor, lo atraparé.

—Eso ya me gusta más —respondió Bormann.

—Me pondré manos a la obra a primera hora de la mañana —añadí, sofocando un bostezo.

—¡Y una mierda! —vociferó Bormann, a la par que descargaba un puñetazo sobre la mesa. La taza de porcelana blanca dio un brinco en el platillo azul con monograma igual que si un alud hubiera alcanzado el Kehlstein—. Usted se pone manos a la obra ahora mismo. Para eso está aquí. Cada hora que pase sin que hayamos atrapado a ese canalla es una hora perdida. —Bormann buscó con la mirada al camarero y luego a uno de los hombres sentados a la mesa—. Tráigale a este hombre más café caliente. Mejor aún, dele un tubo de Pervitín. Seguro que eso lo mantiene bien despierto.

El hombre a quien se dirigía Bormann metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un tubito metálico azul y blanco, y me lo entregó. Le eché un vistazo, pero lo único que vi fue el nombre del fabricante: Temmler, que era una empresa farmacéutica de Berlín.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Es lo que por aquí arriba llamamos la poción mágica de Hermann Temmler —dijo Bormann—. La Coca-Cola alemana. Ayuda a la mano de obra de Obersalzberg a mantener el ritmo de construcción. El caso es que solo se les permite trabajar cuando Hitler no está, para que no lo molesten, y eso significa que, cuando está en otra parte, tienen que trabajar el doble de horas y el doble de duro. Esa sustancia los ayuda. Göring se está planteando dársela a las tripulaciones de los bombarderos para que permanezcan despiertos. Bueno. Tómese dos con el café. Eso debería insuflarle un poco más de ánimo a su saludo hitleriano. Que era una mierda, por cierto. Sé que ha hecho un largo viaje y está cansado, pero aquí eso no es suficiente, Gunther. La próxima vez le daré una patada en el culo yo mismo.

Me tragué dos comprimidos con ademán incómodo y me disculpé, pero él estaba en lo cierto, claro: mi saludo hitleriano siempre era un poco flojo. Es lo que tiene no ser nazi, supongo.

—¿Se había producido algún otro tiroteo previamente en el Berghof?

Bormann miró de soslayo al hombre que lucía un uniforme de coronel de las SS.

—¿Qué se sabe, Rattenhuber?

El coronel asintió.

—Se produjo un incidente hace unos seis meses. Un suizo llamado Maurice Bavaud vino aquí con planes de asesinar al Führer. Pero los abandonó en el último momento y huyó. Al final, lo detuvo la policía francesa, que lo dejó en nuestras manos. Ahora está en una cárcel de Berlín, esperando su juicio y su ejecución.

Pero Bormann ya estaba meneando la cabeza.

—No fue en absoluto una tentativa en firme de asesinato —comentó con desdén, y luego me miró—. El coronel Rattenhuber está a la cabeza de la RSD y es el responsable de garantizar la seguridad del Führer, esté donde esté. Al menos, en teoría. En realidad, Bavaud no iba armado con un rifle, sino con una pistola. Y planeaba abrir fuego contra Hitler cuando este fuera hasta el final del camino de acceso para saludar a sus admiradores. Pero Bavaud perdió el temple. Así pues, Herr Gunther, creo que la respuesta más sencilla a su pregunta es que no. Es la primera vez que alguien emprende un tiroteo por estos lares. No había ocurrido nunca nada parecido. En esta comunidad reina la armonía. Esto no es Berlín. Esto no es Hamburgo. Berchtesgaden y Obersalzberg constituyen un pacífico idilio rural en el que prevalecen los valores familiares decentes y una sólida moralidad. Por eso al Führer siempre le ha gustado venir aquí.

—De acuerdo. Hábleme un poco más sobre el muerto. ¿Tenía algún enemigo conocido?

—¿Flex? —Bormann negó con la cabeza—. Trabajaba para Bruno Schenk, uno de los hombres de mayor confianza en la montaña. Los dos eran empleados de Polensky & Zöllner, una empresa de Berlín que se ocupa de la mayor parte de las obras de construcción de Obersalzberg y Berchtesgaden. Karl Flex no pertenecía a la RSD ni ostentaba cargo político alguno: era ingeniero civil. Un funcionario diligente y muy admirado que vivía aquí desde hacía varios años.

—Por lo visto, alguien no lo admiraba tanto como usted, señor. —Mientras Bormann encajaba mi golpe rápido, me apresuré a lanzarle un par de puñetazos al cuerpo—. Como el que le disparó, por ejemplo. Pero cabe la posibilidad de que hubiera más de un hombre implicado. Para sortear toda la seguridad que hay aquí hace falta planificarse y organizarse. Es decir, que podríamos estar hablando de una conspiración.

Por una vez, Bormann permaneció en silencio y se planteó esa posibilidad. Yo esperaba haberle echado a perder su acogedora idea del salón de té, la porcelana decorada con monogramas y los lujosos tapices de Gobelin. ¿Cuánto habría costado construir esa locura nazi? Millones, probablemente. Dinero que podría haberse invertido en algo más importante que la comodidad del demente que ahora gobernaba Alemania.

—¿Declaraciones de testigos? —pregunté—. ¿Se las tomaron?

—He encargado que le hagan unas copias —dijo Högl—. Los originales ya se han enviado a Berlín. A la atención del SS-Reichsführer, que se ha interesado personalmente en el caso.

—Quiero leerlas todas. ¿Y dónde está el cadáver? Tengo que echarle un buen vistazo.

—En el hospital local —respondió Rattenhuber—. Allá en Berchtesgaden.

—Tendrá que llevarse a cabo una autopsia, claro —añadí—. Con fotografías. Cuanto antes, mejor.

—A ese hombre le pegaron un tiro —dijo Bormann—. Eso es evidente. ¿Qué más podría revelarle una autopsia?

—Algo puede permanecer oculto, aunque sea obvio. O, dicho de otro modo, nada esquiva nuestra atención con tanta persistencia como lo que damos por sentado. No es más que filosofía, señor. Nada es evidente hasta que resulta evidente. Así que, si quiero hacer mi trabajo como es debido, tendré que insistir en que se lleve a cabo una autopsia. ¿Hay algún médico en ese hospital que pueda llevar a cabo ese procedimiento?

—Lo dudo —replicó Rattenhuber—. El Dietrich Eckart se abrió para cuidar de los vivos, no para ocuparse de los muertos.

—No importa —dije—. Le sugiero que llame al doctor Waldemar Weimann, de Berlín. Para serle sincero, es el mejor que hay. Y por lo que ya me han contado, dudo que nos convenga nadie menos cualificado que él para un caso así.

—Eso es imposible —repuso Bormann—. Como le he dicho, quiero ser lo más discreto posible. No confío en los médicos de Berlín. Le pediré a uno de los doctores del Führer que lleve a cabo la autopsia. Al doctor Karl Brandt. Seguro que está a la altura de la tarea. Si de veras lo considera necesario.

—Pues sí, lo considero necesario. Tendré que estar presente, claro.

Guardé silencio un momento, aparentemente absorto en mis pensamientos, aunque en realidad solo estaba percibiendo el efecto del Pervitín. Ya me sentía más enérgico y alerta, más audaz también. Lo bastante audaz como para empezar a hacerme cargo de la situación y plantear exigencias. Bormann no era el único capaz de dar la impresión de saber lo que quería.

—También quiero ir a ver el escenario del crimen esta noche. Conque más vale que preparen unas lámparas de arco y cinta métrica. Y tendré que hablar con todos los que estaban en la terraza esta mañana. En cuanto sea conveniente. Además, me hará falta un despacho con una mesa y dos teléfonos. Un archivador con cerradura. Un coche y un chófer de guardia permanente. Lo necesario para preparar café. Un mapa grande de la zona. Unas varillas, cuanto más largas, mejor. Una cámara. Una Leica IIIa con objetivo retráctil F2 de 50 milímetros me iría bien. Y varios carretes de película fotográfica en blanco y negro; cuanto más lenta, mejor. En color, no. Se tarda mucho en procesarla.

—¿Para qué quiere una cámara? —preguntó Bormann.

—Puesto que había más de una docena de testigos en la terraza cuando abatieron al doctor Flex, así podré relacionar los nombres con sus caras. —Ahora ya notaba cómo fluía por mis venas la sustancia. De pronto, tenía unas ganas locas de encontrar y atrapar al asesino del Berghof, y quizá de arrancarle la cabeza—. Y necesitaré tabaco en abundancia. Me temo que no puedo trabajar sin él. Los cigarrillos me ayudan a pensar. Entiendo que está prohibido fumar allí donde es probable que pueda ir el Führer, por lo que fumaré en el exterior, claro. ¿Qué más? Sí, unas botas de invierno. Solo he traído zapatos, lo siento, y es posible que tenga que caminar por la nieve. Del número cuarenta y tres, por favor. Y un abrigo. Me estoy muriendo de frío.

—Muy bien —accedió Bormann—, pero me entregará todas las copias y negativos cuando se marche.

—Claro.

—Hable con Arthur Kannenberg en el Berghof —le dijo Bormann al hombre sentado a su lado—. Dígale que el comisario Gunther va a utilizar una de las habitaciones de invitados como despacho. ¿Zander? ¿Högl? Asegúrense de que se le facilite todo lo demás que desea. ¿Kaspel? Muéstrele la terraza del Berghof.

Bormann se levantó, lo que dio pie a los demás a hacer lo propio. Salvo yo. Me quedé sentado en el sillón durante un buen rato, como si siguiera absorto en mis pensamientos, pero naturalmente no era nada más que insolencia estúpida, una manera de pagarle con la misma moneda sus malos modales. Ya detestaba a Martin Bormann tanto como a cualquier otro nazi, incluidos Heydrich y Goebbels. Albergan maldad incluso los mejores de entre nosotros, claro; pero quizá un poquito más los peores.

Azul de Prusia

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