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9 ABRIL DE 1939

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Era casi medianoche cuando llegamos a Berchtesgaden, en los confines sudorientales de Baviera. En la oscuridad, parecía una típica ciudad de valle alpino con varias torres altas de iglesia, un castillo imponente y numerosos murales de colores vistosos, aunque la mayoría eran recientes e ilustraban una devoción pueril a un solo hombre que rayaba en la idolatría. Como habitante de la capital de Alemania, supongo que tendría que estar acostumbrado a un poco de lisonjeo y servilismo rastrero. Pero para los berlineses, al héroe siempre lo acompaña una mancha de suciedad en el chaleco blanco, y es muy poco probable que ninguno de mis conciudadanos hubiera decorado la fachada de su casa con nada que no fuera una placa hortera con su apellido o un número de la calle. No estaba seguro de los motivos de Hitler para elegir una acogedora villa turística como capital extraoficial —pues eso es lo que era—, pero visitaba Berchtesgaden desde 1923, y en verano era imposible abrir un periódico alemán sin ver varias fotografías de nuestro Führer rodeado de niños locales como si fuera su tío. Siempre se lo veía de la mano de niños —cuanto más alemanes de aspecto, mejor—, casi como si alguien (Goebbels, probablemente) hubiera decidido que dejarse ver con ellos atenuaría su imagen de monstruo beligerante. En mi caso, siempre prevalecía la impresión opuesta. Cualquiera que hubiese leído a los hermanos Grimm sabría decir que los lobos malos y los hechiceros, las brujas malvadas y los gigantes glotones siempre disfrutaban del sabor de un buen pastel caliente relleno de la suculenta carne de niños y niñas lo bastante bobos como para irse con ellos. Me preocupaban algunas de esas niñas con trenzas y vestidito tradicional a quienes llevaban a conocer a Hitler como regalo de cumpleaños, de veras que sí.

Habíamos llegado a Berchtesgaden, con un río a la izquierda y la ciudad a nuestra derecha. El Mercedes viró casi de inmediato hacia el este para cruzar un pequeño puente sobre el Ache y enfilar una sinuosa carretera nevada de montaña en dirección a Obersalzberg. Pendiendo amenazadoramente sobre nosotros a la luz de la luna estaba el macizo de Göll, que se alza hasta una altura de más de dos mil metros a horcajadas sobre la frontera entre Austria y Alemania como un enorme nubarrón de tormenta. Unos minutos después llegamos a nuestro primer control de seguridad. Aunque nos esperaban, nos vimos obligados a aguardar mientras el guardia medio congelado de las SS telefoneaba al cuartel general para que nos concedieran permiso para continuar. Después del ambiente de pacotilla que reinaba en Berlín, el aire frío a través de la ventanilla abierta del coche tenía un sabor tan puro como el agua recién fundida de un glaciar. Ya me sentía más sano. Quizá por eso le gustaba tanto el lugar a Hitler: quería vivir eternamente. Obtuvimos nuestro permiso y seguimos adelante unos kilómetros hasta que, cerca de otra garita de vigilancia que marcaba el límite de la denominada Zona Prohibida, nos desviamos hacia el sendero de acceso a Villa Bechstein, un chalé de tres plantas de estilo alpino, y nos detuvimos al lado de otro gigantesco Mercedes-Benz.

—Aquí se alojarán usted y su ayudante de investigación criminal Korsch —me dijo Neumann—. Pero los demás tampoco podemos pasar de aquí, comisario. A partir de este punto está en manos de la RSD. Otro vehículo militar lo llevará en presencia del jefe adjunto del Estado Mayor.

Nos apeamos del coche y nos encontramos rodeados por cinco agentes de la guardia personal de seguridad de Hitler de punta en blanco que inspeccionaron nuestras credenciales con detenimiento y luego me invitaron a mí, aunque no así a Korsch, a montar en el otro Mercedes. El viento estaba arreciando y llegaba un intenso olor a humo de leña procedente de las chimeneas de la villa que me hizo echar en falta un fuego bien caliente y una taza de café con alguna persona cálida que la sostuviera.

—Si no les importa, caballeros —dije—. Me gustaría disponer de unos minutos para lavarme las manos. Y deshacer el equipaje.

—No hay tiempo para eso —anunció uno de los agentes de la RSD—. Al jefe no le gusta que lo hagan esperar. Y lleva toda la tarde aguardando su llegada en la Casa Kehlstein.

—¿El jefe? —Por un momento, me pregunté con quién estaba a punto de reunirme.

—Martin Bormann —respondió otro.

—¿Y qué es la Casa Kehlstein?

—El Kehlstein es el pico más al norte del macizo de Göll. No es el más alto, y la casa, bueno, ya la verá.

Uno de los agentes había abierto la portezuela del Mercedes mientras otro se había hecho cargo de mi maleta y la llevaba ya a la villa. Y unos minutos después, yo ascendía por la montaña mágica acompañado por tres hombres de la RSD.

—El capitán Kaspel, ¿no? —pregunté.

—Sí —dijo el hombre que estaba sentado a mi lado. Señaló al que iba junto a mi nuevo conductor—. Y este es mi superior, el comandante Högl. El comandante Högl es el jefe adjunto de la RSD en Obersalzberg.

—Comandante.

Nos detuvimos para sortear otro control, después de lo cual Högl se volvió por fin y me habló.

—Ahora estamos en la Zona Prohibida, más conocida por todos los que trabajaban aquí como el Territorio del Führer. El nivel de seguridad FG1 solo está plenamente operativo cuando el Führer se encuentra aquí. Sin embargo, y teniendo en cuenta las circunstancias especiales, hemos creído conveniente pasar al nivel FG1, al menos por el momento.

Yo sabía que Kaspel era de Berlín, pero el acento bávaro de Högl y sus ademanes pomposos eran inconfundibles. Ya había visto algo semejante, claro; cualquiera que entra en contacto con un dios suele creerse en su derecho de ejercer su propia prepotencia.

—¿Qué circunstancias especiales son esas, comandante?

—El asesinato, claro. Por eso ha venido usted, ¿no? ¿Para investigar un homicidio? Eso es lo que se le da bien, según me ha dicho el general Heydrich.

—Nunca anda muy descaminado —repuse—. ¿Le importa ofrecerme un pequeño adelanto de lo que ha ocurrido?

—Eso no sería apropiado —repuso Högl con tono seco—. En realidad, de qué se le informe es cosa del jefe adjunto del Estado Mayor.

—Por cierto, ¿quién es jefe del Estado Mayor por aquí? Con tantos cargos, a veces es un poco complicado estar al día de quién es cada cual en la Alemania nazi.

—El adjunto del Führer. Rudolf Hess. De hecho, va a alojarse en Villa Bechstein cuando regrese de Múnich pasado mañana. Pero si lo ve, puede llamarlo señor, o general.

—Qué alivio. Adjunto del Führer es un rango kilométrico.

Prendí un cigarrillo y bostecé. Era más seguro que hacer un chiste.

—Pero, a efectos prácticos, quien dirige el espectáculo aquí arriba es Martin Bormann —señaló Kaspel.

Crucé los brazos sobre el pecho y le di una buena calada al pitillo, cosa que pareció molestar a Högl. Con la mano, agitó el humo hacia mí.

—Para que lo sepa, no está permitido fumar en Kehlstein —me advirtió Högl—. El Führer tiene un olfato muy fino para el tabaco y no le agrada en absoluto.

—¿Incluso cuando no está aquí?

—Incluso cuando no está aquí.

—Pues sí que tiene un olfato fino.

Al cabo, llegamos al final de la carretera, donde me esperaba una vista impresionante. En una entrada revestida de piedra a los pies de una ladera de montaña despejada casi por completo había un par de puertas de bronce abovedadas del tamaño de elefantes africanos que se abrieron al acercarnos nosotros. Naturalmente, como cualquier alemán, yo conocía la leyenda que decía que el emperador Federico Barbarroja (aunque otros decían que era Carlomagno) dormía en el interior de esas montañas a la espera de la gran batalla que serviría de preludio al fin del mundo, pero nunca se me había pasado por la cabeza descubrir que esperaba visita. Esa broma también me la guardé para mí. Si me hubiesen llamado a la presencia del rey trol para hablar del desafortunado estado en que se encontraba su hija, no me habría sentido más intimidado. Las puertas se abrieron para revelar un túnel largo y perfectamente recto que bien podría haber permitido el paso del enorme Mercedes, pero me dijeron que teníamos que apearnos e ir andando.

—Solo el Führer está autorizado a ir en coche hasta el final de este túnel —me explicó Högl—. Todos los demás tenemos que desgastar las suelas.

—Me apetece estirar las piernas un poco —dije en tono valiente—. Hay diez horas desde Berlín. Además, todo peregrinaje debe terminarse a pie, ¿no cree?

Me apresuré a terminar el cigarrillo, tiré la colilla a la carretera y seguí a Högl y su ayudante hacia el interior del túnel de mármol radiantemente iluminado. Pasé la mano por la pared y levanté la vista hacia las lámparas de hierro forjado mientras caminábamos; todo era nuevo y estaba de un limpio inmaculado. Ni siquiera la estación del U-Bahn de Friedrichstrasse tenía un aspecto tan nuevo y pulido como este lugar.

—¿Es aquí donde vive el Führer? —indagué.

—No, por aquí se va al salón de té —me explicó Kaspel.

—¿El salón de té? Pues a ver entonces cómo es el salón de baile. Por no hablar de la coctelería y el dormitorio principal.

—El Führer no bebe —me advirtió Kaspel.

Fue información suficiente para devolverme la fe en al menos dos de mis malas costumbres. Igual no eran tan malas costumbres, después de todo.

Al final del túnel, Högl levantó la mirada.

—El salón de té queda ciento treinta metros por encima de nuestras cabezas —dijo, y luego anunció nuestra presencia por un micrófono instalado en la pared.

Estábamos en una cámara amplia, redonda y abovedada, un sitio de esos donde no habría sido raro encontrar un sarcófago de valor incalculable, o quizá un tesoro propiedad de al menos cuarenta ladrones. En cambio, había unas puertas de ascensor, tan lustrosas que podrían haber sido de oro, e incluso mientras iba diciéndome que lo más probable era que fuesen de latón, empecé a notar una inquietud que no había sentido nunca. Fue quizá la primera vez en que me di cuenta del auténtico alcance de la aparente divinidad de Adolf Hitler: si aquello era un ejemplo representativo del modo de vida de nuestro canciller, entonces Alemania tenía problemas mucho más graves de lo que había imaginado.

Las puertas del ascensor se abrieron dejando a la vista una cabina recubierta de espejos con un asiento de cuero y su propio ascensorista de la RSD. Entramos y las puertas de latón se cerraron de nuevo.

—Funciona con dos motores —me informó Högl—. Uno eléctrico y otro de diésel, por si acaso, que trajeron de un submarino alemán.

—Seguro que va de maravilla si hay una inundación.

—Por favor —me advirtió Högl—, nada de bromas. El jefe adjunto del Estado Mayor no tiene sentido del humor.

—Lo siento.

Sonreí con nerviosismo mientras la cabina del ascensor ascendía por el hueco. Fue el trayecto en ascensor más suave que he hecho, aunque tenía la firme corazonada de que debería haber estado yendo en dirección contraria. Entonces se abrió el ascensor y cruzamos una puerta y lo que parecía ser un comedor principal, bajamos unas escaleras y fuimos directamente al encuentro de Martin Bormann.

Azul de Prusia

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