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12 ABRIL DE 1939

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Hubo un tiempo en que el Berghof —o la Haus Wachenfeld, como se llamaba entonces— era una sencilla granja de dos plantas con un largo tejado empinado, aleros salientes, un porche de madera y un paisaje de postal del Berchtesgaden y el Untersberg. Pero ahora era una estructura mucho más amplia y bastante menos acogedora, con un enorme ventanal panorámico, garajes, una terraza y un ala baja recién construida hacia el este de la casa que parecía un cuartel militar. No sabía a ciencia cierta quién se alojaba en el ala oeste. Lo más probable era que no fuesen militares, porque un gran contingente de hombres de las SS ya ocupaba un antiguo hotel, el Türken Inn, menos de cincuenta metros hacia el este del Berghof e inmediatamente debajo de la casa del propio Bormann en Obersalzberg, que parecía ocupar una posición mejor que la de Hitler.

La terraza delantera del Berghof era más o menos del tamaño de una pista de tenis, con un antepecho bajo. Por detrás daba a una terraza secundaria más grande, que a su vez lindaba con un césped hacia el oeste. Detrás de la terraza secundaria había algo parecido a unos alojamientos adicionales, al estilo típico regional; es decir, como si fuera una hilera de relojes de cuco. De acuerdo con mis instrucciones, varios hombres de las SS estaban montando lámparas de arco en la terraza delantera para que inspeccionara el escenario del crimen, aunque el único indicio de un crimen era el contorno de tiza del cuerpo tendido de un hombre justo detrás del antepecho. Siguiendo las instrucciones de Bormann, habían limpiado hasta el último resto de la sangre de Flex. Haciendo el papel del fallecido y embozado en su abrigo negro de las SS, el capitán Kaspel tomó posición en la terraza para ayudarme a entender dónde estaba Flex cuando le dispararon. La tenue nevada y el viento no animaban a demorarse y dio unos taconazos con las botas para conservar el calor, aunque bien podía estar imaginando que me pateaba la cara. No muy alto, con el cráneo rasurado, la nariz ganchuda y la boca ancha, Kaspel era una versión más esbelta, sensata y atractiva de Benito Mussolini.

—Flex se encontraba más o menos aquí —me explicó Kaspel—. Según las declaraciones de los testigos, formaba parte de un grupo de tres o cuatro hombres, la mayor parte de los cuales miraban hacia el Reiteralpe, al oeste. Varios testigos están seguros de que el tirador debió de disparar desde unos árboles en una ladera de la montaña detrás de la casa, ahí, hacia el oeste.

A la luz de las lámparas de arco ojeé una de las declaraciones de los testigos y asentí.

—Solo que nadie parece haber oído nada —señalé—. El primer indicio del tiroteo que tienen algunos es la sangre en la cabeza de la víctima que se ha derrumbado sobre el suelo de la terraza.

Kaspel se encogió de hombros.

—A mí no me pregunte, Gunther. El gran detective es usted.

El desdén era comprensible: aún no me había quedado a solas con Kaspel, por lo que suponía que no había podido entregarle la carta en la que Heydrich le exigía ponerse a mis órdenes. Estaba claro que no había olvidado ni perdonado nada de lo ocurrido en 1932 y cómo yo había contribuido a que lo expulsaran de la policía de Berlín.

—¿Cuáles eran las condiciones atmosféricas cuando dispararon a Flex?

—El día era claro y soleado. —Kaspel se echó el aliento en las manos—. No como ahora.

Yo también habría tenido más frío de no ser porque las pastillas parecían surtir efecto sobre mi temperatura corporal. Tenía el mismo calor que si aún siguiera dentro del coche.

—¿Llevaba uniforme alguno de esos hombres?

—No, parece ser que eran todos civiles.

—Entonces, me pregunto cómo lo distinguió el tirador —dije.

—¿Una mira telescópica? Binoculares. Quizá era cazador.

—Quizá.

—¿Buena vista? Vaya usted a saber.

—Parece ser que transcurrieron al menos uno o dos minutos antes de que nadie dedujera que a Flex le habían disparado. Solo entonces se retiraron al interior.

Me agaché unos instantes al lado del contorno de tiza y me tendí sobre las frías baldosas.

—¿Conocía al fallecido?

—Solo de vista.

—Al parecer, era alto. —Me levanté de nuevo y me sacudí la nieve del abrigo—. Yo mido uno ochenta y ocho, pero me da la impresión de que Flex era tal vez siete u ocho centímetros más alto.

—Sí, más o menos —convino Kaspel.

—¿Ha usado alguna vez mira telescópica?

—No puedo decir que lo haya hecho.

—La mejor mira de rifle Ajack solo consigue acercar al tirador cuatro veces a su blanco. Así pues, es posible que la estatura de la víctima ayudara al asesino. Quizá sabía que lo único que tenía que hacer era dispararle al más alto. Pero cuando haya amanecido podremos ver con más claridad lo que ocurrió. —Miré el reloj, vi que eran las dos de la madrugada y caí en la cuenta de que no estaba cansado en absoluto—. Dentro de cinco o seis horas.

Saqué el tubo de Pervitín del bolsillo y lo miré con cierta incredulidad.

—Dios mío, ¿qué es esta sustancia? Debo reconocer que sienta de maravilla. Me habría venido de perlas un poco de Pervitín cuando tenía que salir de ronda.

—Es clorhidrato de metanfetamina. Tiene un efecto de aúpa, ¿verdad? A decir verdad, he aprendido a tener cuidado con la poción mágica local. Con el tiempo, tiene efectos secundarios.

—¿Cómo por ejemplo...?

—No tardará en averiguarlo.

—Venga, asústeme, Hermann. Puedo encajarlo.

—Para empezar, es adictivo. Mucha gente en esta montaña ha empezado a depender del Pervitín. Y después de dos o tres días de consumo continuado, siempre se corre el riesgo de sufrir cambios de humor violentos. Palpitaciones. O incluso paro cardiaco.

—Entonces, tendré que cruzar los dedos. Ahora que Bormann me ha calentado las orejas para que me ocupe de esto, la verdad es que no veo otra manera de trabajar veinticuatro horas al día, ¿y usted?

—No. —Kaspel sonrió—. Me parece que Heydrich lo ha dejado con la mierda hasta las orejas al endosarle este caso. Y voy a disfrutar de lo lindo viéndole morder el polvo con ese careto tan feo que tiene, Gunther. O peor aún. No espere que le haga el boca a boca para salvarlo. A la señora Kaspel no le gusta que bese a nadie que no sea la señora Kaspel.

Montaña arriba, o eso me pareció, oí algo semejante a una explosión. Al ver que volvía la cabeza, Kaspel dijo:

—Son los obreros en la ladera opuesta del Kehlstein. Creo que están abriendo otro túnel en la montaña.

En alguna parte sonaba un teléfono. Unos instantes después salió a la terraza un hombre de las SS, saludó con elegancia, me entregó la Leica y varios rollos de película, y anunció que el doctor Brandt aguardaba nuestra llegada en el hospital de Berchtesgaden.

—Más vale que no hagamos esperar al doctor —dije—. Espero que él también consuma esta sustancia. Detesto las autopsias poco concienzudas. ¿Hará el favor de llevarme en coche a la falda de la montaña?

Bajamos las escaleras de la terraza del Berghof hasta donde habíamos dejado aparcado el coche de Kaspel delante del garaje. Me planteé pedirle que pasara por Villa Bechstein para recoger a Korsch y luego decidí no hacerlo. Por poco sentido común que tuviera, a esas horas ya estaría en la cama, lo que a mí me quedaba muy lejos aún.

—Y tampoco espere que le sostenga la bandejita para las curas —añadió Kaspel—. No me hace mucha gracia ver sangre antes de acostarme. Me impide conciliar el sueño.

—Bueno, entonces se ha equivocado de partido, ¿no?

—¿Yo? —Kaspel se echó a reír—. Dios mío, eso sí que tiene gracia, viniendo de un cabrón como usted, Gunther. De todos modos, ¿cómo acaba un antiguo socialdemócrata convertido en comisario de policía a las órdenes de un hombre del talante de Heydrich? Creía que lo expulsaron en 1932.

—Ya se lo contaré cuando tenga ocasión.

—Cuéntemelo ahora.

—No, pero sí le diré lo siguiente. Es algo que le afecta directamente, Hermann.

Había doce minutos de trayecto montaña abajo hasta Berchtesgaden y, por fin a solas con Kaspel, le entregué la carta de Heydrich y le dije que, pese a la historia que teníamos en común, el general no esperaba nada menos que la colaboración absoluta en mi actual misión por parte del capitán. Se guardó la carta, sin leerla, y estuvo en silencio un rato.

—Oiga, Hermann, ya sé que me aborrece. Tiene toda la razón del mundo para sentirse así. Pero, mire, me aborrecerá aún más si tengo que decirle a Heydrich que me puso en aprietos. Ya sabe cómo detesta que lo decepcione la gente que trabaja para él. Yo en su lugar, olvidaría cuánto me desprecia y arrimaría el hombro con Gunther, de momento.

—El caso, comisario, es que estaba pensando justo eso mismo.

—Eso por una parte, y por otra, debería usted recordar de nuestra época en Berlín que cargo con la maldición de ser un poli honrado. No soy de los que se llevan todo el mérito. Así pues, si me ayuda, le prometo que tendré buen cuidado de que Heydrich se lo reconozca. Me trae sin cuidado que el desenlace de este asunto sea beneficioso para mi carrera o no. Pero quizá usted no encare del mismo modo su futuro.

—Me parece justo. Pero ¿quiere que le sea sincero? No tuve nada que ver con lo que ocurrió entonces. Es posible que fuera nazi, y organizador de las SA, pero no soy un asesino.

—Me lo voy a creer. Pues bien. Vamos a velar el uno por el otro, ¿de acuerdo? No somos amigos. No. Hay demasiados trapos sucios por medio. Pero quizá, quizá seamos chicos Bolle de Berlín. ¿Trato hecho?

Bolle era el término berlinés que designaba a los amigos que hace uno borracho, en una excursión en una furgoneta Kremser al parque Schönholzer Heide en Pankow, un amigo de esos que había inspirado una docena de crueles canciones tradicionales mofándose de los Franz Biberkopf de este mundo que no ponen límites ni a la bebida, ni al placer ni a la violencia, o las tres cosas a la vez. Eso sí que es lo que yo llamo una manera interesante de entender la vida.

—Trato hecho. —Kaspel detuvo el coche un momento en una cuneta un poco más amplia de la sinuosa carretera de montaña y me tendió la mano. Se la estreché—. Chicos Bolle de Berlín —dijo—. En tal caso, de un chico Bolle a otro, déjeme que le hable de nuestro amigo el doctor Karl Brandt. Es el médico personal de Hitler aquí en Obersalzberg, lo que significa que es miembro del círculo íntimo del Führer. Hitler y Göring fueron invitados de honor en su boda, en 1934. Eso supone que es arrogante a más no poder. Teniendo en cuenta que Bormann le ha pedido a Brandt que lleve a cabo la autopsia, no tendrá más remedio que cumplir su cometido, pero seguro que no le hace ninguna gracia encargarse del procedimiento en plena noche. Así pues, le aconsejo que lo trate con guante de seda.

Kaspel sacó un paquete de tabaco, encendió los cigarrillos de ambos y luego arrancó otra vez. Al pie de la carretera de montaña, cruzamos un río y entramos en Berchtesgaden, que estaba desierto, como era de prever.

—¿Estará Brandt a la altura?

—¿Se refiere a si es competente?

—Desde el punto de vista quirúrgico.

—Antes era especialista en lesiones medulares y de cabeza, conque supongo que sí, probablemente, teniendo en cuenta que Karl Flex recibió un disparo en la cabeza. Pero no estoy tan seguro con respecto al hospital. Lo cierto es que no dista mucho de ser una clínica. Se está construyendo un nuevo hospital de las SS en la Stanggass, que es como llamamos a la Cancillería del Reich, pero aún tardará un año en abrirse.

—¿A qué se refiere con la Cancillería del Reich?

Kaspel me miró y se echó a reír.

—No pasa nada. Yo era igual cuando llegué aquí. Un típico berlinés. Por eso este lugar lo dirige una mafia bávara. Porque Hitler no confía en nadie salvo en los bávaros. Desde luego, no en berlineses como usted y yo, que a los ojos del Führer somos automáticamente sospechosos de albergar tendencias izquierdistas. Mire, hay una cosa que tiene que entender ahora mismo, Gunther. Berlín no es la capital de Alemania. Ya no. En realidad, no, lo digo totalmente en serio. Berlín solo tiene utilidad para la diplomacia de relumbrón y la propaganda: los imponentes desfiles planificados con minuciosidad y los discursos. Ahora la auténtica capital administrativa de Alemania es este miserable pueblo bávaro. Así es. Todo se controla desde Berchtesgaden. Y por eso es el terreno en construcción más grande del país. Si no se ha dado cuenta después de ver la Casa Kehlstein, que ha costado millones, por cierto, permítame que se lo aclare. Se están construyendo más edificios aquí en Berchtesgaden y Obersalzberg que en todo el resto de Alemania. Si no se lo cree, eche un vistazo a esas declaraciones de testigos y verá quién estaba en la terraza la mañana de ayer. Todos los ingenieros civiles más destacados del país.

Hermann Kaspel se detuvo ante el único edificio de Berchtesgaden donde estaban encendidas las luces y apagó el motor. De haber tenido alguien la menor duda de que aquello era un hospital, le habría bastado con mirar la fachada y su mural de una mujer vestida con uniforme de enfermera delante de un águila negra nazi.

—Ya hemos llegado.

Cogió la pitillera, la abrió y luego sacó un billete, que enrolló para hacer un tubito.

—Deme una de esas pastillas mágicas —me rogó—. Es hora de ponerse a trabajar.

—¿Va a entrar?

—He pensado que podría ser de ayuda.

—Creí que le repugnaba ver sangre.

—¿A mí? ¿Qué le ha hecho pensar tal cosa? Sea como sea, somos chicos Bolle, ¿verdad?

—Verdad.

—Es de esperar un poco de sangre cuando uno sale de juerga por Pankow, ¿no?

Asentí y le pasé un comprimido de Pervitín, solo que no se lo tragó. En cambio, lo aplastó contra el metal liso de la pitillera con la llave del coche y luego separó el polvo en dos rayitas blancas paralelas.

—Un piloto de la Luftwaffe del aeropuerto local me enseñó este truquito —explicó—. Cuando tienen que hacer un vuelo nocturno y necesitan estar despiertos o despejarse la borrachera deprisa, lo mejor y lo más rápido es esnifar esto. Así.

—Es usted una caja de sorpresas, ¿sabe?

Kaspel acercó el extremo del tubito al polvo y lo inhaló ruidosamente por un orificio de la nariz y después por el otro. Entonces se estremeció, profirió una serie de sonoras palabrotas, parpadeó furiosamente varias veces y golpeó el volante con el pulpejo de la mano.

—¡A tomar por el culo! —gritó—. A tomar por el culo. Estoy que ardo. Estoy que ardo. Esto sí que son unas fuerzas aéreas de la hostia.

Meneó la cabeza y dejó escapar un aullido que me dio un susto considerable y me llevó a preguntarme qué efectos provocaría en mi propio cuerpo la poción mágica de Hermann Temmler.

—Ahora vamos en busca del médico —dijo Kaspel, que se apresuró a entrar en el hospital.

Azul de Prusia

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