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16 ABRIL DE 1939

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Llegamos al lado norte del Berghof. En las escaleras que conducían a la terraza nos aguardaba un hombre a quien había conocido muchos años antes. Arthur Kannenberg había sido propietario de un restaurante con terraza en Berlín Oeste, cerca de la Cabaña del Tío Tom, llamado Pfuhl’s Weinund. Pero todo se fue a tomar por saco con la crisis, y lo último que había sabido de Kannenberg es que se marchó de Berlín y se fue a trabajar a Múnich, donde se hizo cargo del comedor de oficiales en la sede del Partido Nazi. Era un hombre pequeño, rechoncho y de piel pálida, con labios muy rosados y ojos que denotaban hipertiroidismo. Vestía una chaqueta gris de estilo austriaco. Me saludó efusivamente.

—Bernie —dijo, estrechándome la mano—, cómo me alegro de volver a verlo.

—Arthur. Qué sorpresa. ¿Qué demonios hace aquí?

—Soy encargado aquí en el Berghof. Herr Bormann me ha avisado de su llegada. Conque aquí estoy, a su servicio.

—Gracias, Arthur, pero lamento que haya tenido que quedarse despierto hasta las tantas.

—Lo cierto es que estoy acostumbrado. El Führer es más bien un ave nocturna, la verdad, lo que significa que yo también tengo que serlo. En cualquier caso, quería cerciorarme de que esté todo a su gusto. Le hemos preparado un despacho en una de las habitaciones de invitados de la segunda planta.

Kaspel se esfumó mientras yo seguía a Kannenberg bajo un pasaje cubierto y luego accedía a un vestíbulo por una recia puerta de roble.

—¿Sigue tocando el acordeón, Arthur?

—A veces. Cuando el Führer me lo pide.

Con los techos bajos, la iluminación tenue, las columnas de mármol rojo y los arcos abovedados, los alrededores del vestíbulo se parecían a la cripta de una iglesia. No tenían un aire muy familiar, que digamos. Kannenberg me llevó arriba y enfilamos un pasillo extraordinariamente ancho con las paredes cubiertas de cuadros. Me mostró el interior de una habitación tranquila con una estufa de color crema decorada con figuritas verdes. Las paredes estaban revestidas de madera de pícea pulida y había un asiento de madera encajado en un rincón con una mesa rectangular. En el suelo había varias alfombras y un cesto de hierro forjado lleno de troncos para la chimenea de leña. Había dos teléfonos y un archivador, y todo lo que había pedido, incluidas unas botas Hanwag forradas en piel. Al verlas, me senté y me las calcé de inmediato. Tenía los pies helados.

—Está todo muy bien —dije, al tiempo que me levantaba y daba unos pasos firmes por la habitación para poner a prueba las botas nuevas.

Kannenberg encendió una lámpara de mesa, bajó la voz y se me acercó.

—Para cualquier cosa que necesite mientras esté aquí, y me refiero a cualquier cosa, acuda a mí, ¿de acuerdo? No se la pida a ninguno de esos ayudantes de las SS. Si les pregunta algo, tendrán que pedirle permiso a alguien más antes de responder. Acuda a mí y yo se lo solucionaré. Igual que cuando estábamos en Berlín. Café, alcohol, pastillas, algo de comer, tabaco... Solo que, por el amor de Dios, no fume en la casa. La novia del Führer fuma en su cuarto con la ventana abierta y cree que él no se da cuenta, pero lo huele, y eso lo pone de los nervios. Ahora ella está aquí y, como él está ausente, se cree que se puede salir con la suya. Pero yo lo huelo por la mañana. Usted está delante del estudio privado del Führer, Bernie, al otro lado del pasillo, así que si quiere fumar, hágalo fuera. Y tenga buen cuidado de recoger las colillas. De todos modos, le enseñaré la casa por la mañana. De momento, déjeme mostrarle lo cerca que está de él. Solo para que le quede claro lo del tabaco.

Estábamos en el umbral. Kannenberg abrió la puerta de enfrente y encendió una luz para dejarme echar un vistazo al estudio del Führer. Era una habitación espaciosa, con puertaventanas, moqueta verde, muchas estanterías de libros, una mesa grande y una chimenea. En la mesa había unos extensores y, encima de la chimenea, un cuadro de Federico el Grande con la cara sonrosada. Aún era joven; tal vez datase de cuando era el príncipe heredero. Vestía un abrigo de terciopelo azul y sostenía una espada y un telescopio como si se dispusiera a contemplar el paisaje desde la puertaventana del Führer. Yo sí que iba a hacerlo.

—¿Lo ve? Está justo delante.

Kannenberg cogió los tensores y los guardó en un cajón de la mesa.

—Los necesita porque hace todo el ejercicio con el brazo derecho —explicó con tono obediente—. Eso le debilita el brazo izquierdo.

—Ya sé lo que es eso.

—Es un gran hombre, Bernie. —Paseó la mirada por el estudio, casi como si estuviéramos en una especie de templo—. Algún día, esta estancia, su estudio, será un lugar de peregrinación. En verano ya vienen aquí miles de personas para verlo, aunque sea de lejos. Por eso tuvieron que construir el Türken Inn, para que tenga un poco de paz y tranquilidad. Se supone que esa es la razón de ser de este lugar. La paz y la tranquilidad. Bueno, lo era hasta la tragedia de ayer por la mañana. Esperemos que sea usted capaz de hacer que las aguas vuelvan a su cauce.

Kannenberg apagó la luz y volvió a salir al pasillo.

—Arthur, ¿estaba usted presente cuando le dispararon a Karl Flex?

—Sí, lo vi todo. Cuando ocurrió, Weber y los demás estaban a punto de trasladarse al nuevo hotel Platterhof para ver cómo habían avanzado las obras de construcción allí.

—¿Weber?

—Hans Weber, el principal ingeniero de P&Z. Yo estaba a un metro del doctor Flex, supongo. Pero no me di cuenta de lo que había pasado durante unos instantes. Sobre todo, por el sombrero que llevaba.

—¿Un sombrero? No he visto ninguno.

—Era un sombrerito tirolés verde con plumas, como el que llevaría un campesino. Solo quedó clara la gravedad de sus heridas cuando se le cayó el sombrero. Parecía como si la cabeza le hubiera estallado desde dentro, Bernie. Como un huevo cuando está hirviendo y revienta. Supongo que alguien tiró ese sombrero, porque estaba empapado en sangre.

—¿Cree que podría buscarlo?

—Puedo intentarlo, desde luego.

—Hágalo, por favor. ¿Llevaba sombrero alguien más?

—Me parece que no. Y si alguien lo llevaba, seguro que no era como ese. No era lo que se diría un sombrero de caballero. Creo que Flex lo llevaba porque le daba cierto aspecto local. O le hacía parecer un personaje.

—¿Y lo era? ¿Un personaje?

—No sabría decirlo, la verdad.

Pero Kannenberg me miró a los ojos y, llevándose un dedo a los labios, meneó la cabeza en un gesto cargado de intención.

—Ya sé que es muy tarde, Arthur, pero le agradecería que me acompañase a la terraza unos momentos y me explicara exactamente lo que pasó. Solo para que pueda hacerme una idea más precisa.

Fuimos abajo.

—Es por aquí. A través del Gran Salón.

—¿Qué hay de Freda, su esposa? ¿También se encuentra aquí?

—Sí. Y le preparará un desayuno berlinés bien abundante por la mañana. Lo que quiera y cuando quiera.

El Gran Salón era un rectángulo descomunal con el suelo de dos niveles cubierto de moqueta roja, y parecía una versión más grande del salón encima del Kehlstein. A un lado había una chimenea de mármol rojo y, en el lado norte, el inmenso ventanal panorámico. Era una estancia de esas en las que un rey medieval podría haber celebrado banquetes e impartido una justicia más bien inflexible. Podría haber tirado a un condenado por ese ventanal, quizá. Según Kannenberg, el ventanal tenía un motor eléctrico para subirlo y bajarlo, igual que una pantalla de cine. Había otro piano de cola, un inmenso tapiz, también de Federico el Grande; y, junto a la ventana, una mesa con tablero de mármol y un globo terráqueo enorme que no hizo gran cosa por sofocar mis temores en torno a las ambiciones territoriales nazis. La devoción de Hitler por el ejemplo de Federico el Grande me convenció de que el Führer debía de haberse plantado a menudo delante de ese globo para decidir dónde iba a enviar a continuación los ejércitos alemanes. Cruzamos el nivel superior y salimos del Berghof a través del jardín de invierno que, en marcado contraste con el Gran Salón, parecía la sala de estar de mi difunta abuela. Fuera, en la terraza helada, las lámparas de arco brillaban con intensidad y varios hombres de la RSD, incluido Kaspel, esperaban mi llegada.

—Pues bien —dijo Kannenberg, que fue directo hacia el antepecho bajo que bordeaba la terraza—, el doctor Flex estaba aquí, me parece. Al lado de Brückner, uno de los ayudantes de Hitler.

—¿Iba Brückner de uniforme?

—No. Todos miraban hacia el Untersberg, el pico de montaña que se ve al otro lado del valle. Todos salvo el doctor Flex, claro. Miraba en dirección contraria. Directo hacia el Hoher Göll. Como yo ahora.

—¿Está seguro de eso, Arthur?

—Totalmente. Lo sé porque me estaba mirando a mí. Yo en realidad no tomaba parte en la discusión. Solo estaba por allí esperando a que Huber o Dimroth, que es el ingeniero jefe de Sager & Woerner, me dijeran que habían terminado de desayunar. O que estaban listos para ir al Platterhof. Pero también podía habérmelo dicho Flex. Y en el momento en que se derrumbó lo estaba mirando directamente como si fuera a decirme justo eso.

—Así que Flex era más alto que los demás, ¿verdad?

—Sí.

—Y llevaba un sombrerito tirolés verde. ¿Correcto?

—Correcto.

—Y miraba hacia usted, en lugar de hacerlo valle abajo.

—Eso es.

—¿Y dónde estaba usted?

Kannenberg cruzó la terraza y se puso delante del ventanal del jardín de invierno.

—Aquí. Justo aquí.

—Gracias, Arthur. Ahora ya nos ocupamos nosotros. Váyase a la cama como un buen chico, y ya nos veremos a lo largo del día.

—Y si hay tiempo, puede darme noticias de Berlín. Lo echo de menos a veces.

—Ah, Arthur, y a ver si me agencia un par de guantes. Tengo las manos heladas.

Volví dentro para coger la cámara de mi despacho en la primera planta donde la había dejado. Luego regresé a la terraza donde Kaspel estaba fumando un pitillo. Al verme, lo apagó con mucho cuidado contra la pared y se guardó la colilla en el bolsillo del abrigo. Sonreí y meneé la cabeza. Si no había creído que Hitler estaba loco antes de venir al Berghof, ahora ya lo creía. ¿Qué mal podían hacer unos cuantos asquerosos cigarrillos? Di un garbeo por la terraza y volví donde estaba Kaspel.

—Eh, me acaba de venir a la cabeza —dijo Kaspel—. Si estaba de cara a la montaña y el disparo lo alcanzó en la nuca, entonces...

—Exacto. —Señalé hacia la oscuridad que había más allá de la terraza, hacia el norte, en dirección a Berchtesgaden a los pies de la montaña—. El tirador estaba por alguna parte allí abajo, Hermann. No en el bosque, ni ahí arriba. No es de extrañar que no encontraran nada. El tirador no estuvo ahí en ningún momento. —Recorrí la terraza con la mirada y vi un montón de varillas de madera ordenadas en un rincón. Cogí una varilla y la llevé al borde de la terraza—. La cuestión es otra. ¿Dónde estaba apostado exactamente? ¿Dónde podría encontrar un hombre con rifle el cobijo necesario para evitar que lo detectaran el tiempo suficiente para disparar contra esta terraza?

Le pasé a Kaspel la varilla de madera.

—Flex era más alto que yo. De la estatura de ese de ahí. —Señalé a uno de los hombres de las SS de aspecto soñoliento a la espera de nuestras órdenes, que también era el más alto—. Usted. Es más o menos de la misma estatura que Flex. Venga aquí. Vamos, Alemania bien despierta, ¿eh?

El de las SS avanzó a paso firme hacia el antepecho.

—¿Cómo se llama, hijo?

—Dornberger, señor. Walter Dornberger.

—Walter, quiero que se quite el casco y vuelva el rostro en dirección opuesta al valle. Y quiero que finja ser el hombre que recibió el disparo. Si no le importa, quiero que me preste la cabeza un momento. ¿Hermann? Coloque la varilla al lado de su cabeza, donde se lo indique.

—De acuerdo —dijo Kaspel.

Puse el dedo en la parte inferior del cráneo del soldado de las SS.

—El orificio de entrada estaba más o menos aquí. El de salida, unos seis u ocho centímetros más arriba. Tal vez más. Pero es difícil ser más precisos, teniendo en cuenta los daños sufridos por el cráneo. Si tuviéramos el sombrero del muerto, claro, quizá dispondríamos de un orificio de bala real, lo que nos permitiría deducir la trayectoria del proyectil.

Fue en ese momento cuando Kannenberg volvió con un sombrero con cuatro cordones trenzados a modo de cinta y una insignia que era una mosca de pescador. El sombrero, de lana loden verde, y con un ala de unos cinco centímetros, estaba muy manchado de sangre. El interior daba la impresión de que alguien lo hubiera usado como salsera. Pero estaba bastante seco y se apreciaba con claridad un agujerito en la coronilla, por donde había salido la bala del rifle del asesino.

—Este es el sombrero —explicó Kannenberg—. Lo he encontrado en el suelo, al lado del incinerador.

—Bien hecho, Arthur. Ahora sí que estamos llegando a buen puerto.

Esta vez Kannenberg esperó a ver qué me disponía a hacer con el hombre de las SS, la varilla y el gorrito de gnomo que tenía en la mano. Introduje la punta de la varilla por el orificio y le pregunté al de las SS si no le importaba ponerse el sombrero un momento.

—Bien —le dije a Kaspel—. Ahora, baje el extremo de la varilla unos centímetros hasta el punto por donde la bala entró en el cráneo de Flex. Eso es.

Me apresuré a hacer unas fotografías y luego inspeccioné ambos extremos de la varilla: uno apuntaba hacia la galería de madera inmediatamente encima de la terraza, y el otro, por encima del borde del antepecho y valle abajo.

Unos instantes después retiré el sombrero verde del cabello rubio del de las SS y lo dejé en el suelo.

—¿Arthur? Voy a pedirle que le indique a Walter dónde encontró el sombrero. ¿Walter? Quiero que vaya al incinerador, se ponga a cuatro patas y vea si encuentra una bala usada. ¿Arthur? Necesitaré una escalera de mano para subir ahí y echar un vistazo más de cerca a esa galería.

—Ahora mismo, Bernie —respondió Kannenberg.

—Vamos a ver si logramos encontrar la bala usada ahí arriba entre el enmaderado de la galería —expliqué—. Una sola bala de plata.

—¿Por qué de plata? —indagó Kaspel.

No contesté, pero lo cierto era que no veía razón para que alguien disparase una bala de rifle contra la terraza de la residencia privada de Hitler a menos que estuviera hecha con la plata fundida de un crucifijo.

Azul de Prusia

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