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3 OCTUBRE DE 1956

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Volví a mi piso en Villefranche, satisfecho tan solo por habérmelas ingeniado para convencer a Mielke de que, en efecto, acataría sus órdenes y viajaría a Inglaterra para envenenar a Anne French. La verdad era que, si bien detestaba a esa mujer por todo el dolor que me había causado, no la aborrecía lo suficiente como para asesinarla, y mucho menos de la manera tan monstruosa que había descrito Mielke. Deseaba con todas mis fuerzas un nuevo pasaporte de Alemania Occidental, pero también quería seguir vivo el tiempo suficiente como para usarlo, y no me cabía duda de que Mielke estaba más que dispuesto a ordenarles a sus hombres que me mataran si albergaba la menor sospecha de que yo tenía intención de traicionarlo. Así pues, durante unos momentos me planteé hacer la maleta de inmediato y dejar la Riviera para siempre. Tenía un poco de dinero bajo el colchón, y un arma, y el coche, claro, pero lo más probable era que sus hombres estuvieran vigilando mi piso, en cuyo caso la huida sería probablemente en vano. Solo me quedaba la espeluznante perspectiva de cooperar con el plan de Mielke durante el tiempo suficiente para hacerme con el pasaporte y el dinero, y luego buscar una oportunidad de dar esquinazo a sus hombres, lo que me dejaba entre la espada y la pared. A la mayoría de los miembros de la Stasi los había adiestrado la Gestapo y eran expertos en localizar a la gente. Darles esquinazo sería como intentar eludir a una jauría de perros sabuesos ingleses.

A fin de ver si me estaban vigilando, decidí dar un paseo por el malecón, con la esperanza de que los de la Stasi se pusieran en evidencia y el fresco aire nocturno me despejara la cabeza lo suficiente como para pensar una solución a mi problema inmediato. Resultó inevitable que los pies me llevaran hasta un bar en la apropiadamente llamada Rue Obscure, donde me bebí una botella de tinto y me fumé medio paquete de tabaco, con lo que conseguí el resultado contrario al que esperaba. Todavía meneando la cabeza y sopesando mis escasas opciones, emprendí el camino de regreso a casa a paso un tanto vacilante.

Villefranche es un extraño laberinto de callejones y angostas callejuelas y, sobre todo por la noche y hacia el final de la temporada, semeja un escenario de película de Fritz Lang. Es muy fácil imaginarse seguido por vigilantes invisibles a través de esa oscura y sinuosa catacumba de calles francesas, un poco como Peter Lorre con la letra M escrita con tiza en la espalda del abrigo, sobre todo si vas borracho. Pero no iba tan borracho como para no ver la cola que me habían prendido al culo. O más bien, no tanto verla como oír el chacoloteo intermitente de sus zapatos baratos sobre las callejas adoquinadas mientras intentaban seguir el ritmo de mis propios pasos erráticos. Los habría puesto en evidencia a gritos, mofándome de sus esfuerzos por tenerme vigilado, de no ser por la corazonada —el buen juicio, tal vez— de que más me valía no darles, y sobre todo no darle al camarada general, la más leve impresión de que no estaba del todo subordinado a él y sus órdenes. El nuevo Gunther era mucho más paciente que el antiguo. Eso me venía bien; al menos, si quería ver Alemania de nuevo. Así pues, me sorprendió encontrarme el camino de regreso al paseo marítimo bloqueado por dos bolardos humanos, cada cual con una mata de pelo absurdamente rubio al estilo de la raza suprema del tipo que el barbero predilecto de Himmler habría colgado en su mural de cortes de pelo para héroes. En las sombras entre ambos había un hombre más pequeño con un parche de cuero en un ojo. Lo reconocí a medias, de una época lejana, sin llegar a recordar por qué, aunque solo fuera porque los dos bolardos humanos ya se afanaban en amordazarme y atarme las muñecas por delante.

—Lo siento, Gunther —se disculpó el hombre a quien solo reconocía a medias—. Es una lástima que tengamos que volver a vernos en estas circunstancias, pero las órdenes son las órdenes. No tengo que decirle cómo va esto. O sea que no es nada personal, ¿ve? Pero es así como lo desea el camarada general.

Mientras hablaba, los dos bolardos rubios me levantaron por las axilas y me llevaron hasta el final del callejón sin salida como si fuera un maniquí de escaparate. Una sola farola tiznaba el aire nocturno de una tonalidad sulfúrea hasta que alguien la apagó de un tiro con una pistola provista de silenciador. Antes de eso, me dejaron ver la viga de madera que cruzaba la bóveda del techo y el nudo corredizo de plástico que colgaba de ella, con fines a todas luces letales. El hecho de caer en la cuenta de que estaba a punto de ser ahorcado sumariamente en ese callejón sombrío y olvidado bastó para provocarme un último espasmo de energía en las extremidades ebrias. Forcejeé con saña para librarme de la férrea presión de los dos hombres de la Stasi. Fue inútil. Me sentí como Jesucristo subiendo a los cielos mientras ascendía del suelo adoquinado hacia el nudo corredizo, donde otro atento miembro de la Stasi, vestido con traje y sombrero grises, estaba subido a una farola como el mismísimo Gene Kelly para ponérmelo al cuello.

—Eso es —dijo, una vez hubo colocado el nudo corredizo en torno a mi cuello. El acento de Leipzig. ¿El mismo hombre del hotel Ruhl, quizá? Tenía que serlo—. Bien, muchachos, ya podéis soltarlo. Creo que este cabrón se balanceará como la campana de una iglesia.

Mientras me ceñía el nudo bajo la oreja izquierda, tomé aire con rapidez. Un instante después, los dos bolardos humanos me soltaron. El nudo de plástico se apretó con fuerza, el mundo se tornó borroso como una fotografía mala y dejé de respirar por completo. Aunque trataba a la desesperada de buscar el suelo firme con las punteras de los zapatos, no conseguí más que girar en el aire igual que el último jamón en el escaparate de una carnicería. Atiné a ver fugazmente a los hombres de la Stasi viéndome colgar y luego pedaleé un poco más en mi bicicleta invisible antes de decidir que me iría mejor si no me resistía y que, en realidad, aquello tampoco era tan doloroso. No era tanto dolor lo que sentía como una tremenda presión, como si todo mi cuerpo fuera a explotar por lo mucho que ansiaba encontrar una vía de entrada de aire. Notaba la lengua del tamaño de una paleta para recoger las cartas de bacarrá; parecía colgarme fuera de la boca. Tenía los ojos vueltos hacia las orejas, como si intentara determinar el origen del estruendo infernal que oía, y que debía de ser el martilleo de la sangre dentro de mi cabeza, claro. Lo más curioso de todo es que sentía la presencia real del dedo meñique que había perdido años antes, en Múnich, cuando otro viejo camarada me lo cortó con un martillo y un cincel. Era como si de pronto todo mi ser se hubiera concentrado en una parte de mi cuerpo que ya ni existía siquiera. Y entonces me pareció que hacía diez minutos de 1949 y Múnich y la pobre Vera Messmann. El dedo fantasma se dispersó rápidamente y se convirtió en una extremidad entera y después en el resto de mi cuerpo, y supe que estaba muriendo. Entonces fue cuando me meé encima. Recuerdo que alguien se rio y pensé que quizá, después de tantos años, me lo tenía merecido y que había tenido su mérito llegar hasta allí sin más contratiempos. Luego me encontraba en el fondo del gélido mar Báltico y nadaba con todas mis fuerzas para salir del casco naufragado del barco mercante Wilhelm Gustloff y alcanzar la superficie ondulante. Pero estaba muy lejos y, con los pulmones a punto de explotar, supe que no iba a conseguirlo. Entonces fue cuando debí de perder el conocimiento.

Seguía en el aire, pero me veía a mí mismo tendido en los adoquines de la Rue Obscure. Tenía la sensación de estar suspendido sobre las cabezas de perro de paja de todos aquellos hombres de la Stasi igual que una nube de gas. Habían cortado la soga e intentaban aflojar el nudo en torno a mi cuello, pero desistieron cuando uno de los agentes sacó unas cizallas y lo cortó, junto con un poco de piel debajo de mi oreja. Alguien me pisó el pecho, y esos eran todos los primeros auxilios que iba a prestarme la Stasi, y empecé a revivir. Uno de ellos aplaudía mi actuación en la cuerda floja —según sus propias palabras, no las mías— y ahora, de regreso a mi cuerpo, me volví boca abajo y babeé sobre los adoquines. Después, pese al dolor, intenté meter un poco de aire en mis pulmones privados de oxígeno. Palpé algo húmedo en el cuello, que resultó ser mi propia sangre, y me oí mascullar algo con una lengua que apenas empezaba a acostumbrarse a estar de nuevo en el interior de la boca.

—¿Cómo?

El de las cizallas se inclinó para ayudarme a que me incorporara, y volví a hablar.

—Necesito un cigarrillo —dije—. Para recuperar el resuello.

Me llevé una mano al pecho y procuré que mi corazón aflojara un poco el ritmo, no fuera a palmarla del todo por el exceso de emoción que me llevé al pensar que afrontaba mis últimos minutos sobre la faz de la tierra, o casi.

—Es de lo que no hay, amigo, eso está claro. Dice que quiere un piti... —Se echó a reír, sacó del bolsillo un paquete de Hit Parades y metió un cigarrillo entre los labios de mi boca aún temblorosa—. Ahí tiene.

Tosí un poco más, y luego aspiré con fuerza cuando su mechero cobró vida. Fue probablemente el mejor cigarrillo que había saboreado nunca.

—He oído hablar del último cigarrillo —comentó—. Pero nunca había visto al condenado fumárselo después de la ejecución. Vaya viejo peleón está hecho, ¿eh?

—No tan viejo —repuse—. Me siento como un hombre nuevo.

—Ponedlo en pie —ordenó otro hombre—. Vamos a acompañarlo a casa.

—No esperen que los bese —grazné—. No después de haberme hecho pasar por semejante calvario.

Pero habían cumplido muy bien su cometido de ahorcarme hasta dejarme medio muerto. Cuando me puse en pie, estuve a punto de desmayarme y tuvieron que sujetarme.

—No pasa nada —dije—. Déjenme un momento.

Y entonces vomité, lo que fue una pena después del filete tan rico que había comido con Mielke. Pero uno no sobrevive a su propia ejecución todos los días.

Medio me llevaron, medio me acompañaron a casa. Por el camino, el hombre a quien había reconocido poco antes me explicó por qué habían intentado hacerme estirar la pata.

—Siento lo de antes, Gunther —se disculpó.

—No tiene importancia.

—Pero es que el jefe cree que no se lo estaba tomando en serio. No le ha gustado. Cree que el viejo Gunther habría ofrecido un poco más de resistencia ante la idea de asesinar a su exnovia. Y he de reconocer que estoy de acuerdo con él. Nunca había tenido pelos en la lengua. Así que, al verlo tan complaciente, bueno, ha pensado que se estaba riendo de él. Íbamos a darle un buen repaso sin más, pero ha dicho que teníamos que dejarle bien claro lo que ocurrirá de verdad si intenta metérsela doblada. La próxima vez, tenemos órdenes de dejarlo colgando. O algo peor.

—Es agradable oír otra vez una voz alemana —dije con hastío; apenas podía poner un pie delante del otro—. Aunque sea la de un cabrón.

—Venga, no diga eso, Gunther. Va a herir mis sentimientos. Usted y yo éramos amigos.

Empecé a menear la cabeza, pero me arrepentí al acometerme un dolor repentino. Tenía el cuello como si hubiera pasado por una sesión quiropráctica con un gorila. Comencé a toser otra vez y me detuve a vomitar en la cuneta de nuevo.

—No lo recuerdo. Aunque también es verdad que mi cerebro ha estado varios minutos privado de oxígeno, por lo que apenas recuerdo mi nombre, por no hablar del suyo.

—Necesita algo para ahuyentar el dolor —dijo mi viejo amigo, que sacó una petaca de bolsillo, la acercó a mis labios y me dejó echar un sustancioso trago de lo que contenía. Sabía a lava fundida.

Me estremecí y lancé un breve concierto de toses en staccato.

—Dios, ¿qué es eso?

—Agua Dorada. De Danzig. Eso es. —El hombre sonrió y asintió—. Ahora se está acercando. Ya me recuerda, ¿no, Gunther?

A decir verdad, seguía sin tener ni idea de quién era, pero sonreí y asentí; no hay nada como que te ahorquen para que te entren ganas de complacer, sobre todo cuando es tu propio verdugo quien asegura afablemente que os conocéis.

—Así es. Acostumbraba a beber esto cuando los dos éramos polis en el Alex. Probablemente lo recuerda, ¿no? Me parece que un hombre como usted no olvida muchas cosas. Fui ayudante suyo en la brigada criminal en el treinta y ocho y el treinta y nueve. Trabajamos juntos en un par de casos importantes. El caso Weisthor. ¿Se acuerda de aquel cabrón? Y el de Karl Flex, claro, en el treinta y nueve. ¿Berchtesgaden? Es imposible que se haya olvidado de él. Ni del aire frío de Obersalzberg.

—Claro que me acuerdo de usted —respondí, al tiempo que lanzaba la colilla, sin la menor idea de quién era—. Pensaba que había muerto. Han muerto todos los demás a estas alturas. Al menos, la gente como usted y yo.

—Somos los últimos de todos, usted y yo, eso es verdad —concedió—. Del antiguo Alex. Tendría que verlo ahora, Gunther. Se lo juro, no reconocería el lugar. La antigua estación de ferrocarril sigue allí, como antes, y la Kaufhaus, pero el antiguo Praesidium de la Policía hace tiempo que desapareció. Como si no hubiera existido. Los Ivanes la demolieron porque era un símbolo del fascismo. Eso y la sede de la Gestapo en Prinz Albrechtstrasse. Toda la zona no es más que un enorme túnel de viento. Hoy en día, los polis tienen su cuartel general en Lichtenberg. Con un elegante edificio nuevo en camino. Con comodidades de toda clase. Comedor, duchas y guardería. Hasta tenemos una sauna.

—Qué detalle. Lo de la sauna.

Llegamos a la puerta de mi casa y alguien me cogió amablemente las llaves del bolsillo y me dejó entrar en el piso. Me siguieron al interior y, puesto que eran policías, hurgaron a placer en mis pertenencias. Tampoco es que me importara. Cuando has estado a punto de perder la vida, todo lo demás parece poca cosa. Además, estaba muy ocupado mirándome en el espejo del cuarto de baño la cara de cadáver que tenía. Parecía una de esas ranas de San Antonio sudamericanas. Tenía el blanco de los ojos completamente rojo.

Mi amigo anónimo me observó un rato y luego, acariciándose una barbilla más larga que un arpa de concierto, dijo:

—No se preocupe. No son más que unos cuantos capilares rotos.

—Me parece que he crecido un par de centímetros.

—Dentro de unos días, verá que tiene los ojos otra vez normales. Igual le conviene llevar gafas de sol hasta entonces para aliviar las molestias. Al fin y al cabo, no querrá asustar a nadie, ¿verdad?

—Me parece que ya había hecho esto alguna vez. Medio ahorcar a alguien, quiero decir.

Se encogió de hombros.

—Es una suerte que ya le hubiéramos puesto foto a su pasaporte nuevo.

—Sí, ¿verdad?

Toqué la marca de color carmesí lívido que me había dejado en el cuello la soga de plástico. No le habría podido reprochar a nadie que pensara que el doctor Mengele me había cosido la cabeza a los hombros.

Uno de los otros hombres de la Stasi estaba en la cocina, preparando café. Era curioso que los dos tipos que habían intentado ahorcarme me cuidasen ahora con tanta atención. No hacían sino obedecer órdenes, claro. Es la manera de ser alemana, supongo.

—Eh, jefe —le dijo uno al hombre que estaba a mi lado en el cuarto de baño—. Su teléfono no funciona.

—Lo siento —respondí—. Como no me llama nunca nadie, no me había dado cuenta.

—Bueno, vete a buscar una cabina.

—Jefe.

—Se supone que tenemos que llamar al camarada general y contarle cómo ha ido todo.

—Dígale al general que no puedo decir que haya sido una de mis mejores veladas —comenté—. Y no olvide darle las gracias por la cena.

El miembro de la Stasi se fue. Mi amigo me tendió de nuevo la petaca de bolsillo y eché otro buen trago de Agua Dorada. Ese mejunje lleva auténtico oro. Motas diminutas. El oro no lo encarece, pero sí hace que la lengua cobre un aspecto semiprecioso. Tendrían que dárselo a todos los que están a punto de ser ahorcados. Podría hacer que el procedimiento tuviera más brillo.

—Qué falta de iniciativa —se quejó—. Hay que decirles todo el rato lo que tienen que hacer. Y cómo tienen que hacerlo debidamente. No como en nuestros tiempos, ¿eh, Bernie?

—Mire, Fridolin, sin ánimo de ofender —dije—. Bueno, no es que tenga ganas de repetir la experiencia de esta noche, pero es que no tengo ni puta idea de quién es. Reconozco la barbilla. La mala piel, el parche de cuero en el ojo, hasta el bigotillo de chulo de putas. Pero el resto de su careto es un misterio.

El hombre se tocó la calva con gesto cohibido.

—Sí, se me ha caído mucho pelo desde la última vez que nos vimos. Pero ya llevaba el parche. De la guerra. —Tendió la mano afablemente—. Friedrich Korsch.

—Sí, ahora me acuerdo. —Estaba en lo cierto; habíamos sido amigos, o por lo menos colegas cercanos. Pero todo eso había sido en el pasado. Seré un tipo mezquino, pero tiendo a guardarles rencor a mis amigos cuando intentan matarme. Hice caso omiso de su mano, y dije—: ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos?

—En 1949. Trabajaba como infiltrado del MVD en un periódico estadounidense en Múnich. ¿Lo recuerda? Die Neue Zeitung. Usted buscaba a un criminal de guerra llamado Warzok.

—Ah, ¿sí?

—Lo invité a comer en la Osteria Bavaria.

—Claro. Pedí pasta.

—Y antes de eso, vino a verme en el cuarenta y siete, a Berlín, cuando intentaba ponerse en contacto con la esposa de Emil Becker.

—Ya.

—¿Qué fue de él, por cierto?

—¿De Becker? Lo ahorcaron los americanos, en Viena. Por asesinato.

—Ah.

—Más aún, ellos terminaron el trabajo. Esos vaqueros no lo hacían para echar unas risas como ustedes. Para echar yo unas risas, quiero decir. Nunca había imaginado que me sentaría tan bien volver a tener los pies firmemente plantados en el suelo.

—Me sabe fatal todo esto —dijo Korsch—. Pero...

—Ya lo sé. Solo cumplía órdenes. Intentaba seguir con vida. Mire, lo entiendo. Para hombres como usted y yo, son gajes del oficio. Pero no finjamos que hemos sido amigos. De eso hace mucho tiempo. Desde entonces, se ha convertido en un auténtico incordio. Ha estado a punto de partirme el cuello. Que es el único que tengo. O sea que ¿por qué usted y sus chicos no se largan cagando leches de mi casa y ya nos veremos en la estación de tren de Niza, pasado mañana, tal como acordé con el camarada general?

Azul de Prusia

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