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7 ABRIL DE 1939

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Cogí un cigarrillo de la caja de plata, lo encendí, crucé las piernas y lancé el humo hacia las molduras que decoraban el techo alto del despacho de Heydrich. Ya había dicho suficiente por el momento. Cuando estás con el diablo, conviene no insultarlo más de lo necesario. El diablo vestía un uniforme del mismo color que su corazón: negro. Los demás, también. Yo era el único que llevaba traje de calle, lo que me ayudó a convencerme de que era diferente de ellos en cierto modo; mejor, quizá. Fue solo más adelante, durante la guerra, cuando llegué a la conclusión de que quizá no era mucho mejor, después de todo. Para mí, la prudencia y las buenas intenciones siempre tenían prioridad con respecto a la conciencia.

—Con toda la razón, da por supuesto que tiene cierta licencia solo por estar en mi despacho —dijo Heydrich—. Yo diría que ya se ha hecho la idea de que está a punto de serme de utilidad otra vez.

—Se me había pasado por la cabeza.

—Yo no le daría demasiada importancia, Gunther. Resulta que tengo muy poca memoria en lo que a favores concierne.

La voz de Heydrich era bastante aflautada para un hombre tan grande, casi como si llevara los pantalones demasiado ceñidos.

—He comprobado que, normalmente, conviene olvidar buena parte de lo que antes creía que era importante, general. De hecho, más o menos todo aquello en lo que antes creía, ahora que lo pienso.

Heydrich esbozó su finísima sonrisa, casi tan afilada como sus ojos de color azul pálido. Por lo demás, su rostro permaneció tan inexpresivo como el de una víctima de quemaduras en la Charité.

—Tendrá muchas cosas que olvidar después de este trabajo, Gunther. Casi todas. A excepción de los hombres presentes en esta sala, no podrá hablar del caso con nadie. Sí, me parece que debemos considerarlo un caso. ¿No cree, Arthur?

—Sí, señor. Lo creo. Al fin y al cabo, se ha cometido un crimen. Un asesinato. Una clase de asesinato extraordinariamente poco común, teniendo en cuenta dónde ha ocurrido y la importancia absoluta de la persona a quien rendirá cuentas.

—¿Ah? ¿Quién es? —pregunté.

—Nada menos que el jefe adjunto del Estado Mayor del Führer, el mismísimo Martin Bormann —respondió Nebe.

—Martin Bormann, ¿eh? No puedo afirmar haber oído hablar de él. Pero supongo que debe de ser alguien importante, teniendo en cuenta para quién trabaja.

—Haga el favor de no dejar que esa ignorancia le impida apreciar la importancia capital de este caso —me advirtió Heydrich—. Puede que Bormann no desempeñe ningún cargo gubernamental, pero su gran proximidad al líder lo convierte en uno de los hombres más poderosos de Alemania. Me ha pedido que le envíe a mi mejor detective. Y puesto que Ernst Gennat no puede viajar por motivos de salud, me parece que ahora mismo lo es usted.

Asentí. Mi antiguo mentor, Gennat, tenía cáncer y se rumoreaba que apenas le quedaban unos seis meses de vida, aunque, teniendo en cuenta mi situación en ese momento, incluso eso me parecía bastante tiempo; Heydrich no era de los que toleran el fracaso. Ya me había enviado a Dachau, y bien podía hacerlo de nuevo. Era hora de esquivarlo con una finta igual que un boxeador.

—¿Y qué me dice de Georg Heuser? —pregunté—. ¿No se olvida de él? Es un buen detective. Y está mucho mejor cualificado que yo. Para empezar, está afiliado al Partido.

—Sí, es un buen detective —coincidió Nebe—. Pero ahora mismo Heuser tiene que explicar algunas cosas sobre esas cualificaciones que aseguraba poseer. Algo relacionado con una licenciatura en Derecho que fingía tener.

—¿De veras? —Procuré sofocar una sonrisa. Yo era uno de los pocos investigadores en el Alex que no estaba doctorado en Derecho, conque aquella era una noticia de lo más satisfactoria para alguien que solo había llegado a hacer el examen de acceso a la universidad—. ¿Quiere decir que, después de todo, no es doctor?

—Sí, ya imaginaba que le gustaría oírlo, Gunther. Está suspendido, pendiente de una investigación.

—Qué pena, señor.

—Difícilmente podríamos enviarle alguien así a Martin Bormann —dijo Nebe.

—Podría enviar a Werner aquí presente, claro —repuso Heydrich—. Es verdad que lo suyo tiene más que ver con la prevención que con la detección del crimen. Pero no me gustaría perderlo si mete la pata. Lo cierto es que usted es prescindible, y lo sabe. Werner no lo es. Es esencial para el desarrollo de la criminología radical en la nueva Alemania.

—Dicho así, ya veo a qué se refiere. —Miré a Werner y asentí. Tenía el mismo rango que yo, comisario, lo que me permitía hablarle con más libertad—. Creo que leí su artículo, Paul. La delincuencia juvenil como producto de la herencia criminal, ¿no fue esa su última aportación?

Werner se quitó el cigarrillo de la boca y sonrió. Con sus ojos oscuros y furtivos, los rasgos morenos y las orejas como las asas de un trofeo, tenía más aspecto de criminal que cualquiera de las personas a quienes había detenido en mi vida.

—O sea que en la Comisión de Homicidios leen esas cosas, ¿eh? Me sorprende. De hecho, me sorprende que lea siquiera.

—Claro que leo. Sus artículos sobre criminología son una lectura esencial. Solo que, según creo recordar, la mayoría de los delincuentes que identificó eran gitanos, no jóvenes de etnia alemana.

—¿No está de acuerdo con eso?

—Quizá.

—¿En qué se basa?

—No concuerda con mi experiencia, eso es todo. En Berlín hay criminales de toda condición. A mi modo de ver, la pobreza y la ignorancia explican mejor por qué un Fritz le roba la cartera a otro que su raza o el tamaño que tenga su nariz. Además, me da la impresión de que usted tiene un punto de gitano, Paul. ¿Qué me dice a eso? ¿Es usted sinti?

Werner seguía sonriendo, pero solo de labios afuera. Era de Offenburg, que es una ciudad de Baden-Württemberg en la frontera francesa, famosa por la quema de brujas y por albergar una renombrada silla de metal con pinchos que se caldeaba hasta quedar bien caliente. Él tenía el rostro de un cazador de brujas suabo y me dio la impresión de que habría estado encantado de verme morir en la hoguera.

—Solo estoy bromeando. —Miré a Heydrich—. Nos estamos tomando las medidas, como un par de tipos duros, nada más. Ya sé que no es sinti. Es un tipo listo. Sé que lo es. Usted tiene un doctorado, ¿verdad que sí, Paul?

—Siga hablando, Gunther —me animó Werner—. Algún día esa lengua suya lo llevará a la guillotina en Plötzensee.

—Tiene razón, claro —convino Heydrich—. Es usted un insolente, Gunther. Pero resulta que eso es una ventaja. Su espíritu independiente demuestra una capacidad de resistencia que nos vendrá de perlas. El caso es que hay otro motivo por el que Bormann lo prefiere a Werner, o incluso a Arthur, aquí presente. Puesto que usted nunca ha sido miembro del Partido, cree que no le debe nada a nadie, y lo que es más importante, que no me debe nada a mí. Pero haga usted el favor de no cometer ese mismo error, Gunther. Lo tengo en el bolsillo. Igual que si se llamara Fausto y yo Mefistófeles.

Dejé pasar el comentario; no había manera de discutir con Heydrich cuando se ponía en plan avasallador. Aun así, era reconfortante pensar que Dios, en su infinita gloria, quizá convenciera a unos cuantos ángeles para que intercedieran por mí.

—Quiero que me ponga al tanto de cualquier cosa que logre averiguar acerca de ese malnacido mientras esté en Obersalzberg.

—Supongo que se refiere al jefe adjunto del Estado Mayor del Führer.

—Es un megalómano —aseguró Heydrich.

No opiné al respecto. Bastante me había ido ya de la lengua.

—En concreto, quiero saber qué hay de cierto en el misterioso rumor que corre por Berlín de que lo está chantajeando su propio hermano. Albert Bormann es ayudante administrativo de Adolf Hitler y jefe de la Cancillería del Führer en Obersalzberg. Como tal, allí es casi tan poderoso como el propio Martin Bormann.

—¿Es allí donde voy? ¿A Obersalzberg?

—Sí.

—Qué bien. Me vendrá de maravilla un poco de aire alpino.

—No va de vacaciones, Gunther.

—No, señor.

—Si se le presenta la menor ocasión de sacar a relucir trapos sucios de ese hombre, de cualquiera de los dos, aprovéchela. Mientras esté allí, no solo es un detective: es un espía mío. ¿Está claro? Cuando esté allí creerá que puede elegir entre la peste y el cólera. Pero no es así. Usted es mi Fritz, no el de Bormann.

—Sí, señor.

—Y por si persevera en la creencia errónea de que su miserable alma sigue siendo suya, más le vale saber que la policía de Hannover sigue investigando el hallazgo de un cadáver en un bosque cerca de Hamelín. Recuérdeme los detalles, Arthur.

—Era un tipo llamado Kindermann, un médico que llevaba una clínica privada en Wannsee, y que era colega de nuestro común amigo Karl Maria Weisthor. Parece ser que recibió varios disparos.

—Pues bien, teniendo en cuenta la relación con Weisthor, yo diría que se lo tenía merecido —añadió Heydrich—. Aun así, se vería usted en una situación incómoda si tuviera que explicarle a la policía de Hannover lo que le unía a usted con ese individuo.

—¿Cuándo salgo? —pregunté en tono animado.

—En cuanto haya terminado nuestra reunión —repuso Heydrich—. Uno de mis hombres ya ha estado en su apartamento y recogido algunos efectos personales suyos. Abajo lo espera un coche para llevarlo directo a Baviera. Mi propio coche. Es más rápido. Debería haber llegado antes de medianoche.

—Bueno, ¿de qué va todo esto, señor? Ha mencionado un asesinato. ¿Quién ha muerto? Supongo que no será nadie importante, o ya habríamos oído la mala noticia en la radio esta mañana.

—Pues no sabría decirle. Bormann no lo dijo con claridad por teléfono cuando hablamos. Pero está usted en lo cierto: no era nadie importante, gracias a Dios. Un ingeniero civil de por allá. No, lo que le confiere importancia es dónde fue asesinada esa persona. La víctima fue abatida con un rifle en la terraza del domicilio privado de Hitler en Obersalzberg. El Berghof. El asesino, que sigue suelto, debía sin duda saber que el Führer estaba pronunciando un discurso anoche en Berlín. Lo que significa que es sumamente improbable que se tratara de un intento frustrado de asesinar a Adolf Hitler. Pero, como es natural, a Bormann le preocupa mucho cómo quedará ahora a los ojos del Führer. El mero hecho de que le dispararan a alguien, a cualquiera, en la segunda residencia de Hitler, el único lugar al que puede ir a relajarse y abstraerse de las preocupaciones del Estado, supondrá un grave quebradero de cabeza para cualquiera que tenga algo que ver con la seguridad del Führer. Por este motivo, Bormann quiere que se detenga a ese asesino lo antes posible.

»Es impensable que el Führer vuelva allí hasta que se haya detenido al asesino. Si no lo detienen, podría incluso costarle a Bormann su puesto. De una manera u otra, la situación es favorable para el SD y la Kripo. Si no se detiene al asesino, es muy probable que Hitler destituya a Martin Bormann, cosa que agradará sobremanera a Himmler. Y si lo detienen, Bormann habrá contraído una deuda considerable conmigo.

—Me tranquiliza saber que no puedo fracasar, señor —comenté.

—Permítame que le deje bien clara una cosa, Gunther: Obersalzberg es el dominio de Martin Bormann. Él lo controla todo allí. Pero en tanto que detective con autoridad para plantear preguntas en la montaña de Hitler, dispone de la oportunidad perfecta para remover unas cuantas piedras y ver qué sale reptando. Y sin duda me habrá fallado si no regresa con algún trapo sucio que achacarle a Martin Bormann. ¿Queda claro?

—Muy claro. ¿De cuánto tiempo dispongo?

—Por lo visto, Hitler tiene planeada una visita al Berghof inmediatamente después de su cumpleaños —respondió Nebe—. Así que no hay tiempo que perder.

—Recuérdemelo —sugerí—. ¿Cuándo es? Tengo una pésima memoria con los cumpleaños.

—El veinte de abril —respondió Nebe con paciencia.

—¿Y qué hay de la policía local? ¿Y la Gestapo? ¿Trabajaré con ellos? Y de ser así, ¿quién estará al mando? ¿Ellos o yo?

—Los jefazos locales no han sido informados. Por razones evidentes, Bormann quiere que esto no salga en la prensa. Usted será el único que esté a cargo de la investigación. Y responderá directamente ante Bormann. Al menos, en teoría.

—Ya veo.

—Tenga cuidado con él —me advirtió Heydrich—. No es ni la mitad de tonto de lo que parece. No se fíe de los teléfonos del Berghof. La vida por allí no está como para montar ponis en miniatura, por así decirlo. Es muy probable que los hombres de Bormann escuchen hasta la última palabra que pronuncie. Lo sé porque fueron hombres míos quienes instalaron los micrófonos secretos en varias habitaciones y en todas las casas de invitados. Del télex tal vez sí pueda fiarse; de los telegramas, también; pero de los teléfonos, no. Neumann lo acompañará en el coche hasta Múnich. Le explicará con detalle cómo seguir en contacto conmigo. Pero ya tengo un espía en la RSD en Obersalzberg. Hermann Kaspel. Es un buen hombre. Lo que pasa es que no se le da muy bien averiguar cosas que no debería saber. A diferencia de usted. Sea como sea, le he preparado una carta de presentación, con mi firma. La carta especifica que él debe prestarle ayuda en todo lo que usted necesite.

Ya conocía a Hermann Kaspel. En 1932, eché una mano para que lo expulsaran de la policía cuando me enteré de que dirigía un grupo de las SA fuera de su horario laboral. Eso ocurrió después de que unos matones nazis asesinaran a un sargento de policía llamado Friedrich Kuhfeld. Desde entonces no nos enviábamos felicitaciones navideñas.

—He oído hablar del SD, señor —confesé—. Pero no estoy seguro de qué es la RSD.

—La guardia personal de seguridad del Führer. Forma parte del SD, pero no bajo mi mando. Responden directamente ante Himmler.

—Me gustaría llevar conmigo a mi ayudante de investigación criminal en el Alex, señor. Friedrich Korsch. Es un buen hombre. Quizá recuerde que fue de gran ayuda en el caso Weisthor el mes de noviembre pasado. Si resolver este caso es tan urgente como usted dice, tal vez me haga falta un buen ayudante de investigación criminal. Por no hablar de alguien en quien pueda confiar. La historia que tengo en común con Hermann Kaspel se remonta a cuando él era miembro de la Schupo, antes del gobierno de Von Papen. En 1932 era jefe de una célula nazi en la Estación 87, aquí en Berlín, un asunto acerca del que disentíamos.

—¿Por qué será que no me sorprende? —comentó Heydrich—. Pero puede estar tranquilo. Al margen de la antipatía que puedan tenerse, Kaspel cumplirá mis instrucciones al pie de la letra.

—Aun así, señor. Korsch es un detective como es debido. Tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros. Y dos cabezas son mejor que una en un caso urgente como este.

Miró de soslayo a Nebe, quien asintió como respuesta.

—Conozco a Korsch —dijo Nebe—. Es un matón. Aun así, está afiliado al Partido. Quizá llegue a inspector algún día, aunque nunca a comisario.

—A Bormann no le hará ninguna gracia —aseguró Heydrich—, y es posible que tenga que convencer al jefe adjunto del Estado Mayor de que le permita conservar a ese hombre, pero llévelo, sí.

—Otra cosa, señor —añadí—. Dinero. Supongo que necesitaré un poco. Sé que el método probado de la Gestapo es el miedo, pero, con arreglo a mi experiencia, un poco de dinero contante y sonante funciona mejor que la silla candente de Offenburg. Ayuda a soltar las lenguas cuando la gente alcanza a olerlo. Sobre todo, si uno intenta trabajar con discreción. Además, es más fácil llevar dinero que instrumentos de tortura.

—De acuerdo —concedió Heydrich—, pero quiero recibos. Muchos recibos. Y nombres. Si soborna a alguien, quiero saber a quién, para poder volver a usarlo.

—Claro.

Heydrich miró a Nebe.

—¿Tenemos que decirle algo más, Arthur?

—Sí. Kaltenbrunner. No debemos olvidarlo.

Negué con la cabeza. Era otro nombre que no había oído nunca.

—Es el jefe de las SS y la policía en Austria —me explicó Nebe—. Al menos, de manera nominal. También es miembro del Reichstag. Y por lo visto, tiene una casa de campo en Berchtesgaden, justo en la falda de la colina de Obersalzberg. Neumann le facilitará la dirección.

—No es más que un burdo intento de entrar a formar parte del círculo íntimo del Führer —señaló Heydrich—. Aun así, me gustaría saber qué se trae entre manos ese subalterno seboso. Permítame que me explique. Hasta hace poco, Kaltenbrunner y otros trataban de obtener cierta autonomía gubernamental en Austria. No se podía permitir tal cosa. Austria está a punto de desaparecer como concepto político. Prácticamente todas las funciones policiales clave han quedado bajo el control de este ministerio. Dos hombres leales a mí, Franz Huber y Friedrich Polte, han sido nombrados líderes de la Gestapo y el SD en Viena, pero aún está por ver si Kaltenbrunner ha aceptado esta nueva realidad administrativa. De hecho, estoy más o menos convencido de que no lo ha hecho. Así pues, su influencia en Austria hace necesario someterlo a una vigilancia constante. Incluso cuando está en Alemania.

—Creo que me hago una idea. Quiere que busque trapos sucios sobre él. Si es que los hay.

—Los hay —aseguró Heydrich—. Desde luego que los hay.

—Kaltenbrunner tiene esposa —explicó Nebe—. Elisabeth.

—Eso no parece muy turbio.

—También disfruta de los favores de dos aristócratas de la Alta Austria.

—Ah.

—Una de ellas es la condesa Gisela von Westarp —continuó Heydrich—. No está claro si algunos de sus encuentros tienen lugar en la casa de Berchtesgaden, pero, de ser así, es obvio que el Führer no lo vería con buenos ojos. Por eso quiero saberlo. Hitler da mucha importancia a los valores familiares y la moralidad personal de los altos cargos del Partido. Averigüe si esa tal Gisela von Westarp pone alguna vez los pies en la casa de Berchtesgaden. También si va por allí alguna otra mujer. Sus nombres. Algo semejante no debería eludir su capacidad de investigación. Antes se ganaba la vida así, ¿no? Como detective privado, uno de esos hombrecillos rastreros que husmean por pasillos de hotel y observan a través de mirillas en busca de pruebas de adulterio.

—Viéndolo en perspectiva, no era tan rastrero —repliqué—. De hecho, disfrutaba husmeando por los pasillos de los hoteles. Sobre todo, los buenos hoteles, como el Adlon, donde hay moquetas bien gruesas. Sientan mejor a los pies que hacer el paso de la oca en una plaza de armas. Y siempre hay un bar a mano.

—Entonces, debería resultarle fácil. Y ahora, puede retirarse.

Torcí el gesto y me puse en pie.

—¿Algo le parece gracioso? —preguntó Heydrich.

—Solo era una cosa que dijo Goethe. Que todo es difícil antes de ser fácil. —Me levanté y fui a la puerta, pero no sin antes cabecear en dirección a Paul Werner—.Tal vez no tenga un doctorado. Uno de verdad. Pero sí que leo, Paul. Sí que leo.

Azul de Prusia

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