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15 ABRIL DE 1939

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Había dejado de nevar y parecía que la noche estuviera conteniendo la respiración. El aliento me ondeaba ante la cara como una nube encima de una de las cumbres. Incluso de noche era un lugar mágico y hermoso, pero, como ocurría con todas las historias que tenían que ver con la magia en Alemania, siempre tenía la sensación de que mis pulmones y mi hígado ya estaban en el menú de alguien, que, detrás de las cortinas de encaje de alguna de esas casitas de madera tan pintorescas, un cazador local afilaba el hacha y se disponía a ejecutar la orden de matarme con discreción. Me estremecí y, con la Leica todavía entre las manos, me subí el cuello del abrigo y pensé que ojalá hubiera pedido también un par de guantes calentitos. Decidí añadir los guantes a la lista de requisitos. Bormann —el Señor de Obersalzberg, como lo había llamado Kaspel— parecía dispuesto a concederme prácticamente todo lo demás. Kaspel me abrió la portezuela del coche con gesto amable. Su actitud era ahora radicalmente diferente de la del hombre que había encontrado una o dos horas antes. Ya estaba claro que había cambiado mucho desde que dejó la policía de Berlín. Los nazis podían causarle ese efecto a un hombre, aunque fuera nazi. Casi estaba empezando a tomarle afecto.

—¿Cómo es Heydrich? —me preguntó.

—¿No ha coincidido con él?

—De pasada. Pero no lo conozco. Respondo directamente ante Neumann.

—Yo he estado con el general varias veces. Es inteligente y peligroso, eso es. Trabajo para él porque no me queda otra. Creo que hasta Himmler le tiene miedo. Yo sé que se lo tengo. Por eso sigo vivo.

—Pasa lo mismo en todas partes. Si acaso, es peor aquí que en Berlín.

—Explíquese.

Hizo una mueca de dolor.

—Hum. No sé, Gunther. Somos chicos Bolle de Pankow y todo eso, sí. Y quiero ayudarlo y ayudar al general. Pero creo que los dos sabemos que hay cosas de las que no podemos ni debemos hablar. Por eso sigo vivo. No solo los empleados de P&Z tienen accidentes. Y si eso no da resultado, el campo de concentración de Dachau está a menos de doscientos kilómetros de aquí.

—Me alegra que mencione Dachau, Hermann. Hace tres años, Heydrich me envió en busca de un hombre que estaba internado allí, un tal Kurt Mutschmann. Eso me obligó a hacerme pasar por preso del campo. Pero después de unas semanas, ya no tenía la sensación de fingir. No conseguí salir de allí hasta haber localizado a Mutschmann, y ni un momento antes. A Heydrich le pareció muy divertido. Pero a mí no. Mire, creo que usted sabe que no soy nazi. A él le soy útil porque no antepongo la política al sentido común; nada más. Porque se me da bien lo que hago, aunque ojalá no fuera así.

—De acuerdo. Me parece muy bien. —Kaspel arrancó el coche—. Vamos a ver. Esto no es el armonioso idilio rural que le ha descrito Martin Bormann, Gunther. Ni es popular el Führer por aquí, a pesar de todas las banderas y los murales nazis. Muy al contrario. Toda la montaña de Hitler está surcada de túneles en desuso y antiguas minas de sal. De ahí viene el nombre de la montaña, claro. De la sal. Pero la geología local es una muy buena metáfora de cómo está la situación en Obersalzberg y Berchtesgaden. Nada es lo que parece a primera vista. Nada. Y bajo la superficie..., bueno, aquí no está ocurriendo nada bonito.

Hermann Kaspel condujo el coche siguiendo el curso del río y nos llevó montaña arriba de regreso al Berghof. Era una carretera sinuosa, pero a la luz de la luna no tardamos en encontrar una cuadrilla de obreros atareados en ensancharla para facilitar el acceso a cualquier posible visitante de Hitler. Casi todos llevaban el sombrero y la gruesa chaqueta tradicionales del Tirol, y uno o dos hicieron el saludo hitleriano a nuestro paso. Kaspel respondió, pero sus expresiones eran ariscas y recelosas.

—En verano hay hasta trescientos o cuatrocientos obreros como esos por aquí —explicó Kaspel—. Pero ahora mismo solo hay más o menos la mitad. La mayoría se aloja en campos de trabajo locales en Alpenglühen, Teugelbrunn y Remerfeld. Pero no cometa el error de pensar que son hombres obligados a desempeñar este trabajo. Créame, no lo son. Es verdad que al principio las oficinas de empleo austriacas tenían órdenes de enviar a todos los obreros disponibles a este lugar. Los hombres que enviaban eran del todo inadecuados para trabajar en los Alpes: empleados de hotel, peluqueros o artistas. Muchos enfermaban. Así que ahora solo se da trabajo a bávaros de la zona, hombres con experiencia de trabajo en la montaña. Aun así, hemos tenido muchos problemas en los campos de trabajo. Alcohol, droga y apuestas. Peleas por dinero. Las SS locales tienen que emplearse a fondo para mantener el orden con algunos de estos tipos. Así y todo, no hay problemas para conseguir trabajadores. Estos obreros de la Administración de Obersalzberg están muy bien pagados. De hecho, hacen jornada triple. Y ese no es el único incentivo. El trabajo de construcción en esta zona ha sido declarado por Bormann «empleo de reserva». En otras palabras, si uno trabaja en la montaña de Hitler, no tiene que cumplir servicio en las fuerzas armadas. Eso es un gran aliciente ahora mismo, máxime teniendo en cuenta que todo el mundo cree que habrá otra guerra. Así pues, ya puede imaginar que los voluntarios no escasean. A pesar de todo eso, el trabajo de construcción es muy peligroso aquí arriba. Incluso en verano. A menudo se provocan explosiones, como la que oyó antes, para abrir túneles a través de las montañas, y ha habido muchos accidentes. Accidentes mortales. Hombres enterrados vivos. Hombres que caen de las cumbres. Hace solo tres días se produjo una gran avalancha que mató a varios obreros. Luego hay constantes demoras provocadas por la presencia habitual de Hitler en la zona: le gusta dormir hasta tarde y no le gusta el ruido de las obras. Eso significa que cuando se trabaja hay que hacerlo las veinticuatro horas del día. Dios sabe cuántos hombres murieron construyendo ese puto salón de té del Kehlstein; se corrieron riesgos considerables a fin de que estuviera listo para el día en que cumpliera cincuenta años. Así pues, por aquí hay muchas más viudas de las que debería. Eso ha provocado mucho resentimiento en Berchtesgaden y los alrededores. Sea como sea, Flex trabajaba para P&Z. Y el mero hecho de trabajar en esa empresa podría ser, a juicio de más de uno, un probable móvil para el asesinato.

»Pero hay otro. El gobierno ha expropiado prácticamente todas las casas y granjas que ve en la montaña. La casa de Göring. La granja de Bormann. La que sea. En 1933, todas las casas de la montaña estaban en manos de particulares. Hoy apenas queda ninguna que no sea propiedad del gobierno alemán. Es lo que podría llamarse fascismo inmobiliario, y funciona así. Alguien del gobierno que cuenta con el favor de Hitler o Bormann necesita una casa bonita para estar cerca del Führer. Entonces Bormann propone comprarle esa casa a su propietario bávaro. Cabría imaginar que, con tan pocas casas como quedan en manos de particulares, el mercado es propicio para los que venden y se podrían obtener precios elevados. Nada de eso. Bormann siempre ofrece una suma por debajo del precio de mercado, y Dios no quiera que alguien rechace su primera oferta. Si lo hace, ocurre lo siguiente. Las SS aparecen como por arte de magia, bloquean el sendero de acceso y retiran el tejado. No le exagero. Si aun así el propietario no quiere vendérsela al gobierno, bien podría acabar en Dachau por algún motivo inventado, a menos que cambie de opinión.

»Por ejemplo, Villa Bechstein, donde usted se aloja, Gunther. Antes era propiedad de una ferviente partidaria de Hitler. Ella le regaló un flamante coche cuando salió de la cárcel de Landsberg, por no hablar de un bonito piano nuevo para su casa, y es probable que una cantidad considerable de dinero por añadidura. Pero nada de eso importó cuando el Señor de Obersalzberg decidió que quería su casa para los vips nazis. Se vio obligada a venderla como todos los demás. Y por un precio de risa. Así recompensa Hitler a sus amigos. La historia del Türken Inn es similar. El caso es que la ciudad de Berchtesgaden está llena de casitas ocupadas por bávaros de la región que antes eran propietarios de casas más grandes en la montaña de Hitler. Y todas esas personas odian con saña a Martin Bormann. Para distanciarse de tanto resentimiento, a veces Bormann recurre a un tipo llamado Bruno Schenk que entrega sus órdenes de expropiación. O, más a menudo, a un hombre de Bruno Schenk: Karl Flex. ¿Quiere un móvil para el asesinato? Ahí lo tiene. Uno excelente. Bruno Schenk y Karl Flex eran dos de los tipos más detestados de la región. Si alguien se merecía un balazo en la cabeza eran ellos, o el ayudante de Bormann, Wilhelm Zander, a quien ya conoció en el Kehlstein. Y eso significa que va a tener un problema de mil demonios para resolver este caso sin herir la susceptibilidad de Martin Bormann. En mi opinión, aquí la corrupción llega mucho más hondo. Quizá recorre la montaña de punta a punta, si sabe a qué me refiero. Igual alcanza hasta al propio Hitler. No me sorprendería que el Führer se esté llevando su diez por ciento de todo, porque Bormann, desde luego, lo hace. Incluso de la tienda del Türken donde los de las SS compran el tabaco y las postales. En serio. Bormann siempre sigue el ejemplo de Hitler, y apostaría a que fue Hitler quien lo incitó a montar este chanchullo para sacarse un dinerito.

»Pero no son meras especulaciones infundadas. Déjeme que le cuente una historia que pocos conocen acerca de la casa que compró Hitler. La Haus Wachenfeld, lo que ahora llamamos el Berghof, en la que se han gastado muchos millones más. Por supuesto, viene aquí desde 1923, después del Putsch, cuando apenas podía permitirse otra cosa que alquilar una habitación en la Haus Wachenfeld. Pero en 1928, cuando su situación empezó a mejorar, pudo alquilarle la casa entera a la propietaria, una viuda de Hamburgo que se llamaba Margarete Winter. Para 1932, Hitler se había hecho rico con las ventas de su libro, conque decidió hacerle a la viuda una oferta para comprar la vivienda. Como ella vivía en Hamburgo, no podía presionarla demasiado para que aceptase venderla y, a decir de todos, ella no quería hacerlo. Pero andaba escasa de dinero. Su marido había perdido casi todo su capital en la crisis de 1929, y se había visto obligado a vender su fábrica de cuero. Unos judíos locales la compraron a precio de saldo. La viuda odiaba a esos judíos más incluso que la idea de que Hitler la obligara a abandonar su casa en Obersalzberg. Así pues, ella le propuso un trato. Le vendería la casa a Hitler por 175.000 marcos imperiales si también le hacía un favor. Al día siguiente, un rayo alcanzó esa misma fábrica de cuero. Ardió hasta los cimientos, aunque parece mucho más probable que no fuera la Madre Naturaleza quien la destruyó sino unos miembros locales de las SA. Por orden personal de Hitler. Es una historia real, Gunther. Así que ya ve: Hitler siempre se sale con la suya, o bien por las buenas o bien por las malas. Y Martin Bormann hace más o menos lo mismo.

—Entonces, si lo he entendido bien, Hermann, la mitad de la gente con la que hable no me dirá nada porque le tiene miedo a Bormann. Y la otra mitad no me dirá nada porque quiere que el asesino salga impune. Porque cree que Karl Flex se lo tenía merecido. De sobra.

Kaspel sonrió.

—Es una descripción bastante acertada de su labor investigadora, sí. Tendrá que sostener las cartas tan cerca del pecho que le hará falta suerte para ver de qué palo son.

—Heydrich quería que buscara algún trapo sucio sobre Bormann. Me da la impresión de que eso podría ser lo que quería. ¿Le ha contado usted algo al respecto?

—No. Pero nada de esto le parecerá una gran sorpresa a Heydrich. Fue Bormann quien ayudó al propio Himmler a comprar su casa, que no está en Obersalzberg sino en Schönau, a unos quince minutos de aquí. El Schneewinkellehen. Antes era propiedad de Sigmund Freud. A ver cómo se explica eso. Sea como sea, está claro que Heydrich no va a reprender a Bormann por hacer algo que ha hecho su propio jefe.

—No le falta razón. Me pidió que averiguara qué hay de cierto en el rumor de que a Bormann lo está chantajeando su propio hermano. Supongo que Heydrich quiere saber qué información tiene Albert sobre su hermano para poder chantajearlo también.

—Pues no sé lo que puede ser. Lo único que sé es que Albert Bormann tiene enchufe con Adolf Hitler. Y eso significa que aquí es casi tan poderoso como Martin Bormann. Hay que reconocérselo a Hitler: sabe muy bien cómo dividir y vencer.

Nos detuvimos en un control y una vez más presentamos nuestras credenciales a un guardia de las SS helado de frío. El reflector que iluminaba nuestro coche también me permitió ver el tamaño de la valla de seguridad.

—No debe de ser muy fácil saltar eso —señalé—. Y menos con un rifle en la mano.

—Esa valla tiene diez kilómetros —dijo Kaspel—. Con treinta puertas distintas, todas ellas dotadas de cerradura de seguridad ZeissIkon. Pero a menudo la valla sufre daños debido a los aludes de rocas, las avalanchas y..., bueno, los sabotajes. Incluso cuando está en buen estado, esta valla que rodea la zona no pinta una mierda. Ah, tiene buen aspecto, proporciona cierta protección a la carretera y supongo que da sensación de seguridad a Hitler, pero en la RSD todos saben que, con tantos túneles y minas de sal privadas, muchos vecinos de la zona pueden ir y venir a su antojo dentro del perímetro. Y más aún, lo hacen. El interior de nuestra montaña es como un queso suizo, Gunther. Hitler prohibió por completo la caza detrás de la valla que marca el perímetro porque le encantan los animalillos peludos, pero eso no impide que aquí la gente cace con total impunidad. Las mejores piezas que pueden cobrarse en la zona están en el Territorio del Führer, y lo más probable es que el tirador fuera algún campesino local que accedió a la zona por el túnel de una antigua mina de sal que su familia retorcida y endogámica usa desde hace cientos de años. Probablemente quería abatir un par de conejos o un ciervo, pero acabó cobrándose una rata.

—Gracias por decírmelo, Hermann. Aprecio su sinceridad. —Sonreí—. Un paisaje precioso, un cadáver, un montón de mentiras y un poli idiota. Solo nos hace falta una chica bonita y un gordo y diría, sin temor a equivocarme, que tenemos todos los ingredientes para una comedia de Mack Sennett. Por eso estoy aquí en Obersalzberg, supongo. Porque al Todopoderoso le gusta partirse de risa. Sé de lo que hablo, se lo aseguro. Dicen que en este mundo hay misericordia y clemencia, solo que no las veo, porque con esta vida de mierda tan jodida y accidentada que me ha caído en suerte, llevo divirtiendo a Dios Padre que está en los cielos desde 1933. A decir verdad, empiezo a tener ganas de que se le atragante la risa.

Kaspel frunció los labios y meneó la cabeza.

—El caso es que he estado devanándome los sesos en busca del motivo por el que el general Heydrich lo ha enviado aquí a Obersalzberg, Gunther. Y quizá empiezo a vislumbrarlo. Es posible que posea usted un espíritu más sombrío que cualquiera de nosotros.

—¿Hermann? Hace mucho tiempo que está ausente de Berlín. ¿Nunca se pregunta por qué el oso en nuestro escudo de armas es negro? Pues porque está harto de todo, por eso. En Berlín todo el mundo es como yo. Por eso a todos los demás alemanes les gusta tanto esa ciudad.

Azul de Prusia

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