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17 ABRIL DE 1939

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En el enmaderado de la galería en la segunda planta del Berghof no encontramos un solo proyectil: para cuando se hizo de día, ya habíamos hallado cuatro. Antes de extraer esas balas con mi navaja Boker, marqué sus posiciones con trozos de cinta Lohmann y después las fotografié. Estaba empezando a pensar que ojalá hubiera solicitado un fotógrafo además de la Leica, pero lo cierto era que esperaba quedarme con la cámara cuando el caso hubiera terminado y venderla de vuelta a Berlín. Cuando trabajas para ladrones y asesinos, algo se te pega de vez en cuando.

Desde la galería de la segunda planta del Berghof se veía con claridad por qué había elegido Hitler justo ese lugar para vivir. La vista desde la casa era impresionante. Era imposible contemplar ese paisaje de Berchtesgaden y el Untersberg detrás sin oír una trompa alpina o un sencillo cencerro. Sin embargo, a Wagner no. Al menos, no en mi caso. Prefiero con mucho un cencerro al sumo sacerdote del germanismo. Además, un cencerro solo tiene una nota, lo que le sienta mucho mejor al trasero que cinco horas en una sala de conciertos en el Festival de Bayreuth. A decir verdad, pasé muy poco tiempo admirando la vista de postal desde la montaña de Hitler; cuanto antes me largara de allí y volviera al aire azulado de los tubos de escape de Berlín, mejor. Así pues, mientras Hermann Kaspel sujetaba un extremo de la cinta métrica en lo alto de la escalera, retrocedí hasta el antepecho que había al borde de la terraza y el lugar donde Flex había recibido el disparo, y coloqué la varilla a modo de rifle siguiendo el mismo ángulo descendente.

—¿No le parece que el extremo de esta varilla apunta hacia esas luces al oeste de aquí? —le pregunté a Kaspel.

—Sí.

—¿Qué es ese edificio?

—Lo más probable es que sea Villa Bechstein. El lugar donde ahora se aloja su ayudante.

—Sí, me había olvidado de Korsch. Espero que haya dormido mejor que yo. —Miré el reloj de muñeca. Eran casi las siete. Llevaba siete horas en Obersalzberg y tenía la sensación de que solo habían pasado siete minutos. Supongo que era por la metanfetamina. Por supuesto, sabía que tendría que tomar más, y pronto—. Bueno, no tardaremos en averiguarlo. Porque vamos a ir allí en cuanto hayamos desayunado en el comedor del Führer. A Villa Bechstein. Korsch puede ir en busca de un experto en balística que les eche un vistazo a estos proyectiles y nos diga algo más mientras yo deshago el equipaje y me lavo los dientes. Igual hasta revelo este carrete.

Kaspel bajó de la escalera y me siguió a través del jardín de invierno y el Gran Salón hasta el comedor, donde había paneles de pino nudoso por doquier y una vitrina empotrada que albergaba piezas diversas de porcelana de aire selecto con filigranas de dragones. Ojalá fueran dragones de los que escupían fuego, porque, pese a todos sus aires de grandeza, la habitación estaba helada. Había dos mesas, una redonda más pequeña en una ventana salediza dispuesta para seis comensales y otra rectangular más grande con dieciséis servicios. Kaspel y yo nos dirigimos a la mesa más pequeña, nos quitamos los abrigos, arrimamos dos butacas de cuero rojo terracota y nos sentamos. Sin pensarlo, dejé el paquete de tabaco encima del mantel. De alguna parte llegaba un aroma a café recién hecho.

—¿En serio? —preguntó Kaspel.

—Lo siento. Había olvidado nuestras órdenes.

Me apresuré a retirar el tabaco de la mesa, segundos antes de que apareciera en el comedor un camarero con guantes blancos, como si hubiera salido de una lámpara de latón para concedernos tres deseos. Aunque yo tenía muchos más que tres.

—Café —dije—. Mucho café caliente. Y quesos, quesos a mansalva. Y carne también. Huevos pasados por agua, pescado ahumado, miel, pan en abundancia y más café bien caliente. No sé usted, Hermann, pero yo me muero de hambre.

El camarero hizo una inclinación de cortesía y fue a por nuestro desayuno alemán. Tenía muchas esperanzas puestas en la cocina del Berghof: si no se podía tomar un buen desayuno alemán en casa de Hitler, entonces no había nada que hacer.

—No —dijo Kaspel—. Me refería a si iba en serio lo de investigar Villa Bechstein. Ese sitio está reservado a vips nazis.

—¿Eso soy yo? Qué curioso. Nunca me lo había planteado así.

—Lo han alojado allí porque es el lugar más cercano al Berghof donde no vive otra gente. Para que no tenga que venir de muy lejos.

—Qué amabilidad por su parte.

—No creo que Bormann se planteara la posibilidad de que buscase usted al tirador en Villa Bechstein. El adjunto del Führer, el mismísimo Rudolf Hess, debería llegar en cualquier momento.

—¿No tiene una casa propia?

—Todavía no. Y la verdad es que a Hess no le gusta demasiado este lugar. Incluso se trae su propia comida. Así que no viene muy a menudo. Pero cuando viene, se aloja siempre en la villa, con sus perros.

—No soy muy quisquilloso con mis compañeros de alojamiento. Ni con lo que como, siempre y cuando sea abundante. —Miré en torno: el comedor me desagradaba tanto como el Gran Salón. Era como estar dentro de una cáscara de nuez—. Supongo que esta debe de ser el ala nueva.

—A Bormann no le hará ninguna gracia.

—Ya nos ocuparemos de eso en su debido momento.

—No, en serio, Bernie. Las relaciones entre Bormann y Hess ya son tensas. Si empezamos a meter las narices en Villa Bechstein, es probable que Hess lo interprete como un intento de socavar su autoridad de adjunto del Führer.

—Bormann se sulfurará aún más si no atrapamos a ese tirador, y pronto. Mire, Hermann, ya ha visto dónde estaban esas balas. Son los ángulos con los que tenemos que trabajar. Igual que en el billar. Quizá algún empleado no le tenía mucho aprecio a Flex. Quién sabe, tal vez el mayordomo se aburrió y sacó un rifle por la ventana del dormitorio principal para ver a quién podía alcanzar en la terraza. Siempre considero al mayordomo sospechoso de asesinato. Por lo general, tienen algo que ocultar.

Llegó el café y saqué el tabaco de nuevo antes de guardarlo... de nuevo. Solo cuando una costumbre propia les molesta a los demás se da uno cuenta de hasta qué punto es un vicio. Así pues, me tomé un par de comprimidos de Pervitín con el café y me mordí el labio.

—¿Qué pasa con la gente que fuma en esta puta casa? —pregunté—. En serio. ¿Los envían a Dachau, o sencillamente los lanzan desde la Roca Tarpeya unos lugareños ciegos de meta?

—Deme un par de pastillas —dijo Kaspel—. Empiezo a estar de bajón. Y creo que tendré que seguir alerta un buen rato.

—Podría ser. —Dejé las cuatro balas deformadas encima del mantel. Parecían dientes salidos del macuto de un hechicero. ¿Quién sabe? Igual me permitirían adivinar el nombre del asesino de Flex. Cosas más raras se habían visto en el laboratorio de balística del Alex—. En un cargador estándar de rifle hay cinco balas —señalé—. Eso significa que o bien nuestro asesino disparó contra Karl Flex cuatro veces y falló, o bien intentó abatir a más de un hombre en la terraza. Pero ¿cómo es que nadie oyó nada? Si los disparos llegaron de algún lugar tan próximo como Villa Bechstein, alguien tuvo que oírlos cuando se produjeron. Se supone que estamos en una zona de seguridad.

—Ya oyó la explosión —repuso Kaspel—. La que provocaron los obreros. Y, sobre todo a primera hora de la mañana, suelen efectuarse disparos para provocar pequeñas avalanchas en el Hoher Göll, a fin de evitar otras mayores. Así que cabe la posibilidad de que alguien oyera un estallido y lo relacionara con una avalancha. Asimismo, en Berchtesgaden hay numerosos clubes de recreación histórica formados por tiradores a quienes les gusta reunirse los días festivos y disparar antiguas armas de pólvora negra. Trabucos y pistolas de los dragones. Lo hacen a la menor oportunidad. Lo cierto es que hemos intentado poner fin a esa práctica, pero no ha servido de nada. No hacen ni caso.

El camarero regresó con una enorme bandeja de desayuno en la que había un buen pedazo de un panal, todavía unido a la bandeja de madera que habían sacado de la colmena. Al verlo, dejé escapar un gemido de emoción infantil. Hacía tiempo que nadie veía miel en Berlín.

—Dios mío, esto sí que es un lujo —exclamé—. Nunca he podido resistirme a un panal de miel, ya desde que era niño.

Antes incluso de que el camarero lo hubiera dispuesto todo sobre la mesa, arranqué un trozo, retiré la cobertura de cera de abeja con el cuchillo y empecé a succionar la miel con fruición.

—¿Es de por aquí? —Miré la etiqueta en el lateral de la bandeja de madera—. Miel del colmenar del mismísimo Führer en Landlerwald. ¿Dónde cae eso?

—En la otra ladera del Kehlstein —respondió Kaspel—. El jefe adjunto del Estado Mayor es un experto en agricultura. Esa es la formación de Bormann. Estudió para ser administrador de fincas. Gutshof es una granja que suministra toda clase de productos al Berghof. Cuando vamos montaña arriba, la casa principal de la granja queda a nuestra izquierda. Hay ochenta hectáreas de tierra de cultivo, todo en torno a la montaña.

—Empiezo a ver por qué al Führer le gusta tanto esto. También tendrá que hablar con alguien del colmenar.

—Hablaré con Kannenberg —dijo Kaspel—. Él lo arreglará con Hayer, el tipo que está a cargo de todo en el Landlerwald. Pero ¿por qué?

—Digamos que tengo una mosca detrás de la oreja, o más bien una abeja.

No mucho después de haber terminado de desayunar, aparecieron varios hombres de los que habían estado en la terraza cuando abatieron a Flex. Freda Kannenberg se me acercó y me dijo que «los ingenieros» me esperaban en el Gran Salón.

—¿Cuántos son?

—Ocho.

—¿Es probable que venga alguien más a desayunar aquí?

—No —contestó—. Frau Braun suele desayunar en su habitación del piso de arriba, con su amiga. Y Frau Troost no desayuna nunca.

—Muy bien —le dije a Freda—, los recibiré aquí. De uno en uno.

—Le diré al camarero que traiga más café recién hecho.

Azul de Prusia

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