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2 OCTUBRE DE 1956

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Una vez calculé que la Gestapo había utilizado menos de cincuenta mil agentes para tener vigilados a ochenta millones de alemanes, pero, por lo que había leído sobre la RDA, la Stasi empleaba al menos el doble de esa cifra —por no hablar de los informantes civiles o aspirantes a espía que, según los rumores, alcanzaban un diez por ciento de la población— para echar un ojo a solo diecisiete millones de alemanes. Como director adjunto de la Stasi, Erich Mielke era uno de los hombres más poderosos de la RDA. Y como cabría esperar de un hombre semejante, ya había anticipado todas las objeciones que pondría yo a una misión tan desagradable como la que había descrito y estaba dispuesto a discutirlas con la fuerza bruta de quien está acostumbrado a salirse con la suya en careos con personas igualmente autoritarias y enérgicas. Tenía la sensación de que Mielke habría sido capaz de cogerme por el cuello o golpearme la cabeza contra la mesa y, como es natural, la violencia era una parte vital de su carácter; cuando era un joven delegado comunista en Berlín había participado en el infame asesinato de dos agentes de uniforme.

—No, no fume —dijo—, limítese a escuchar. Esta es una buena oportunidad para usted, Gunther. Puede ganar dinero, obtener un nuevo pasaporte, un pasaporte genuino de Alemania Occidental, con un nombre distinto y la ocasión de volver a empezar en alguna parte, y, lo más importante de todo, puede hacerle pagar a Anne French, con intereses, por haberlo tratado tan despiadadamente.

—Solo porque usted le dijo que lo hiciera. ¿No es así? Fue usted quien la incitó.

—Yo no le dije que se acostara con usted. Eso fue idea de ella. En cualquier caso, jugó con usted y lo manipuló, Gunther. Pero eso ahora carece de importancia, ¿verdad? Se enamoró de ella hasta las trancas, ¿no?

—Salta a la vista lo que tienen los dos en común. Carecen por completo de principios.

—Es verdad. Aunque en el caso de Anne era también una de las mejores embusteras que he conocido. Me refiero a que era un auténtico caso patológico. Lo cierto es que no creo que supiera cuando mentía y cuando decía la verdad. Aunque no creo que le importara mucho la inmoralidad del subterfugio. Siempre y cuando fuera capaz de mantener esa sonrisa serena y satisfacer su codicia de posesiones materiales. Se las ingenió para creerse que no lo hacía por dinero; lo irónico es que estaba convencida de tener firmes principios. Y eso la convertía en una espía ideal. Aunque, en realidad, nada de esta historia previa importa un carajo.

»Lo importante, al menos para mí, es que ahora alguien tiene que matarla. Me temo que al MI5 le sorprendería mucho que, como mínimo, no intentáramos asesinarla. Y, tal como yo lo veo, ese alguien bien podría ser usted. No es que no haya matado antes a otros, ¿verdad? A Hennig, por ejemplo. Bueno, tuvo que ser usted quien le metió un balazo y lo arregló todo para dar la impresión de que lo había hecho ella.

Mielke hizo una pausa cuando llegó nuestra carne y retiraron la langosta a medio comer.

—Ya la cortamos nosotros mismos —le dijo al camarero sin miramientos—. Y tráiganos una botella de su mejor Burdeos. Decantado, eso sí. Pero quiero ver la botella de la que sale, ¿de acuerdo? Y el corcho.

—No se fía de nadie, ¿eh?

—Es una de las razones por las que llevo vivo tanto tiempo. —Cuando el camarero se hubo ido, Mielke cortó el Chateaubriand en dos, se ayudó del tenedor para servirse una generosa mitad en el plato, y dejó escapar una risilla—. Pero también me cuido, ¿sabe? No fumo, no bebo mucho y me gusta mantenerme en forma, porque en el fondo me crie a fuerza de peleas callejeras. Aun así, me parece que la gente se muestra más predispuesta a escuchar a un policía que tiene aspecto de poder cuidar de sí mismo que a uno que no lo tiene. No creería la cantidad de veces que he tenido que intimidar a gente en el Comité Central del Partido Socialista Unificado. Le juro que me tiene miedo hasta Walter Ulbricht.

—¿Así se considera usted ahora, Erich? ¿Un policía?

—¿Por qué no? Es lo que soy. Pero ¿qué más le da eso a un hombre como usted, Gunther? Usted, que fue miembro de la Kripo y del Servicio de Inteligencia de las SS durante casi veinte años. Algunos de esos hombres ante quienes respondía eran los peores criminales de la historia: Heydrich. Himmler. Nebe. Y trabajó para todos ellos. —Meneó la cabeza, exasperado—. El caso es que algún día revisaré su historial de la Oficina de Seguridad Central del Reich para ver qué crímenes perpetró, Gunther. Me da en la nariz que ni por asomo está usted tan limpio como quiere dar a entender. Así que no finjamos que nos separa un abismo de superioridad moral. Ambos hemos hecho cosas que nos gustaría no haber hecho. Pero aquí estamos.

Mielke guardó silencio mientras cortaba la carne en cuadros más pequeños.

—Dicho todo eso, no olvido que fue usted quien me salvó la vida, en dos ocasiones.

—Tres —señalé con amargura.

—Ah, ¿sí? Es posible. Bueno, como decía. Lo de matarla. Es una buena oportunidad para usted. Para empezar de nuevo. Una oportunidad de volver a Alemania y alejarse de este lugar irrelevante en los márgenes de Europa donde, a decir verdad, un hombre de su talento se desperdicia. Supongo que es usted lo bastante listo como para entenderlo.

Mielke se llevó un cuadrado de carne a la bocaza y se puso a masticar con furia.

—¿Acaso se lo discuto? —dije.

—No. No discute, por una vez. Cosa que es extraña de por sí.

Me encogí de hombros.

—Estoy dispuesto a hacer lo que me pide, general. Estoy sin blanca. No tengo amigos. Vivo solo en un apartamento que no es mucho más grande que una nasa para pescar langostas, y tengo un empleo que está a punto de echar el cierre por el parón invernal. Echo de menos Alemania. Dios, echo de menos hasta el clima. Si matar a Anne French es el precio que debo pagar para recuperar mi vida, estoy más que dispuesto a hacerlo.

—Nunca se ha dejado influir fácilmente, Gunther. Voy a ser sincero. Esperaba más oposición. Quizá odia a Anne French más de lo que yo creía. Quizá en realidad quiera matarla. Pero el caso es que con estar dispuesto no basta. Tiene que ir a Inglaterra y matarla.

El camarero regresó con una licorera llena de vino tinto y la dejó en la mesa delante de nosotros. Mielke la cogió, olió el corcho y luego aprobó con un gesto de cabeza la botella vacía de Château Mouton Rothschild que le habían dado a inspeccionar.

—Pruébelo —me dijo.

Lo probé y, como era de prever, era tan bueno como el blanco que había estado bebiendo; quizá mejor. Le dirigí también un cabeceo.

—Pues lo cierto es que sí, la odio —reconocí—. Mucho más de lo que esperaba odiarla. Y sí, la mataré. Pero si no le importa, me gustaría saber un poco más acerca de su plan.

—Mis hombres se reunirán con usted en la estación de ferrocarril de Niza, donde le darán un pasaporte nuevo, algo de dinero y un billete en el Tren Azul a París. De allí puede hacer transbordo al Flecha de Oro hasta Calais y, después, a Londres. A su llegada lo recibirán otros de mis hombres. Le darán más instrucciones y lo acompañarán en su misión.

—¿Anne está viviendo allí, en Londres?

—No, vive en un pueblo en la costa meridional de Inglaterra. Está intentando que no la extraditen, aunque sin mucho éxito. Da la impresión de que el MI5 la ha dejado en la estacada. Mis hombres le facilitarán un diario detallado de los movimientos de esa mujer para que pueda encontrársela de manera accidental, e invitarla a tomar una copa.

—¿Y si no quiere volver a quedar conmigo? Nuestra relación no era precisamente buena cuando nos separamos.

—Convénzala. Use un arma si es necesario. Le daremos un arma. Pero hágala ir con usted. A algún lugar público. Así se mostrará más confiada.

—No acabo de entenderlo. ¿Quiere que le pegue un tiro?

—Dios santo, no. Lo último que deseo es que lo detengan y se lo cuente todo a los británicos. Tiene que estar muy lejos de Anne French cuando ella muera. Con suerte, estará otra vez en Alemania para cuando eso ocurra. Viviendo con una nueva identidad. Eso le gustaría, ¿verdad?

—Entonces, qué, ¿tengo que echarle veneno en el té?

—Sí. El veneno es siempre lo mejor en estas situaciones. Algo lento que no deje mucho rastro. Recientemente hemos estado usando talio. Es un arma homicida formidable, de verdad. Es incoloro, inodoro e insípido y tarda al menos uno o dos días en hacer efecto. Pero cuando lo hace, es devastador. —Mielke sonrió con crueldad—. ¿Qué sabe usted si ha ingerido un poco en ese vino que está saboreando? Quiero decir que no se habría dado cuenta de ser así. Podría haberle encargado al camarero que echara esa sustancia en la licorera, razón por la que le he dejado probarla sin catarla yo. ¿Ve qué fácil es?

Lancé una mirada incómoda a la copa de Mouton Rothschild y apreté el puño sobre la mesa.

A todas luces, Mielke disfrutaba de mi evidente malestar.

—Al principio, ella creerá que tiene el estómago revuelto. Y después, bueno, es una muerte muy lenta y dolorosa, como seguro que le alegrará saber. Vomitará durante un par de días, y a continuación vendrán las convulsiones extremas y los dolores musculares. Después sobrevendrá un cambio de personalidad absoluto, con alucinaciones y ansiedad; por último, alopecia, ceguera y un dolor pectoral agónico, y luego el fin. Se desea que llegue. Es un infierno en vida, se lo aseguro. La muerte, cuando se acerque, le parecerá una bendición.

—¿Hay antídoto? —Yo seguía con un ojo puesto en el vino que había bebido, preguntándome qué parte de lo que me había contado Mielke sería verdad.

—Tengo entendido que el azul de Prusia, administrado por vía oral, es un antídoto.

—¿La pintura?

—En efecto, sí. El azul de Prusia es un pigmento sintético que funciona por dispersión coloidal, intercambio de iones o algo por el estilo. No soy químico. Sea como sea, creo que es uno de esos antídotos que es solo ligeramente menos doloroso que el veneno, y lo más probable es que cuando los médicos ingleses se den cuenta de que la pobre Anne French ha sido envenenada con talio e intenten suministrarle azul de Prusia, ya será demasiado tarde para ella.

—Dios —mascullé, y cogí el paquete de tabaco. Me puse un cigarrillo en la boca. Estaba a punto de encenderlo cuando Mielke me lo arrebató y lo tiró a una maceta sin disculparse.

—Pero como digo, para cuando ella haya muerto, usted ya estará a salvo en Alemania Occidental. Solo que no en Berlín. No me sirve de nada en Berlín, Gunther. Allí lo conoce mucha gente. Creo que Bonn o quizá Hamburgo serían más convenientes. Y lo que es más importante, me convendría que fuera allí.

—Debe de tener cientos de agentes de la Stasi por toda Alemania Occidental. ¿De qué podría servirle yo?

—Posee ciertas aptitudes especiales, Gunther. Unos antecedentes útiles para lo que tengo pensado. Quiero que establezca una organización neonazi. Con sus antecedentes fascistas, no debería resultarle difícil. Su tarea inmediata será profanar o destruir lugares judíos en toda Alemania Occidental: centros culturales, cementerios y sinagogas. También puede convencer o incluso chantajear a algunos de sus viejos camaradas de la Oficina Central de Seguridad del Reich para que escriban cartas a la prensa y al gobierno federal exigiendo la excarcelación de criminales de guerra nazis o protestando contra el enjuiciamiento de otros.

—¿Qué tiene usted en contra de los judíos?

—Nada. —Mielke se metió otro trozo de chocolate en su omnívora boca junto con el pedazo de carne que ya tenía dentro; era como cenar con el cerdo más preciado de algún granjero prusiano que se estuviera alimentando de las mejores sobras de la familia—. Nada en absoluto. Pero eso no hará sino otorgarle credibilidad a nuestra propaganda acerca de que el gobierno federal sigue siendo nazi. Que, en efecto, lo es. Al fin y al cabo, fue Adenauer quien denunció todo el proceso de desnazificación y presentó una ley de amnistía para los criminales de guerra nazis. Solo estamos ayudando a la gente a ver lo que ya está ahí.

—Parece haberlo pensado todo, general.

—Si no lo he pensado yo, alguien más lo ha hecho. Y en caso contrario, pagará por ello. Pero no se deje engañar por mi actitud jovial, Gunther. Puede que esté de vacaciones, pero me tomo esto pero que muy en serio. Y a usted más le vale hacerlo también.

Me señaló con el tenedor como si se estuviera planteando clavármelo en el ojo y de algún modo me tranquilizó que tuviera ensartado un pedazo de carne.

—Porque de lo contrario, más le vale empezar ahora mismo, o no llegará a ver el día de mañana. ¿Qué me dice? ¿Se lo toma en serio?

Asentí.

—Sí, me lo tomo en serio. Quiero ver muerta a esa zorra inglesa tanto como usted, general. Más aún, probablemente. Mire, prefiero no entrar en detalles sobre lo que ocurrió entre nosotros, si no le importa. Sigue causándome dolor. Pero deje que le asegure una cosa: lo único que lamento de lo que me ha dicho hasta el momento es que no estaré presente para verla sufrir. Porque eso es lo que quiero. Su dolor y su degradación. Bien, ¿responde eso su pregunta?

Azul de Prusia

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