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1 OCTUBRE DE 1956

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Era final de temporada y la mayoría de los hoteles de la Riviera, incluido el Grand Hôtel Cap Ferrat, donde yo trabajaba, habían cerrado por el parón invernal. No es que el invierno fuera gran cosa en esa parte del mundo. No como en Berlín, donde el invierno es más un rito de paso que una estación: no se es un berlinés de verdad hasta que no se ha sobrevivido a la amarga experiencia de un interminable invierno prusiano. El célebre oso danzarín que se ve en el escudo de armas de la ciudad solo intenta entrar en calor.

Por lo general, el hotel Ruhl era uno de los últimos de Niza en cerrar porque tenía un casino y a la gente le gusta apostar haga el tiempo que haga. Quizá deberían haber abierto un casino en el cercano hotel Negresco, al que el Ruhl se parecía, solo que el Negresco estaba cerrado y tenía todo el aspecto de ir a permanecer así el año siguiente. Había quien decía que iban a convertirlo en apartamentos, pero el conserje del Negresco —que era conocido mío y un esnob de mucho cuidado— aseguraba que le habían vendido el establecimiento a la hija de un carnicero bretón. No solía equivocarse en asuntos de esta índole. Se había ido a Berna a pasar el invierno y seguramente no volvería. Iba a echarlo de menos, pero mientras aparcaba el coche y cruzaba la Promenade des Anglais en dirección al hotel Ruhl lo cierto es que no estaba pensando en eso. Quizá fueran el frío aire nocturno y los cubitos de hielo que había lanzado el barman a la cuneta después de cerrar, pero me sorprendí pensando en Alemania. O quizá fuera la visión de los dos gólems con el cabello al rape plantados ante la grandiosa entrada mediterránea del hotel, comiendo helado en cucurucho y pertrechados con gruesos trajes de Alemania Oriental de esos que se fabrican en serie como si fueran piezas de tractor y palas. Solo con ver a esos dos matones debería haberme puesto en guardia, pero tenía algo importante en la cabeza; me ilusionaba reunirme con mi esposa, Elisabeth, quien, de manera inesperada, me había enviado una carta para invitarme a cenar. Estábamos separados, y ella vivía en Berlín, pero su carta manuscrita —poseía una preciosa caligrafía de estilo Sütterlin, prohibida por los nazis— hacía referencia a que le había caído en suerte algo de dinero. Tal vez eso explicara cómo podía permitirse estar de nuevo en la Riviera y alojada en el Ruhl, que es casi tan caro como el Angleterre o el Westminster. Sea como fuera, me hacía ilusión verla de nuevo, cegado ante la posibilidad de que nos reconciliáramos. Ya había planeado un discurso breve pero digno acerca del perdón. Cuánto la echaba de menos, y qué convencido estaba de que lo nuestro aún era viable. O algo por el estilo. Por supuesto, algo en mi fuero interno también me preparaba para la posibilidad de que hubiera venido con la intención de contarme que había conocido a alguien y pedirme el divorcio. Aun así, me parecía que se tomaba demasiadas molestias: cada vez era más difícil viajar desde Berlín de un tiempo a esta parte.

El restaurante del hotel estaba en el piso superior de una de las cúpulas en las esquinas del edificio. Era quizá el mejor de Niza, y Charles Dalmas lo había diseñado. Sin lugar a dudas era el más caro. No había comido nunca allí, pero tenía entendido que la comida era excelente y esperaba la cena con impaciencia. El maître cruzó a paso discreto el hermoso salón Belle Époque, me recibió ante el atril de reservas y localizó el nombre de mi esposa en la página. Yo ya miraba más allá de él, escudriñando ansioso las mesas en busca de Elisabeth pero sin encontrarla allí todavía. Le eché un vistazo al reloj y caí en la cuenta de que tal vez había llegado muy temprano. En realidad, no escuchaba al maître cuando me informó de que mi anfitrión había llegado. Había recorrido la mitad del suelo de mármol cuando vi que me conducían hacia una mesa reservada en un rincón donde un hombre rechoncho y de aspecto peligroso ya se afanaba en dar cuenta de una langosta bien grande y una botella de borgoña blanco. Lo reconocí de inmediato, y di media vuelta solo para encontrarme con que dos simios me bloqueaban la salida. Tenían todo el aspecto de haber trepado por la ventana abierta desde una de las muchas palmeras de la Promenade.

—No se vaya todavía —dijo uno en voz queda, con un marcado acento alemán de Leipzig—. Eso no le gustaría al camarada general.

Por un momento mantuve el tipo, preguntándome si merecía la pena correr el riesgo de huir hacia la puerta. Pero vi que no estaba ni de lejos a la altura de esos dos tipos, cortados por el mismo tosco patrón que los dos gólems que había visto a la entrada del hotel.

—Así es —añadió el otro—. Más vale que se siente como un buen chico y ni se le ocurra montar una escena.

—Gunther —dijo una voz a mi espalda, también en alemán—. Bernhard Gunther. Venga aquí y siéntese, viejo fascista. No tenga miedo. —Rio—. No voy a pegarle un tiro. Estamos en un lugar público. —Supongo que dio por sentado que en el hotel Ruhl no abundaban los germanoparlantes, y probablemente no andaba equivocado—. ¿Qué podría pasarle aquí? Además, la comida es excelente, y el vino, mejor aún.

Me volví de nuevo y le eché otro vistazo al hombre que seguía sentado y afanándose con la langosta provisto de una tenaza para crustáceos y un tenedor, como si de un fontanero que estuviera cambiando la arandela de un grifo se tratase. Vestía un traje mejor que los de sus hombres —de raya diplomática azul, hecho a medida— y una corbata estampada de seda que solo podía haber comprado en Francia. Una corbata así le habría costado a uno el sueldo de una semana en la República Democrática Alemana, y probablemente un montón de preguntas incómodas en la comisaría local. Lo mismo podía decirse del enorme reloj de oro que relucía en su muñeca como un faro en miniatura mientras hurgaba en la pulpa de la langosta, que era del mismo color que la carne más abundante de sus poderosas manos. Tenía el pelo todavía oscuro en la parte superior pero tan corto en los laterales de su cabeza de martillo de demolición que parecía el solideo negro de un sacerdote. Había engordado un poco desde la última vez que lo vi, y eso que ni siquiera había empezado con las patatas tempranas, la mayonesa, las yemas de espárrago, la salade niçoise, los pepinillos encurtidos y el plato de chocolate negro dispuestos en la mesa delante de él. Con su físico de boxeador me recordó mucho a Martin Bormann, el jefe adjunto del Estado Mayor de Hitler; desde luego era igual de peligroso.

Me senté, me serví una copa de vino blanco y dejé la pitillera en la mesa delante de mí.

—General Erich Mielke —dije—. Qué placer tan inesperado.

—Siento haberlo hecho venir con engaños. Pero sabía que no habría venido de haberle dicho que era yo quien lo invitaba a cenar.

—¿Se encuentra ella bien? Elisabeth. Dígamelo y prestaré oídos a todo aquello que tenga que decirme, general.

—Sí, se encuentra bien.

—Supongo que no está aquí en Niza.

—No, no está aquí. Lo siento. Pero le alegrará saber que se mostró sumamente reacia a escribir esa carta. Tuve que explicarle que la alternativa habría sido mucho más dolorosa; al menos, para usted. Así que no le guarde rencor por la carta. La escribió por un buen motivo. —Mielke levantó un brazo y llamó al camarero con un chasquido de dedos—. Coma algo. Tome vino. Bebo muy poco, pero tengo entendido que este es de los mejores. Lo que usted quiera. Insisto. Invita el Ministerio para la Seguridad del Estado. Pero haga el favor de no fumar. Detesto el olor a tabaco, sobre todo cuando estoy comiendo.

—No tengo hambre, gracias.

—Claro que tiene hambre. Es berlinés. No necesitamos tener hambre para comer. La guerra nos enseñó a comer cuando hay comida en la mesa.

—Bueno, en esta mesa hay comida abundante. ¿Esperamos a alguien más? ¿El Ejército Rojo, por ejemplo?

—Me gusta ver comida en abundancia cuando estoy comiendo, aunque no la pruebe siquiera. Un hombre no tiene que saciar solo el estómago. También tiene que satisfacer los sentidos.

Cogí la botella y examiné la etiqueta.

—Corton-Charlemagne. No está nada mal. Me alegra ver que un viejo comunista como usted sigue apreciando alguna que otra de las mejores cosas de la vida, general. Este vino debe de ser el más caro de la carta.

—Pues las aprecio, y desde luego lo es.

Apuré la copa y me serví otra. Era excelente.

El camarero se acercó con gesto nervioso, como si ya hubiera padecido los efectos de la lengua afilada de Mielke.

—Tomaremos dos filetes muy jugosos —dijo Mielke, hablando buen francés, de resultas, supuse, de los dos años que pasó en un campo de prisioneros francés antes y durante la guerra—. No, mejor aún, tomaremos el Chateaubriand. Y que esté bien sanguinolento.

El camarero se alejó.

—¿Solo prefiere así los filetes? —pregunté—. ¿O también todo lo demás?

—Todavía conserva ese sentido del humor, Gunther. Me sorprende que siga vivo.

—Los franceses son un poco más tolerantes con estas cosas que en lo que irónicamente denominan la República Democrática Alemana. Dígame, general, ¿cuándo va a disolver el gobierno al pueblo y elegir otro?

—¿El pueblo? —Mielke rio y, apartándose un momento de la langosta, se llevó un trozo de chocolate a la boca, casi como si lo que comía le resultara indiferente siempre y cuando fuera algo difícil de obtener en la RDA—. Rara vez sabe lo que le conviene. Casi catorce millones de alemanes votaron a Hitler en marzo de 1932, y convirtieron a los nazis en el partido con mayor representación en el Reichstag. ¿De verdad cree que tenían la menor idea de lo que les convenía? No, claro que no. Nadie la tenía. Lo único que le importa al pueblo es tener un sueldo fijo, tabaco y cerveza.

—Supongo que por eso veinte mil refugiados de Alemania Oriental estaban pasándose a la República Federal todos los meses, al menos hasta que ustedes impusieron el denominado régimen especial con su zona restringida y su franja de protección. Iban en busca de mejor cerveza y tabaco y quizá de la oportunidad de quejarse un poco sin temor a las consecuencias.

—¿Quién dijo eso de que nadie está tan perdidamente esclavizado como aquellos que creen ser libres?

—Fue Goethe. Y se equivoca al citarlo. Dijo que nadie está tan perdidamente esclavizado como aquellos que creen erróneamente ser libres.

—Según mi libro, son justo los mismos.

—Entonces, debe de ser el único libro que ha leído.

—Es usted un necio romántico. A veces se me olvida. Mire, Gunther, la idea de libertad que tiene la mayoría de la gente consiste en escribir alguna guarrada en la pared de unos aseos. Lo que yo creo es que la gente es vaga y prefiere dejarle el asunto de gobernar al gobierno. Sin embargo, es importante que la gente no imponga una carga demasiado grande sobre quienes se ocupan de las cosas. De ahí mi presencia en Francia. Por lo general, prefiero ir de caza. Pero a menudo vengo aquí en esta época del año para escapar de mis responsabilidades. Me gusta jugar un poco al bacarrá.

—Es un juego de alto riesgo. Pero es verdad que a usted siempre le fueron las apuestas.

—¿Quiere saber qué es lo mejor de apostar aquí? —Torció el gesto en un intento de sonrisa—. La mayoría de las veces, pierdo. Si aún hubiera algo tan decadente como los casinos en la RDA, me temo que los crupieres se asegurarían siempre de que ganara. Ganar solo es divertido si puedes perder. Antes iba a uno en Baden-Baden, pero la última vez que estuve allí me reconocieron y ya no pude ir más. Así pues, ahora vengo a Niza. O, a veces, a Le Touquet. Pero prefiero Niza. El tiempo es un poco más fiable aquí que en la costa atlántica.

—No sé por qué, pero no creo que solo haya venido para eso.

—Tiene razón.

—Entonces, ¿qué demonios quiere?

—Seguro que recuerda ese asunto de hace unos meses, con Somerset Maugham y nuestros amigos comunes Harold Hennig y Anne French. Casi se las arregló usted para fastidiarnos una buena operación aquí.

Mielke se refería a una trama de la Stasi para desacreditar a Roger Hollis, director adjunto del MI5, el organismo británico de contrainteligencia y seguridad nacional. El auténtico plan consistía en que Hollis saliera bien parado después de que la trama falsa de la Stasi quedara al descubierto.

—Fue muy amable por su parte atar ese cabo suelto por nosotros —dijo Mielke—. Fue usted quien mató a Hennig, ¿verdad?

No contesté, pero los dos sabíamos que era cierto; maté a Harold Hennig de un tiro en la casa que alquilaba Anne French en Villefranche e hice todo lo que estuvo en mi mano por incriminarla. Desde entonces, la policía francesa me había hecho toda suerte de preguntas sobre ella, pero eso era lo único que me constaba. Hasta donde yo sabía, Anne French seguía sana y salva en Inglaterra.

—Bueno, digamos simplemente que fue usted —insistió Mielke, que se terminó el trozo de chocolate que estaba comiendo, se llevó unos pepinillos encurtidos a la boca con el tenedor y luego echó un buen trago de borgoña blanco, todo lo cual me convenció de que sus papilas gustativas estaban tan corrompidas como sus posturas políticas y su moralidad—. El caso es que, de todos modos, Hennig tenía los días contados. Igual que los tiene Anne. En realidad, la operación para desacreditar a Hollis solo funciona si intentamos eliminarla a ella también, como corresponde a alguien que nos traicionó. Y eso es especialmente importante ahora que los franceses intentan que la extraditen aquí para juzgarla por el asesinato de Hennig. Huelga decir que no podemos permitir que tal cosa ocurra. Y es ahí donde entra usted, Gunther.

—¿Yo? —Me encogí de hombros—. A ver si lo entiendo bien. ¿Me está pidiendo que mate a Anne French?

—Precisamente. Solo que no se lo pido. El caso es que usted accede a matar a Anne French como condición para seguir vivo.

Azul de Prusia

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