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III. Finalidad de la obra

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Los siglos I y II d. C., época en la que vivió Plutarco, conocieron bajo los reinados de Nerva y Trajano un resurgir de las escuelas filosóficas griegas antiguas44. Con el romanticismo característico de un renacimiento se vuelven los ojos al modelo griego y se intenta restaurar un pasado glorioso. Así, vuelven a florecer sistemas filosóficos como la sofística, el estoicismo, el epicureísmo45 y, lógicamente, el platonismo, al que muchos miembros de la Academia intentaron dar un aire moderno46. En este renacer de la filosofía los hombres vuelven a plantearse los problemas que preocuparon a sus ilustres predecesores, y, pertrechados con sus doctrinas, intentan dar una explicación, naturalmente sin la frescura de sus antecesores, del mundo que les rodeaba.

Por supuesto, Plutarco no podía ser menos, como lo revela toda una vida dedicada al estudio y asimilación de la obra de su áureo maestro; y es por esta senda, creemos, por donde se ha de buscar la razón de que Plutarco concibiera la empresa de escribir sus Quaestiones convivales. Este escrito no es una obra de juventud, sino que, muy al contrario, corresponde a su época de madurez y, probablemente, sea una de las últimas de su larga y fecunda vida47, cuando ya se habían asentado en su espíritu las doctrinas de Platón, a quien junto con Amonio, el entrañable maestro que le acompañó en sus primeros pasos por el platonismo, intentará rendir un último homenaje con sus Symposiaká, como trataremos de demostrar a continuación.

Es innegable que Plutarco, en algunos aspectos, se ha inspirado en los problemas de Aristóteles, considerados auténticos por él48, pero no es menos verdad que esta inspiración es más «temática» que de otro tipo. Y lo prueba el que en muchos pasajes de su obra en los que menciona al de Estagira, con todo el afecto que le manifieste, lo hace o bien para ampliarlo49, o bien para rebatirlo50, pero en pocas ocasiones para darle la razón51. Y es que Plutarco, que en lo esencial es platónico52 y profesa esta doctrina no al estilo de los académicos de su tiempo, sino de la forma que él estima más pura y genuina53, se siente un nuevo Sócrates, como ya observara Hirzel54, carente, eso sí, de su kainotomía, porque, en realidad, no abre nuevos caminos, sino que se limita a conservar los ya establecidos55; pero, como su predecesor, tomará la palabra a favor de la filosofía —de lo que él cree auténtica filosofía— contra la retórica y sofística56. En su imitación de Sócrates probará a ser original, aunque, por supuesto, carezca de su talento, y, así como Platón consideró su primer enemigo a Demócrito, por más que calle su nombre57, así también Plutarco se enfrentará a un seguidor del atomisma, Epicuro, a cuyo sistema coherente y vitalista58 opondrá otro, a su juicio, no menos congruente, el de Platón, aún vivo y con brío suficiente para ofrecer una visión global del hombre, en sus aspectos físico y espiritual, mucho más completa que la que descansa en un puro materialismo.

Que éstas son las miras de Plutarco en su obra, se desprende de la Introducción del libro I, donde nos dice que es labor de los más afamados filósofos registrar por escrito las conversaciones mantenidas durante la bebida y que, por consiguiente, él se siente incluido en este grupo59. Ahora bien, desde la época de Platón a la de Plutarco ha llovido mucho y ni el hombre ni el ambiente son los mismos. Por ello, Plutarco habrá de basarse en esa literatura dedicada a los Banquetes60, que fomentaba todo tipo de preguntas y respuestas61, y, casi sin darse cuenta, al criticar posturas eruditas, incurrirá en su mismo defecto, porque ni su época ni él se distinguieron por un espíritu creador62, y Plutarco en esto es hijo de su tiempo. Pero, en el fondo de su alma, se creerá un nuevo Sócratres, que aguijonea a sus conciudadanos con constantes preguntas, preguntas que ahora respiran un aire muy aburguesado y lejano del que animó a los contemporáneos de Sócrates.

Por todo ello, es injustificado afirmar, como lo hace Fuhrmann63, que Plutarco se limitó a tomar notas de aquello que le pareció interesante con vistas a un empleo futuro, sin un fin determinado, porque el de Queronea, según hemos visto, muestra una gran coherencia —con todo lo superficial que se quiera— en este escrito suyo. Ni tampoco creemos acertada la tesis de Bolkestein64, según la cual Plutarco pretendía poner ante el público un libro variado con el fin de enseñar deleitando, ya que, aparte de eso, secundario en nuestra opinión, nuestro autor quería dejar constancia, particularmente en el terreno científico, de la vigencia de unas teorías bien digeridas a lo largo de su dilatada vida. Y también resulta incompleta la postura defendida por Abramowiczówna65: es posible que Plutarco refleje la opinión de los hombres cultos de su época, pero por encima de ello se ha de situar la defensa a ultranza de un sistema filosófico que aún alienta en el corazón y espíritu de un hombre que se siente heredero de Platón. Y, por último, mucho menos sentido tiene acusar a Plutarco de escéptico66 en las soluciones ofrecidas por él en las distintas cuestiones. Podrá pecar de superficial —lo admitimos—, pero nunca de escéptico; pues, a pesar de que el propio Plutarco en alguna ocasión asegure que un problema se ha de investigar, aunque no aporte otra utilidad que la de ejercitarse67, y en reiterados casos —añadimos nosotros— diga que aborda determinados problemas de un modo improvisado68, la verdad es que otras muchas veces arremete contra lo «convincente» sólo y persigue la «verdad»69, y en uno y otro caso ofrece soluciones con una fe ciega en las teorías platónicas. Es cierto, como asegura Dörrie70, que las Quaestiones convivales no tocan el fondo del sistema filosófico de Platón ni tienen la profundidad de su maestro, pero el método de análisis es el mismo, y es perceptible, además, un intento de imitación consciente, como prueba la congruencia plutarquiana en los diversos temas tocados71, si bien, como dijimos antes, sería un grave error confundir el talento de Plutarco con el de Platón, entre los que media todo un abismo, y, por otro lado, las comparaciones, como se sabe, son odiosas.

Obras morales y de costumbres (Moralia) IV

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