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I. Introducción

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La prueba ilícita, como la hemos entendido desde el año 1984, tras la STC 114/1984, de 29 de noviembre (RTC 1984, 114), ha experimentado un cambio sustancial iniciado en 1998 con la STC 81/1998, de 2 de abril (RTC 1998, 81), que diseñó la teoría de la conexión de antijuridicidad y, recientemente, con la STC 97/2019, de 16 de julio (RTC 2019, 97) y otras del Tribunal Supremo que, en una línea diferente, pero cada vez más próxima a aquella, han seguido los mismos pasos. Un proceso que puede concluir en una radical transformación si llega a su final el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2020.

La prueba ilícita, que desarrolla el artículo 11.1 LOPJ en aplicación del artículo 53.1 CE –no se olvide este dato–, de carácter marcadamente proteccionista de los derechos fundamentales, ha dado paso, sin norma que habilite el cambio y con desconocimiento de la legalidad vigente, a la irrupción en nuestro sistema jurídico de los principios propios del modelo anglosajón, no compatibles con el continental en muchas de sus características.

Analizar la evolución de la jurisprudencia en un tiempo récord es necesario, pero teniendo en cuenta que el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su artículo 21, acoge el nuevo sistema haciendo tabla rasa de lo que se ha venido entendiendo por prueba ilícita desde que la misma penetró en nuestra legislación con soporte constitucional así declarado.

Las razones para un cambio tan radical, tanto que altera profundamente el valor de los derechos fundamentales en el proceso penal, no se han explicado. Sí son comprensibles las del Tribunal Supremo cuando, en el ámbito de las afectaciones de derechos por particulares y en situaciones extremas de protección de menores reacciona buscando una solución que el legislador ignora resolver. Aunque la cobertura jurídica es discutible, los motivos no lo son y el legislador debía hacer frente a ellos. Pero, la posición del Tribunal Constitucional carece de justificación y la del legislador no tiene respuesta distinta a ser consecuencia de asumir las corrientes que dotan de preferencia a valores sin rango constitucional frente a la intangibilidad de los derechos, a su posición superior en el ordenamiento jurídico.

Porque, la realidad es que los cambios jurisprudenciales y los que se anuncian en el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, si prosperan, van a suponer tal modificación del sistema de valores constitucionales y del papel de la jurisdicción y su sometimiento exclusivo a la ley, que es posible afirmar que la prueba ilícita, como solución, que no prevención a la labor de obtención de pruebas mediante procedimientos vulneradores de los derechos humanos, ha dado paso a tendencias que ponen el acento en ese discurso vago e impreciso de anteponer la “verdad” y la “justicia” a la primacía de la dignidad del ser humano. Pueden defenderse posiciones, respetables, en defensa de opciones distintas, muy similares a las que regían con anterioridad a la incorporación de la garantía constitucional que amparaba el rechazo a este tipo de actos, pero la realidad es que se traducen en la subordinación de esa dignidad humana, que se considera un valor inferior, al llamado debido proceso, el justo y equitativo, siempre incierto. No es el derecho de la persona lo esencial, sino el proceso en una consideración abstracta que pone el acento en los intereses generales, no en el individuo. Un golpe certero a los principios humanistas y una elevación de lo general sobre lo particular. Una atribución al proceso de valor preeminente sobre el sujeto imputado, al que se somete no solo a la posible pena, sino igualmente a la pérdida de eficacia de sus derechos si son violados y esa violación se justifica en el éxito de su condena misma. Un sujeto que pasa a ser objeto, en línea con los principios inquisitivos que actuaban bajo los mismos principios.

Pero, no es este el lugar para entrar a valorar lo que puede ser ley, la nueva norma procesal penal, sino las resoluciones del Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo que, sin base legal suficiente, han incorporado una nueva filosofía que derrumba los principios básicos que fundamentaban un derecho-garantía declarado existente y reconocido expresamente por el artículo 11.1 LOPJ en desarrollo del artículo 53.1 CE. Concretamente, se trata aquí de indagar en los cambios y su trascendencia y, específicamente, en las facultades de los tribunales, incluido el constitucional, para dictar tales sentencias que hacen tabla rasa de un sistema para sustituirlo sin una clara vinculación a una norma orgánica que prevé otra dirección.

Este es el objeto de esta pequeña aportación que, junto a un breve análisis de las resoluciones judiciales que han dado el paso apuntado, hará también alguna referencia somera a la reforma proyectada, distinguiendo en todo caso entre la conducta de los tribunales, en este momento sometido a la vigencia del artículo 11.1 LOPJ y el futuro que devendría de aprobarse la legislación anunciada.

El resultado es el mismo, pues ambas tienen similar configuración, pero no la legitimidad o legalidad de cada actuación, pues, aunque concluyan en un resultado igual, no tienen el mismo respaldo legal en un Estado de Derecho.

Bien está, no obstante, en esta introducción destacar la orientación que mueve al legislador y a nuestros Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional y exigirles, como es obligado ante el cambio sustancial de sistema, una justificación que no puede ser jurídica, pues la nueva tendencia, aunque se quiera fundamentar en la STC 114/1984 (RTC 1984, 114), es no solo contraria, sino radicalmente opuesta a la misma. Los argumentos que ofrece el Tribunal Constitucional y el apoyo que dice hallar en aquella sentencia son débiles, al hacerlo de forma intencionalmente fragmentaria. Los del legislador brillan por su ausencia aun cuando se separan ostensiblemente de sus precedentes legales y de otras propuestas de reforma, incluso avaladas por los mismos autores que componen la comisión redactora. El anteproyecto tiene como base, se dice, la STC 97/2019 (RTC 2019, 97), que acoge y asume, sin explicitar los motivos por los cuales el legislador se somete a los dictados del Tribunal Constitucional que bien podría enmendar, pues nadie puede poner en duda que una posición más garantista no podría ser rechazada por dicho tribunal, que carece de facultades para imponer interpretaciones restrictivas de los derechos fundamentales y menos aún para incorporar reformas procesales que se traducen en un cambio de modelo tan profundo como el adoptado.

En definitiva, se asume el sistema anglosajón sin fundamentación alguna, siendo tal sistema ajeno al nuestro y el anteproyecto acepta esa alteración sustancial sin explicación ninguna y sometiendo la norma a una decisión del Tribunal Constitucional carente de argumentos.

Y es que, mientras el Tribunal Supremo parece inclinarse por el modelo americano, poniendo el acento en la finalidad disuasoria, es decir, la de entender la prueba ilícita como instrumento de prevención, no de reparación de las violaciones de derechos, el Tribunal Constitucional lo hace en el modelo inglés, que no contiene esta finalidad como sustancial y que supedita el reconocimiento de la prueba ilícita a su entidad, en cada caso, para provocar un daño real al debido proceso. Dos sistemas incorporados por la jurisprudencia, tampoco coincidentes y que se hacen convivir con una ley proteccionista de los derechos humanos (la LOPJ), no preventiva y una ley que dota de consideración propia a tales derechos, no supeditándolos al derecho al proceso “equitativo” y “justo”, términos también ajenos a nuestro sistema que reconoce el derecho al proceso con todas las garantías junto a otros derechos de contenido procesal, derecho éste no identificable con el de debido proceso, de tradición anglosajona y mucho más amplio, difuso, abstracto y discrecional. Impropio de nuestro ordenamiento jurídico procesal.

Conviven, pues, en este momento en España, por causa de esta opción jurisprudencial, tres sistemas en materia de protección de los derechos fundamentales en el ámbito de la prueba ilícita: el proteccionista, legalmente reconocido y constitucionalmente imperante por causa de esa ley vigente que lo declara y establece; el americano, importado por el Tribunal Supremo aunque sea en un ámbito muy limitado, razonable, pero sin base legal suficiente; y, el inglés, que el Tribunal Constitucional ha asumido haciendo tabla rasa de la existencia de una garantía constitucional ínsita en el artículo 24 CE y en el artículo 11.1 LOPJ, ley de desarrollo de aquel precepto.

Sin duda alguna, estas resoluciones son expresión de un cambio sustancial en el mismo esquema de la división de poderes, base del constitucionalismo y que el artículo 117 CE expresa, sometiendo a los tribunales a la ley y, al Constitucional, a la Constitución, en cuyo seno el artículo 53 le vincula y le limita en sus labores de creación de doctrina. El principio de legalidad también afecta a un órgano político en sentido técnico, pero cuyas funciones y límites no llegan a equipararlo al legislador.

Esta labor de creación de Derecho, pues el Tribunal Constitucional parece asumir un papel que le es impropio de creador de derechos, es manifestación de una politización de la Justicia en sentido técnico, pues el uso de criterios de oportunidad y discrecionalidad, característicos del poder político, son asumidos por los tribunales como propios. Si ese cambio de la esencia del sistema se une la presión social que cada día se eleva ante hechos que se airean creando conciencias inquisitivas, las fuertes demandas de los medios de comunicación, el uso de la Justicia por los partidos políticos judicializando la política, atribuirse competencias expuestas a tales factores es asumir un riesgo extremo que lleva, inexorablemente, a que desde la política se quiera controlar un poder que interviene en el juego político al no someterse estrictamente a la ley y aportar soluciones que le hacen perder su imparcialidad.

Tal vez ahí está la razón de los cambios profundos. El de los mismos valores constitucionales.

En esta transición de un modelo a otro, de un sistema de Justicia a otro, de una consideración del Poder Judicial sometido a la ley a otro que se compromete con la “equidad” y la “Justicia”, sin legitimación democrática para ello, es el Tribunal Constitucional el que, estando comprometido con la defensa de la Constitución y vinculado a ella, ha encabezado una profunda revisión que, anunciada parcialmente en 1998, se ha hecho realidad en 2019. El análisis de la STC 97/2019 (RTC 2019, 97) es obligado, debiendo hacerse desde la meta a la que ha llegado, no desde las consideraciones que la resolución contiene, fragmentarias, forzadas, que pretenden presentar la nueva doctrina foránea como una simple interpretación de la que regía desde 1984, plenamente asentada y respetuosa con la Constitución, la ley y las facultades de los tribunales, incluido el Tribunal Constitucional.

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