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1. La STC 114/1984, de 29 de noviembre. El punto de partida del reconocimiento constitucional de la prueba ilícita

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La STC 114/1984 (RTC 1984, 114) constituyó el origen de la consagración de la prueba ilícita en España. Y lo hizo partiendo de una posición absolutamente proteccionista de los derechos fundamentales, no asumiendo como compatibles con nuestra Constitución otras opciones propias de sistemas jurídicos diferentes. Y pudo hacerlo, aunque prefirió no sucumbir a los aires del Derecho anglosajón, ni a las tendencias hoy asumidas como modelo a imitar.

Y entendió, lo que subyace en toda su argumentación, que la Constitución, el sistema de derechos fundamentales, debía contener una garantía para hacer valer la ineficacia de la prueba ilícita. Por el valor superior de los derechos fundamentales, por su posición en el marco constitucional. Por considerar que otros valores, solo valores, no pueden elevarse sobre la dignidad humana, sobre el imputado considerado como sujeto, no objeto del proceso, y, sobre un poder judicial sometido a la ley. Valores cuya abstracción choca con un sistema formal, como es el nuestro, con base en el positivismo y con un Poder Judicial sometido a la ley.

Y lo hizo sin una ley de referencia que desarrollara la regla de exclusión. Declaró, no creó, la existencia de un derecho-garantía ínsito en el artículo 24.2 CE que obligaba a la nulidad de las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales.

El Tribunal Constitucional sentó ciertos principios que fueron aceptados por el legislador, que los reguló en el artículo 11.1 LOPJ y que el Poder Judicial asumió hasta la STC 81/1998, de 2 de abril (RTC 1998, 81), que los alteró en profundidad importando manifestaciones de un sistema foráneo, complejo y fruto solo de su voluntad. Era cuestión de tiempo, dada la inclinación de ciertos sectores de la doctrina, que floreciera un cierto encantamiento hacia aquello, dada la gran discrecionalidad que autoriza a los tribunales y que aquella doctrina, limitada a la prueba refleja, se extendiera a la prueba en su conjunto y que el legislador la aceptara casi con obsecuencia.

Aquellos principios, muy resumidamente eran los siguientes:

– No existe un derecho fundamental autónomo a la no recepción de las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales. No forma parte del contenido esencial de los derechos la obligación de inadmitir como prueba lo alcanzado mediante su vulneración.

– No obstante no existir este derecho, la imposibilidad de estimación procesal de estas pruebas es consecuencia o “expresión de una garantía objetiva e implícita en el sistema de derechos fundamentales, cuya vigencia y posición preferente en el ordenamiento puede requerir desestimar toda prueba obtenida con lesión de los mismos”.

– Esto no significa, insiste el Tribunal Constitucional, que la admisión de pruebas que vulneran derechos fundamentales sea indiferente al ámbito de tales derechos fundamentales materiales. No lo es, pero su afectación, cuando se produce y a la par la lesión al derecho, debe declararse en relación o por referencia a los derechos procesales que protege el artículo 24.2 CE.

– La garantía que ordena la expulsión de estas pruebas es objetiva e implícita en el sistema de derechos, autónoma en tanto constituye una más de las que deben considerarse incluidas en el artículo 24.2 CE, así como en el artículo 14 CE, que consagra la igualdad.

– Se niega la posibilidad de ponderación en el caso cuando la infracción es de un derecho fundamental. Y así, en su fundamento jurídico cuarto, afirma en efecto que la prueba ilícita se mueve en la encrucijada de intereses públicos y privados o, mejor dicho, la búsqueda de la verdad o la dispensa de una garantía constitucional. Y concluye que la garantía puede ceder cuando la base de la vulneración sea infraconstitucional, pero no cuando se trate de derechos fundamentales que traen su causa directa e inmediata de la norma primera del ordenamiento. “En tal supuesto puede afirmarse la exigencia prioritaria de atender a la plena efectividad, relegando a un segundo término los intereses públicos ligados a la fase probatoria del proceso”. No hay ponderación posible cuando se han afectado derechos fundamentales y cualquier otra interpretación que se quiera construir sobre la base de esta sentencia es, indudablemente, fruto del voluntarismo, que no de la decisión entonces claramente manifestada.

– La conclusión del fundamento jurídico quinto de la sentencia es de tal claridad, que conviene reproducirla íntegramente: “Tal afectación se da, sin embargo, y consiste precisamente, en que, constatada la inadmisibilidad de las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales, su recepción procesal implica una ignorancia de las “garantías” propias al proceso (art. 24,2 de la Constitución) implicando también una inaceptable confirmación institucional de la desigualdad entre las partes en el juicio (art. 14 de la Constitución), desigualdad que se ha procurado antijurídicamente en su provecho quien ha recabado instrumentos probatorios en desprecio de los derechos fundamentales de otro”.

En resumen, la prueba ilícita es, directamente, o constituye una garantía autónoma implícita en los artículos 24.2 y 14 CE, en los que se fundamenta, sin que sea posible o necesario ponderar si la obtención inconstitucional afecta a las otras garantías que contienen los preceptos citados. La infracción, en sí misma, atenta al derecho fundamental al proceso con todas las garantías, sin que sea posible valorar la entidad de la lesión poniéndola en relación con criterios abstractos, inciertos e inseguros de equidad y Justicia, apreciables por los tribunales en el caso, que generan incerteza en los afectados por las violaciones a sus derechos y que, indirectamente, sitúan valores, tales como el hallazgo de la verdad, la seguridad o la protección de la víctima, penal, por encima de los derechos humanos.

La doctrina del Tribunal Constitucional, entonces, fue consecuencia de la atribución a la prueba ilícita de un fundamento constitucional y un fundamento constitucional autónomo pues, aunque vinculado al derecho al proceso con todas las garantías, era objetivo y propio, independiente de valoraciones que lo hicieran someterse a condiciones infraconstitucionales. Y de este carácter son las apelaciones a valores difusos.

Dio valor preferente a los derechos fundamentales mediante una garantía procesal, con rango constitucional, otorgando al proceso un valor protector de los derechos y negándole un posible carácter de un instrumento de política criminal. Ese valor impidió subordinarlo a la resolución de la clásica tensión entre “verdad”, que en el proceso es siempre formalizada y legalizada y “seguridad” y “eficacia”, tantas veces confundidas con la preferencia de una condena.

El Tribunal Constitucional, no obstante la conclusión de su formulación, negó que la ineficacia de estas pruebas ilícitas derivara del contenido esencial de los derechos vulnerados, que fuera en sí misma expresión de un derecho autónomo ínsito en tales derechos. Seguía así las líneas que universalmente negaban esa eficacia directa e inmediata de los derechos materiales que exigiera, para su efectividad, la nulidad de las pruebas alcanzadas mediante su violación. Pero, y llegando a una misma protección que ahora el Tribunal Constitucional quiere abandonar, consideró que la nulidad debía ser una consecuencia, inmediata y directa, derivada del derecho a un proceso con todas las garantías; un derecho o garantía autónomo del derecho material, no condicionado por exigencias de otra naturaleza, menos aún por el derecho que le daba cobertura mediante interpretaciones restrictivas, pero garantía procesal, como corresponde al hecho de operar la regla de exclusión en el seno de un proceso.

Una vez declarado el derecho y reconocida su existencia, que no creado, competía al legislador su desarrollo. Y éste podría haberlo limitado, aunque nunca afectando a su contenido esencial. Pero no lo hizo, asumiendo la LOPJ de 1985, en su artículo 11.1, una tendencia proteccionista de los derechos humanos bajo cuya proclamación no caben, constitucionalmente, restricciones no previstas legalmente.

No obstante lo dicho, negar toda relación entre la ineficacia derivada de la violación de un derecho y la vigencia del derecho mismo es o puede ser excesivamente artificioso. Y llegar a invalidar de hecho la prueba ilícita para evitar que los derechos materiales alcancen plena efectividad, más aún. Pretender que una lesión a un derecho material carezca de toda relación con la garantía procesal que pretende evitarla es un imposible que lleva a situaciones como la provocada por el Tribunal Constitucional en 2019, si bien mediante un argumento que tampoco resuelve el problema de esa relación entre derecho material y procesal. Porque, la razón dada, lejos de estar fundamentada en esa individualidad propia de cada derecho, atiende a la necesidad de no proteger el derecho material mediante una garantía procesal. Si se niega un derecho autónomo derivado de la eficacia del material y se prohíbe que el procesal lo garantice, es evidente que el resultado será la desprotección de los derechos fundamentales.

No es posible hablar de prueba ilícita sin previamente afirmar la violación de un derecho, de aquellos aspectos que conforman los requisitos exigibles para su restricción legal. La vinculación entre prueba ilícita desde el ámbito procesal y el material es evidente e innegable, de modo que negar toda relación entre el efecto procesal y la vulneración del derecho es imposible. La autonomía del Derecho procesal no se traduce en independencia del derecho material, porque aquel es siempre instrumental de este último. No se puede caer en la especulación intelectual y sobre esa base llegar donde la técnica procesal no lo permite. Tal vez la relectura de las teorías sobre la acción, nunca anticuadas, podrían servir para paliar algunas afirmaciones o tendencias construidas prescindiendo de lo que constituye la base dogmática de esta materia científica.

El Tribunal Constitucional, ahora, sobre la base de esa opción procesalmente compleja, suprime el carácter de garantía constitucional de la prueba ilícita, que queda, por tanto, reducida a una mera situación de legalidad ordinaria, no amparada por ningún derecho fundamental, pues lo esencial no es la violación del derecho y la consecuencia que debe producir en todo caso, sino la consecuencia, que no es ya objetiva, sino relativa y subordinada o “abordada” en su tratamiento, desde la perspectiva de la idea de “proceso justo”. Más relatividad es imposible.

Solo desde esta idea o finalidad se entiende que el Tribunal Constitucional concluya que el artículo 11.1 LOPJ no se refiere a cualquier violación de derechos fundamentales, sino solo a los que se utilicen “instrumentalmente (como) medios de investigación que lesionen estas titularidades primordiales”. Lo que protege el artículo 24.2 CE o prohíbe es que se obtengan pruebas vulnerando instrumentalmente derechos fundamentales. Lo que se quiere es garantizar o vedar la violación instrumental de los derechos fundamentales para obtener pruebas, porque así se garantiza la integridad del sistema de Justicia, la igualdad de las partes y se disuade a los órganos públicos de realizar actos contrarios a los derechos fundamentales con el fin de obtener una ventaja procesal. Por eso, es exigible una conexión o ligamen entre el acto determinante de la injerencia en el derecho fundamental y la obtención de los medios de prueba. Si no existe ese ligamen, las necesidades de tutela son ajenas al ámbito procesal y basta la sanción al infractor.

Lo dicho por el Tribunal Constitucional parece acertado si no se extralimita su sentido. Porque, evidentemente, lo que aquel precepto prohíbe es la admisión de pruebas obtenidas con violación de derechos, es decir, la obtención de fuentes de prueba de forma ilícita que se incorporen al proceso en los correspondientes medios de prueba. Y no es la finalidad perseguida la que debe primar, sino el hecho de pasar tales fuentes a incorporarse al proceso. Que la protección brindada sea procesal, que lo es porque afecta a la cualidad de la prueba, no lleva a que tal amparo se supedite a exigencias distintas de la efectividad de los derechos.

La STC 114/1984 (RTC 1984, 114), aunque en ese terreno complejo de negar individualidad como fundamento al derecho material vulnerado, declaraba una garantía procesal autónoma que implicaba la exigencia de la nulidad de las pruebas obtenidas atentando contra aquellos derechos. En modo alguno esa configuración de un derecho de carácter procesal entraba en conflicto con la naturaleza del origen de dicho derecho. De hacerse de este modo, no se entiende que las declaraciones provenientes de torturas o malos tratos permanezcan en todo caso protegidas por normas absolutas de exclusión. El fundamento es el mismo, lo que deja a la teoría que se ha construido huérfana de todo apoyo que no sea la discrecionalidad del Tribunal Constitucional y su entendimiento de que la prueba ilícita ha de supeditarse a valores infraconstitucionales, pues el derecho al proceso debido y los elementos a los que se podrá atender para declarar la licitud de la prueba exceden el ámbito del derecho a un proceso con garantías, para entrar de lleno en valores, tales como la verdad o la seguridad, que debilitan el fundamento que se dice proteger.

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