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2.2.1. La posición del Tribunal Constitucional

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Muy sintéticamente, la posición que mantiene el Tribunal Constitucional gira alrededor de diversas consideraciones que concluyen en una degradación de la protección de los derechos fundamentales cuando la prueba se obtiene mediante una vulneración de éstos.

Mantiene el Tribunal Constitucional, aunque luego contradiga su afirmación, que la interdicción constitucional del uso de las pruebas ilícitas tiene un fundamento constitucional, posee este rango, pues no niega expresamente que constituye una garantía objetiva derivada de la posición preferente de los derechos fundamentales.

A la vez y coherentemente con lo que ya disponía la STC 114/1984 (RTC 1984, 114), reitera que la regla de exclusión no puede derivar del contenido esencial de los derechos fundamentales, materiales, que no procesales, vulnerados. Por el contrario, la misma se encuentra implícita en la posición preferente que aquellos ostentan en la Constitución, que hace necesaria su salvaguarda de modo especial.

Pero, partiendo de los mismos presupuestos hasta ahora sostenidos, en el punto b) del fundamento jurídico segundo, altera la doctrina que sentó la STC 114/1984 (RTC 1984, 114) al interpretar la misma en forma diametralmente diferente a como entonces se hizo y se ha mantenido durante más de tres decenios.

El argumento que utiliza para ello es cuando menos complejo y débil para justificar las conclusiones a las que arriba. Es evidente y siempre lo fue, que la garantía declarada tenía naturaleza procesal, al ser procesal la respuesta y al fundarse la prohibición de uso en el derecho al proceso con todas las garantías, constituyendo la regla de exclusión una más de las que contenía este general derecho.

El Tribunal Constitucional, sin embargo, altera, sobre la base de la naturaleza, nunca discutida y coherente con el fundamento declarado, procesal de la misma, la posición de dicha garantía que, de ser objetiva y autónoma, pasa a subordinarse a un concepto vago e impreciso de proceso “justo y equitativo”. De ser una garantía más del derecho previsto en el artículo 24.2 CE, se transforma en criterio de un derecho complejo, difuso, que diluye el concepto mismo de derecho a un proceso con todas las garantías, para confundirse con otro “justo y equitativo”.

Que el fundamento, se repite, de la regla de exclusión, siempre fue procesal, es algo indiscutible, pues se manifestaba en una nulidad de las pruebas obtenidas ilícitamente, nulidad que es procesal siempre. El mismo Tribunal Constitucional, en la sentencia origen de la institución, lo que no se menciona, calificaba a estas “pruebas” de impertinentes en sentido constitucional, siendo este concepto de impertinencia netamente procesal, no material. Y esa impertinencia obligada a rechazar lo que no podía ser admitido en caso alguno.

Ese carácter procesal era evidente y así lo sostenía la STC 114/1984 (RTC 1984, 114): “En el caso aquí planteado, lo que en realidad reprocha el actor a las actuaciones judiciales es haber decidido a partir de una prueba ilícitamente obtenida. Haya ocurrido así o no, lo cierto es que no existe un derecho fundamental autónomo a la no recepción jurisdiccional de las pruebas de posible origen antijurídico. La imposibilidad de estimación procesal puede existir en algunos casos, pero no en virtud de un derecho fundamental que pueda considerarse originariamente afectado, sino como expresión de una garantía objetiva e implícita en el sistema de los derechos fundamentales, cuya vigencia y posición preferente en el ordenamiento puede requerir desestimar toda prueba obtenida con lesión de los mismos. Conviene por ello dejar en claro que la hipotética recepción de una prueba antijurídicamente lograda, no implica necesariamente lesión de un derecho fundamental. Con ello no quiere decirse que la admisión de la prueba ilícitamente obtenida –y la decisión en ella fundamentada– hayan de resultar siempre indiferentes al ámbito de los derechos fundamentales garantizados por el recurso de amparo constitucional. Tal afectación –y la consiguiente posible lesión no pueden en abstracto descartarse, pero se producirán sólo por referencia a los derechos que cobran existencia en el ámbito del proceso (art. 24.2 de la Constitución)”.

La naturaleza procesal de la garantía, su carácter objetivo, como garantía autónoma, propia y el constituir una prueba impertinente, era la que justificaba, negada su base en los derechos materiales, su fundamento constitucional.

Si la prueba ilícita no tenía fundamento material, debía tenerlo procesal y era el derecho al proceso con todas las garantías el que contenía la regla de exclusión con el valor constitucional propio que el legislador le reconoció en el artículo 11.1 LOPJ. Ese derecho general que le ofrecía cobertura era la fuente de la que procedía la nulidad, la carencia de efecto de las pruebas así obtenidas. Era ese derecho la fuente de la prohibición de su uso. Que ese mismo derecho, ahora, transformado en otro, el derecho a un proceso debido ajeno a nuestra cultura jurídica, se convierta en fundamento para limitar la garantía, pues ese es el resultado del cambio jurisprudencial, exige de mayores explicaciones. Que el derecho en que se fundamentaba la garantía procesal y que le dotaba de autonomía y eficacia se torne ahora en elemento de limitación, es el resultado de una opción que, en realidad, modifica ese mismo fundamento. Y por esa razón el Tribunal Constitucional escapa del derecho a un proceso con garantías y se adentra en el complejo del proceso justo y equitativo.

Altera los fines del proceso. El principal ha sido siempre el de aplicación del Derecho positivo, a cuyo fin se garantizaba la independencia judicial. Y, mediatamente, los de proteger los derechos fundamentales, la resolución de la controversia etc., pero siempre teniendo en cuenta que es el Derecho positivo y su eficacia lo que dota de sentido al proceso. El Tribunal Constitucional trastoca este fin clásico, estableciendo que la finalidad del proceso es la de lograr la equidad y la Justicia, criterios ambos que no siempre son compatibles con el sometimiento al derecho. La equidad, como es bien sabido, se aplica cuando se prescinde precisamente del derecho y la justicia, como valor que se pretende superior a la ley, no contiene un carácter objetivo, único, seguro e igual para todos.

La prueba ilícita, por tanto, no constituye ya una garantía objetiva e implícita en el sistema de derechos. Por el contrario, queda supeditada a un análisis en el caso y a la comprobación de una efectiva ruptura del equilibrio y la igualdad entre las partes, así como de “la integridad del proceso en cuestión como proceso justo y equitativo”.

Para la apreciación de estas infracciones los tribunales habrán de ponderar los ataques a los derechos y el resto de elementos del caso que evidencien esa infracción de los nuevos fines del proceso, los únicos que ampara el derecho a un proceso con todas las garantías. Pues, resulta evidente que, a partir de esta base, la nulidad de los actos procesales no se decretará solo cuando se produzca una situación de indefensión, sino que será necesario que la misma atente a los mismos valores consagrados en la resolución constitucional. No tendría mucho sentido que, siendo las infracciones a los derechos procesales y los materiales de carácter procesal, las mismas sean verificadas con requisitos no coincidentes, salvo que se quiera conceder que las vulneraciones procesales exigen una mayor protección que las de los derechos materiales.

El Tribunal Constitucional, en la sentencia 97/2019 (RTC 2019, 97) y en otra de sus citas fragmentarias voluntariamente escogidas para aparentar que la nueva doctrina no se aparta de la originaria regresa al argumento, negado anteriormente, de la ponderación en los casos en los que se vulneran derechos fundamentales. Y así, reproduce el párrafo en el que aquella STC 114/1984 (RTC 1984, 114) disponía que “Hay, pues, que ponderar en cada caso, los intereses en tensión para dar acogida preferente en su decisión a uno u otro de ellos (interés público en la obtención de la verdad procesal e interés, también, en el reconocimiento de plena eficacia a los derechos constitucionales). No existe, por tanto, un derecho constitucional a la desestimación de la prueba ilícita”.

Pero, omite citar e ignora lo que establecía en su fundamento cuarto, que se reproduce: “Esta garantía deriva, pues, de la nulidad radical de todo acto –público o, en su caso, privado– violatorio de las situaciones jurídicas reconocidas en la sección primera del capítulo segundo del Título I de la Constitución y de la necesidad institucional por no confirmar, reconociéndolas efectivas, las contravenciones de los mismos derechos fundamentales (el deterrent effect propugnado por la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos). Estamos, así, ante una garantía objetiva del orden de libertad, articulado en los derechos fundamentales, aunque no –según se dijo– ante un principio del ordenamiento que puede concretarse en el reconocimiento a la parte del correspondiente derecho subjetivo con la condición de derecho fundamental.

En realidad el problema de la admisibilidad de la prueba ilícitamente obtenida se perfila siempre en una encrucijada de intereses, debiéndose así optar por la necesaria procuración de la verdad en el proceso o por la garantía –por el ordenamiento en su conjunto– de las situaciones jurídicas subjetivas de los ciudadanos. Estas últimas acaso puedan ceder ante la primera exigencia cuando su base sea estrictamente infraconstitucional, pero no cuando se trate de derechos fundamentales que traen su causa, directa e inmediata, de la norma primera del ordenamiento. En tal supuesto puede afirmarse la exigencia prioritaria de atender a su plena efectividad, relegando a un segundo término los intereses públicos ligados a la fase probatoria del proceso”.

No tenía aplicación la regla de la ponderación entre derechos y valores, aunque tuvieran alcance constitucional. Ahora, por el contrario, se asume esta ponderación que desvaloriza los derechos y les priva de su valor superior, pues aunque ese valor se quiera otorgar al derecho al proceso debido, no cabe desconocer que se hace interpretando restrictivamente el derecho a un proceso con todas las garantías.

Para el Tribunal Constitucional, desde la concepción proteccionista de los derechos fundamentales, la que acoge el artículo 11.1 LOPJ y que responde a su conceptualización como garantía constitucional, la regla de exclusión es una garantía de libertad, siendo así que los derechos de los ciudadanos pueden ceder ante otro tipo de exigencias cuando la violación no afecte a sus derechos, pues de suceder esto último es la efectividad plena de aquellos lo que debe primar.

El Tribunal Constitucional, tras incorporar la noción de relatividad de la protección de los derechos fundamentales sujetándolos a la afectación a las nociones de equidad y Justicia, que encierran valores, no derechos, incorpora a la prueba directamente obtenida con violación de derechos fundamentales, las ya discutibles previsiones que el mismo Tribunal Constitucional estableció en su sentencia 81/1998 (RTC 1998, 81) en relación con la prueba refleja o indirecta. Si ya era complejo aplicar la teoría de la conexión de antijuridicidad a la prueba indirectamente ilegitima, mucho más lo será atender a las llamadas conexiones interna y externa trasladadas a la prueba ilegítima directa. Y esa complejidad parece haberla comprendido el prelegislador, el autor del proyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, que ha prescindido de estos criterios para copiar, casi literalmente, los que constituyen la base de la prueba ilícita en Inglaterra y Gales.

En conclusión, la violación de derechos y la aportación de lo obtenido de este modo como prueba no constituye en sí mismo una vulneración de una garantía propia, ínsita en el artículo 24.2 y en el artículo 14 CE, sino que esa violación solo producirá el efecto anulatorio si, a su vez, infringe los principios del proceso justo y equitativo, es decir, la de otras garantías que, por sí solas, ya producirían la correspondiente nulidad. Al margen, evidentemente, de la incerteza e inseguridad del concepto utilizado, es evidente que la ineficacia de la prueba debe derivar, incluso en el marco de esta interpretación, de la violación de alguna garantía que, por sí sola, produciría el efecto mismo de la nulidad, deviniendo la vulneración del derecho en causa ineficiente de cualquier consecuencia jurídica por sí misma, un mero instrumento situado al mismo nivel que cualquier infracción de naturaleza material o procesal, que generara el efecto de una infracción procesal merecedora de la nulidad.

La garantía ha dejado de ser constitucional porque lo que determina el efecto anulatorio es el efecto de la violación, no la violación y un efecto no coincidente con la violación misma, es decir, general, de modo que la nulidad no derivará de la prueba ilícita, sino de una vulneración del derecho al proceso debido.

De ahí que quepa afirmar que la prueba ilícita ha desaparecido o se ha desdibujado tanto que sus contornos son imprecisos, subjetivos y dependientes de valores de dudoso rango constitucional.

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